martes, 31 de diciembre de 2013
Dos vidas
En la nochevieja del año 1999, durante mi jornada laboral, escribí este relato que forma parte de mi libro Recuerdos de lluvia y Cierzo.
Para todos los que han trabajado esta noche mágica.
En el relato hay menos ficción de lo que parece a simple vista.
Se titula...
DOS VIDAS
LLueve. Es el último día del año, Nochevieja, y llueve.
Esta circunstancia meteorológica es debida sin lugar a dudas
a un error de la naturaleza. ¡Craso error!, lo tradicionalmente
correcto, lo románticamente perfecto, lo típicamente navideño
es la nieve y no la lluvia.
En fecha tan señalada he estudiado mientras mi familia
descansaba, ahora, recogidos los libros, estoy disponiendo lo
necesario para iniciar mi jornada laboral. Sí, han leído bien,
preparándome para mi jornada laboral, en vez de elaborando
aperitivos, cocinando un guiso exquisito con la receta secreta
de la abuela, o contando las uvas como sería lo tradicionalmente
perfecto, románticamente correcto y apropiadamente
navideño.
Compruebo por enésima vez si llevo en mi mochila la
cena, agrego al equipaje los apuntes, por si tengo ganas de
repasar lo estudiado esta tarde, y con hastío, me cercioro del
perfecto estado del uniforme. Soy vigilante de seguridad,
¡maldita profesión! Obliga a muchos trabajadores a abandonar
a sus seres queridos en fechas tan entrañables.
Estos días recuerdo mi ingreso en el sector, algo temporal,
mientras aprobaba las oposiciones, un año, dos a lo
sumo, tres como colmo de mala suerte. Pero el campo dejó
de ser orégano y fue tornándose légamo, arenas movedizas
succionándome contumaces, cuanto más me esforzaba en escapar
de la absorción, más me arrastraban y me hundían.
Me decidí por esta profesión por perentoria necesidad económica
y porque me permitía estudiar. Opositaba a los cuerpos
y fuerzas de seguridad del Estado. Trabajaba de noche,
iba a clase por la tarde y dormía por la mañana. Los días libres
entrenaba para las pruebas físicas. Era una vida dura,
pero la sobrellevábamos, éramos jóvenes.
Hablo en plural y no es por error, sino por Raquel, mi
mujer, que también opositaba y sufría además las consecuencias
de mis extraños horarios. La situación se tornó más complicada
aún cuando nació el niño. El tiempo que el recién
nacido demandaba, lo restábamos al descanso y a los estudios.
Afortunadamente el bebé vino con un pan debajo del
brazo, y Raquel aprobó las oposiciones de Magisterio.
La situación no era igual de propicia para mí, si no suspendía
el examen teórico, era el físico, y si no, la entrevista o
el reconocimiento médico. El punto culminante de mi eterna
mala suerte llegó en una de las convocatorias de acceso a la
Guardia Civil.
¡Aprobé! El día de ingreso en la academia me notificaron
que tenía antecedentes penales, derivados de mi profesión,
no me crean un delincuente peligroso o un proscrito de la justicia.
Quedaba excluido de las pruebas, aquella situación me
impedía el acceso al cuerpo hasta que no prescribieran los antecedentes
penales, y por aquel entonces yo ya habría cumplido
los treinta y un años, edad máxima para acceder a la
Institución.
Así comenzó un largo navegar a la deriva por diferentes
oposiciones con adversos resultados: Agentes judiciales, celadores,
auxiliar de correos... Hoy me dedico principal y casi exclusivamente
a las de justicia, han pasado doce años opositando
y diez trabajando en la seguridad privada, sector al cual solo
quería dedicar dos o tres años de mi vida. En varios de los años
transcurridos he tenido servicio las noches de Nochebuena,
Nochevieja, Año Nuevo, Reyes. Hoy, por cuarta vez en mi
vida, despediré el año trabajando, de nuevo tendré la mala
suerte de tomar las uvas de la suerte en mi trabajo, y serias
dudas me asaltan sobre si es mala o buena mi suerte, pues ocasiones
hubo en las cuales escuché las doce campanadas bajo la
triste sombra del desempleo y fue peor experiencia.
Me asomo a la ventana, lluvia persistente al otro lado del
cristal produciendo barro en las calles y el lodo de la depresión
en mi corazón. Si por lo menos nevara, la nieve con su
manto blanco inmaculado daría un tinte mágico, luminoso,
un ápice de esperanza.
Ha llegado la hora, me despido, compungido pero disimulando
mis sentimientos, de mi mujer y mi hijo.
—Hasta el año que viene —digo esbozando una sonrisa
forzada.
Ya en la calle vuelvo inexorablemente la vista atrás, dos
rostros sonríen en la ventana, el niño aplasta su naricita contra
el húmedo cristal, agitan ambos sus manos como despedida,
yo también levanto la mano y murmuro un adiós
ahogado por la lluvia, perdido en el viento. El tráfico es
denso, pesado, hay muchos vehículos en la carretera y el temporal
dificulta la conducción. Se percibe euforia y prisa en el
ambiente, algunos conductores han bebido ya demasiado. El
trayecto es un riesgo inherente al trabajo esta noche, un riesgo
no retribuido con plus de peligrosidad. Cruzo los semáforos
con precaución superlativa aunque estén en verde, cerciorándome
de que es respetado el color encarnado por quienes circulan
en otras direcciones. Esta vez, sin que sirva de precedente,
me siento aliviado de llegar al trabajo. También por una vez
y ¡ojala sirva de precedente!, encuentro aparcamiento cerca,
detrás del edificio donde hoy me toca turno, apenas deberé
caminar unos metros bajo la pertinaz lluvia acompañada
ahora de un frío viento del norte que traspasa hasta los tuétanos.
El compañero a quien debo relevar me espera como al
santo advenimiento, es lógico, está deseando marcharse para
cenar con su familia y ya considera suficiente mala fortuna
venir mañana, día de Año Nuevo, a las siete de la mañana.
Tras un breve saludo me comunica las novedades y se cambia
de ropa con inusitada rapidez.
—Compañero, feliz salida y entrada, pasa la noche lo
mejor posible, es una orden.
—Gracias —contesto escuetamente intentando en vano
bosquejar una sonrisa.
—No pareces muy animado, ¿te ocurre algo?
—No, nada grave, estoy un poco alicaído; hasta hoy nunca
me había afectado tanto trabajar en Navidad, Nochebuena o
Nochevieja, pero este año, la verdad, me ha deprimido, será
la edad que no perdona, o la mala racha que atravieso y no
termina de terminar, no sé, quizá sea la maldita lluvia que
me vuelve loco, pero no temas, se me pasará enseguida.
—Ya sabes, es cuestión de mentalizarse, piensa en esta
noche como una más, una noche como tantas otras noches de
servicio.
—Sí lo sé, venga márchate, no pierdas más tiempo, y sobre
todo no hagas esperar a tu familia, a buen seguro están ya
reunidos alrededor de la mesa.
Me quedo solo, las primeras horas transcurren rápidas, hay
trabajo pendiente y no existe tiempo para pensar. Es a la hora
de la cena, conforme se aproxima el mágico momento de la
medianoche, cuando la nostalgia me invade. Falta media hora
para la llegada del nuevo año, maldigo, con un vocabulario
soez que ignoraba conocer, a la gente que transita por la calle
en lugar de permanecer en casa en agradable y familiar velada.
Intento distraerme. Comienzo a dibujar dígitos, calculo el
salario correspondiente al servicio de esta noche especial. El
resultado es patético, me deprimo más todavía, ¿esto a cambio
de doce horas de trabajo nocturno en Fin de Año? Vienen
a mi memoria las palabras de un compañero, en una ocasión
me dijo: «En estas fechas solo trabajan los vigilantes y las
prostitutas, somos los trabajadores más desgraciados y peor
remunerados». Intento de nuevo distraerme, ahora trato de
animarme recordando profesionales obligados a prestar servicio
en esta notable fecha: médicos, bomberos, policías, militares,
camareros... la lista es larga, ya se sabe, mal de muchos
consuelo de tontos. Mas yo no hallo consuelo, para mí, mal
de muchos es una epidemia, no un alivio. Estos otros trabajadores
tienen, aparte de un mejor consuelo económico, la
presencia de otros compañeros, lo cual hace más llevadero y
ameno su servicio, en cambio un vigilante está solo, solo con
su neurastenia, a solas con la lluvia y su inherente bahorrina.
Ya suenan los cuatro cuartos, a continuación, lacónicas,
doce campanadas, y, ya llegó, ¡feliz año nuevo! Alzo mi vaso
de plástico y brindo en soledad deseando felicidad y próspero
año a las paredes grises deficientemente iluminadas por
una vetusta bombilla.
Llueve en mi corazón. Y suena el teléfono. Familiares,
amigos y compañeros derraman una lluvia de felicitaciones
deseándome que lo pase lo mejor posible: «Feliz año, chaval,
mentalízate, se trata de una noche más, un servicio como
otro cualquiera».
Eso dicen todos, como si fuera sencillo convencerte de la
normalidad de una noche en la cual todo el mundo te llama
y te recuerda el carácter especial de aquella. Aún así agradezco
de corazón las llamadas, añoro otras que no se produjeron,
mis jefes, pobres homúnculos ahítos de inepcia,
demasiado encumbrados en su pedestal, no se acordaron del
intonso peón de brega. Gracias a cuantos de mí se acordaron,
pero por favor ¡BASTA YA! Dejo el teléfono descolgado, no
quiero hablar con nadie más. ¡BASTA YA!
De repente, sin pensarlo, en un acto reflejo y no exento de
ira, desenfundo el revolver del 38 especial de 4 pulgadas
marca Llama, apoyo el frío metal sobre mi frente con un par...
de corazones, y la sangre golpeándome con furia las sienes.
DECEPCIÓN.
Esperaba un sentimiento de excitación, o de poder, o un
sudor gélido recorriendo mi espalda y estremeciendo mi
cuerpo, o un lacerante pánico obligándome a tirar el arma,
temblando, rompiendo a llorar amargamente desconsolado,
abatido... Nada de eso ha sucedido, ni siquiera tengo miedo,
solo me siento ridículo, y no sé si es por el sentimiento que
no se ha producido o decepcionado de mí mismo. Mi dedo
índice comienza a presionar el disparador, muy despacito,
gustándose, recreándome en la suerte. Ya estoy viendo los titulares
de todos los periódicos, ya puedo leer sus frases sensacionalistas:
«Vigilante de seguridad se suicida durante la
prestación de su servicio en la noche de Fin de Año, se pega
un tiro con su revolver reglamentario y se salta la tapa de los
sesos...». Estas y otras palabras del mismo estilo aumentarán
la mala prensa que ya tenemos en nuestra profesión. Ya
puedo percibir los ecos de las protestas de nuestros detractores:
«¡Retirada de armas, no son profesionales!», eso dirán,
¡cuán fácil es hacer leña del árbol caído!
Más allá están los otros, también puedo verlos, los hipócritas.
Veo a mi jefe entre ellos, ese que no se acordó de felicitarme
en esta noche entrañable ni de darme su apoyo,
ahí está, en lugar prominente, recordando a todos lo buen
muchacho que yo era. Él, incapaz de soportarme en vida,
me adula ahora sin remilgos y con voz quebrada. Siento
náuseas.
Pulso con firmeza el disparador hasta el final, el martillo
retrocede, el tambor gira, se aproxima la detonación, el martillo
golpea el percutor y... ¡CLIK! Algo ha fallado. ¿Qué ha
fallado? Un tímido ¡clik!, en lugar de un estruendoso ¡BANG!,
¿por qué?
Abro el cilindro, reviso el revolver con urgencia febril y
descubro el error. Sonrío. No recordaba mi vieja costumbre,
al entrar de servicio quito el primer cartucho de la munición
del cilindro, dejando vacío el primer espacio del cargador, por
eso no salió el disparo. Adquirí la costumbre el primer día de
trabajo, cuando vi efectuar la operación al jefe de equipo del
peligroso y conflictivo centro donde me destinaron de novato.
La empresa se regía por el lema: los novatos, al sitio más
arriesgado, aprenderán de golpe y a golpes. Aquel jefe de
equipo de antaño, ahora amigo inseparable, me explicó:
—Yo siempre quito la primera bala, así en caso de que te
quitara el arma algún delincuente, sabes que el primer disparo
no va a salir, eso te proporciona unos segundos para reaccionar
y sorprender al agresor abalanzándote sobre él.
Hoy, aquella ancestral costumbre, me ha dado una segunda
oportunidad, estoy vivo aún, si doy marcha atrás aquel
antiguo compañero me habrá salvado la vida. Me juro a mí
mismo que si vivo se lo diré algún día. Me resulta macabro y
divertido a la vez pensar que necesitaré más valor para contar
a mi amigo esta situación que para pegarme un tiro.
La yema de mi dedo índice vuelve a resbalar por el disparador,
mi cerebro le ha ordenado máxima lentitud, saborear
cada milésima de segundo, permitiendo a mi mente vagar
libre por sus últimos designios, sabiendo que en esta ocasión
hay seis cartuchos en el revolver, ya no habrá más fallos, en
esta ocasión se producirá la detonación.
Siempre me pregunté a quién se dedica el postrero pensamiento
cuando sabes que se trata del último, ¿quién viene a
tu memoria en ese instante intermedio entre la vida y la
muerte? Hace un momento he obtenido la respuesta, mi respuesta.
Cuando el martillo golpeaba el percutor sin remisión,
el recuerdo de mi padre apareció en mi subconsciente.
Mi padre murió hace siete años, y lo hizo sin que yo le
dijera cuanto lo quería. Él lo sabía, seguro, pero yo no se lo dije.
Pulso el cañón más fuerte, con rabia, apretándolo contra
mi piel y causándome dolor, pronto me reuniré con él y subsanaré
el error, pronto te lo diré papá. Yo fui quien te dijo que
te habían operado de un tumor en el esófago y no de una hernia,
como te dijeron al entrar en el quirófano. Yo te comuniqué
el fallecimiento, durante tu larga convalecencia, de aquel
amigo a quien tú tanto apreciabas, yo, que tantas cosas difíciles
de decir fui capaz de decirte, no me acordé, o no supe, o
no me atreví, o no consideré necesario pronunciar lo más importante,
que te quería, que aún te quiero aunque no estés.
Pronto te lo diré.
Es curioso, la cantidad de imágenes y pensamientos capaces
de surcar la mente en tan poco tiempo. Ahora estoy presenciando
mi entierro, ¡cuánta gente!, demasiada gente, me
pregunto, ¿cuántos de ellos sienten sinceramente mi muerte?,
¿cuántos lo sienten por mí y no por ellos?, ¿cuántos amigos
de verdad tengo que me quieran? Voy pasando revista a los
asistentes y me respondo a la pregunta.
Algunos de mis compañeros de trabajo sí lo sienten de
veras, algunos, no todos; aquella chica de aquel servicio
donde tantas y tantas horas pasábamos juntos que acabó
siendo de la familia; aquella secretaria que me dedicó su
sonrisa un día; esa otra a quien sonreí yo; ese señor que
todas las mañanas al fichar, me contaba un chiste malo y yo
reía por obligación, por educación, por respeto a las canas;
aquel otro a quien llegó la jubilación antes que los catorce
en la quiniela y siempre me preguntaba por mi lotería primitiva;
la preciosa camarera que me sirve el café como a mí
me gusta; ese camarero con quien tantas veces acabé cerrando
el bar con exceso de copas gratuitas en nuestros hígados;
el chaval de mantenimiento que me arregló el coche
aliviando mi penuria económica; el paisano portador de recuerdos
y nostalgias del pueblo; esa chica cuyo nombre ignoro,
pero sigo involuntariamente con la mirada cada vez
que la veo pasar junto a mi garita... ¡demasiados amigos!,
tengo más amigos de lo que pensaba. Si decido finalmente
enfundar el revolver, prometo llamarles a todos e invitarles
a una copa por asistir a mi sepelio de corazón... solo si decido
enfundar de nuevo el revolver...
Hoy, por tercera vez en toda mi profesión, tengo el arma
en la mano. La primera vez tuve miedo, pánico a verme obligado
a disparar sobre alguien. Perseguíamos a dos atracadores,
secuestraron un taxi en el cual se daban a la fuga tras un
robo. Los detuvimos tras forzarles, a punta de pistola, a abandonar
el vehículo.
La segunda vez tuve más miedo aún, interceptando una
furgoneta llena de materiales robados, ocupada por cuatro
delincuentes dispuestos a todo, y en todo incluyo dispuestos
a atropellarme. Mis manos temblaban aferradas a la empuñadura
del revolver mientras veía en sus miradas la
sombra de la duda. Tenían dos opciones, acelerar para arrollarme,
arriesgándose a recibir el impacto de mis hipotéticos
disparos, o salir manos en alto, como yo ordenaba reiteradamente
de la forma más enérgica y contundente que mi
voz era capaz de modular. Debieron verme muy seguro o
muy nervioso, pues optaron por salir brazos en alto, uno de
ellos, sabiendo que poco tiempo pasaría encerrado, masculló
ya esposado cuando la policía se lo llevaba: «Ya te pillaré
en otro sitio y te rajaré».
Hoy, ahora, es la tercera vez, y no tengo miedo. De sentirme
ridículo he pasado a sentirme solo extraño, y sigue lloviendo
en este insufrible Madrid.
Llueve.
No tengo miedo a morir, pero creo que debo vivir, tengo
demasiadas cuentas pendientes y estoy obligado a saldarlas,
tengo demasiados amigos a quienes no puedo defraudar,
tengo una familia estupenda por la cual merece la pena seguir
luchando en este valle de lágrimas. ¿Qué harían sin mí?
Pienso en mi hijo y decido vivir.
Una vez, en tiempo pretérito y remoto, la espada dijo al
caballero: «No me saques sin razón, ni me guardes sin
honor». Yo, esta noche, Nochevieja de lluvia, viento, frío y
depresión, tengo la impresión de haber desenfundado sin
razón y enfundado sin honor pero con valor, con el valor necesario
para afrontar la vida, sus problemas y alegrías.
Esperaré pacientemente a las siete de la mañana, la hora de
mi relevo. Repasaré las diligencias para distraerme y tal vez
haga unos tests psicotécnicos. Empezaré a ilusionarme con la
pronta visita de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente,
esa noche la tengo libre y disfrutaré viendo como el niño abre
nervioso y emocionado sus regalos. Aguardaré a que deje de
llover, aguardaré a que las tinieblas se disipen de la ciudad.
Frío. Un escalofrío estremece mi cuerpo. Unos golpes en
la puerta me devuelven súbitamente a la realidad. Flotan, en
mi mente confusa y aturdida, formando parte de una grotesca
danza demoníaca, el procedimiento abreviado, el Tribunal
Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Fiscal
General del Estado y cuantos abogados fiscales forman parte
de la Junta de Fiscales de Sala. Son necesarios algunos segundos
para darme cuenta de que mi relevo ha llegado y aporrea
la puerta con nerviosismo. Abro la puerta, su cara de alarma
se difumina y suspira aliviado.
—¡Qué susto!, ayer te dejé tan deprimido, no abrías la
puerta, temí lo peor.
Mi risa inicial desemboca en una estruendosa carcajada, y
esta contagia a mi compañero, ambos tenemos lágrimas en
los ojos por causa de la risa, nos fundimos en un sincero
abrazo, la primera risa y el primer abrazo del año.
—Feliz año nuevo —nos deseamos de todo corazón, fundidos
en un abrazo—. Y gracias por estar en mi entierro —le
digo cuando se ha ido al vestuario y no puede oírme.
No recuerdo cuándo ha cesado la lluvia, pero afortunadamente
ha cesado. No recuerdo cuándo ha comenzado a dolerme
la cabeza, ¿será por la ingestión de cava en vaso de
plástico o por los psicotécnicos? Tengo ganas de marcharme,
llegar a casa, besar a Raquel y al niño y sumergirme en las cálidas
sábanas, descansar. Comunico las novedades del servicio
a mi compañero y tras un breve diálogo plagado de arquetípicas
frases navideñas y palabras de cortesía, nos despedimos.
El aire gélido de la mañana azota mi rostro, un golpe metálico
a mi espalda indica que la puerta ha sido cerrada. El
frío transmite una placentera sensación de libertad, camino
despacio en dirección a donde tengo estacionado el vehículo,
trato de degustar la calma y permito al relente del amanecer
despertar mis sentidos. Busco en los bolsillos.
—¿Dónde he puesto la maldita llave?, siempre me sucede
lo mismo, ¡ah, por fin!, aquí está, sería gracioso comenzar el
año perdiendo las llaves del coche.
Al doblar la esquina, mis ojos enrojecidos y cansados por la
falta de descanso chocan con un objeto voluminoso, se trata de
una caja de cartón humedecido por el agua de los inevitables
charcos. La cesta se halla pegada a la pared del edificio en la
zona trasera, me asusto, pienso en lo peor, no he observado
nada a través de las cámaras, la caja no estaba ahí ayer, ni en
el transcurso de la noche tampoco. Desconfío, me imagino la
peor circunstancia posible. Me han colocado una bomba en
algún descuido o durante el relevo.
Inspeccionó la caja sin tocarla. La observación no desvela
nada, ninguna información, decido estudiarla mejor y esto
implica mayor riesgo. Introduzco dos dedos bajo los laterales
con extrema precaución, pulso firme y una elevada dosis de
miedo que, ahora sí, flota a mi alrededor. Como he decidido
vivir, ahora sí tengo miedo a morir.
Tenía la esperanza de que no fuera demasiado pesada, entonces
podría tratarse de desperdicios navideños, basura tirada
descuidadamente, mas no es así, tiene un peso considerable y
decido no tocarla más para no correr riesgos innecesarios. Me
dirijo al interior del edificio con rapidez, me abandonan de repente
tanto el sueño como el dolor de cabeza, es curioso como
despeja la percepción del peligro. Comunicaré el hallazgo a mi
compañero y llamaremos a la policía.
Un llanto ahogado interrumpe mi carrera frenándome en
seco, un lamento desesperado sale de la caja, parece el maullido
de un gato o el lastimero aullido de un cachorrillo de
perro. Respiro reconfortado, regreso hacia el cajón dispuesto
a abrirlo, no hay peligro, se trata, a buen seguro, de algún animal
de compañía abandonado por no entrar en los planes vacacionales
del animal de su dueño. Destapo el arcón y
entonces el terror regresa a mi mente, la sorpresa es inmensa.
Un bebé, un niño recién nacido se desgañita a llorar con
sus últimas fuerzas envuelto en una toalla con restos de sangre
y líquido amniótico. Desnudito, como ha llegado al
mundo, lo han abandonado, ¡hijos de...! El cordón umbilical
rodea su trémulo cuerpecito. Azul, amoratado, aterido de
frío, aprieta los párpados arrugando sus estriadas facciones
y cierra las manos agitándolas tímidamente, torpemente,
como intentando golpear a la noche, tundir a la madre que le
ha abandonado a su recién nacida suerte.
—¿Quién puede haberte hecho esto, quién puede ser
capaz de algo así?.
No hay tiempo para preguntas, ahora no, la rapidez de
reacción puede ser, es, definitiva. Cojo al niño en brazos, intento
transmitirle un poco de calor con mi aliento y mi proximidad,
corro atropelladamente hacia el interior del recinto.
Golpeo con violentas patadas la puerta, el compañero abre
aturdido por mi urgencia, probablemente cree que me he
vuelto loco, y en parte es así. La palidez de su semblante anonadado
se agrava al ver un extraño paquete en mis manos y
se transforma en un tono purpúreo al oír el llanto.
—¿Ocurre algo malo?, ¿qué traes ahí?
—Es un bebé abandonado, llama a la policía, rápido, está
helado el pobrecito.
Improviso con dos sillas una parihuela, lo acuesto en ella y
lo acerco al radiador, su lamento es ahora más enérgico, sabe
que le llega ayuda, lo intuye y me reprocha el haber tardado
tanto. La centralita de la policía está colapsada, no en balde es
año nuevo, hay accidentes, intoxicaciones etílicas, agresiones,
incluso un imbécil paseando desnudo por Gran Vía sembrando
el pánico o la risa y cogiendo una pulmonía. Por fin
atienden la llamada, gracias al cielo, comprueban el aviso dos
veces cerciorándose de que no es una broma, y yo me pregunto:
«¿Habrá alguien capaz de jugar con algo así?». Deseo
que la respuesta correcta sea negativa y no haya irresponsables
dedicándose a macabras bromas, pero nunca se sabe en este
mundo de locos que hemos creado, en los tiempos extraños
que vivimos. Dan prioridad a nuestra llamada, el nudista esperará
y continuará exhibiéndose por la ciudad, cuando esté
postrado en cama con una neumonía de caballo, recapacitará.
Una sirena lejana se mezcla con el preocupante llanto de
la criatura al tiempo que va dejando de parecer lejana. Los
agentes quedan tan impresionados como yo.
—A este niño debemos trasladarlo de inmediato al hospital.
Lo cogen desmañadamente con la impericia de los solteros,
me piden, con unos modales que parecen no admitir negativa
que les acompañe. Así lo hago sin vacilaciones,
surcamos la ciudad a vertiginosa velocidad a bordo del coche
patrulla, indiferentes al color de los semáforos, ajenos a todo
excepto a salvar la pequeña vida de un ser diminuto, cuyo
cuerpecito helado y hambriento viaja en los brazos del funcionario
en el asiento de atrás.
La angustia se adivina en nuestros tensos rostros, la ansiedad
se puede palpar, respiración contenida, silencio, tan solo
el llanto desolado del pequeño y el sollozo urgente de la sirena
abriéndonos paso en el amanecer, son audibles. Se adivina
el miedo, miedo a no llegar a tiempo, miedo a un
accidente, no por la posibilidad de sufrir heridas propias, sino
por la imposibilidad de ayudar al bebé.
Fue un breve viaje aunque se me antojó eterno. La entrada
en la zona de urgencias del hospital, espectacular escena de
película americana, el coche patrulla derrapando en el húmedo
asfalto, los frenos desprendiendo humo, las ruedas chirriando
estrepitosamente hasta la total detención del
vehículo. Agradecí abrir la puerta y salir a pesar del olor a
quemado, unos señores vestidos de blanco, que conocían
nuestra llegada, nos esperan y se llevan al niño a la velocidad
del rayo, luego, en la sala de espera de urgencias, el intervalo
eterno y angustioso, la incertidumbre, la impotencia terrible
de no poder ayudar y deber conformarse con no molestar.
Pasan lentos los segundos, los minutos no terminan de transcurrir.
No hay término medio, hasta este momento todo
transcurrió a velocidad de vértigo, ahora con lentitud exasperante,
el tiempo se vuelve viscoso y no corre, resbala
como el lodo. Una vida en juego y tres hombres sentados
de brazos cruzados, rezando, sin poder, sin saber colaborar.
Se abren las puertas, sale el médico, nos abalanzamos sobre
él casi derribándole, como padres novatos e histéricos ávidos
de noticias.
¡Fuera de peligro!, lo ha dicho el doctor, fuera de peligro,
gritos de júbilo de los policías alborozados, los tres nos fundimos
en un espontáneo abrazo, unas lágrimas hacen acto de
presencia, deben de ser mías pues tengo la visión borrosa.
Después de la explosión de alegría, el galeno vuelve a tomar
la palabra.
—Se encuentra bien, ha estado al borde de la congelación y
no ha ingerido alimento desde su nacimiento, ha ingresado en
estado de total inanición. Ha habido que practicarle un lavado
de estómago pues había ingerido líquido amniótico antes del
parto, también hemos aspirado los pulmones y se le ha administrado
una primera toma de alimento, veremos cómo reacciona,
ahora está dormido. En reglas generales se encuentra
bien, pero deberá permanecer un tiempo en observación».
Los agentes de policía se marchan, para ellos continúa el
servicio, quizá su prioridad sea encontrar a los padres del
bebé abandonado o les ordenen detener al nudista de la Gran
Vía, no dicen su destino cuando estrechan mi mano y se despiden.
Solicito al equipo médico la posibilidad de visitar al
pequeño. Acceden. Tras unos trámites formales y burocráticos
cuya finalidad desconozco y cuya utilidad pongo en
duda, consigo verlo.
Está en la incubadora, me deprime un poco verlo a través
de un cristal y rodeado de cables. Duerme, parece tranquilo,
ha recuperado un color rosado más propio de un bebé que el
morado que teñía su piel cuando lo encontré. De improviso
y por un fugaz instante, un breve efluvio ronda mi mente.
La idea de la adopción. Comento la posibilidad utópica al
personal médico, me remiten a un asistente social, quien muy
amable me informa.
Haberle encontrado y salvado la vida no me proporciona
privilegio ni preferencia alguna, ningún derecho sobre el
niño. Acepto de mala gana, para qué nos vamos a engañar,
no comparto, pero acepto. Me pregunto si tendré acaso derecho
de asesinar a los padres irresponsables que lo abandonaron.
No, me dicen que tampoco, entonces incurriría en delito,
¡vaya con la Ley!, siempre protegiendo al delincuente. El
único privilegio que tengo es visitarle cuando quiera sin importar
horario y elegir su nombre si lo deseo.
Me despido del equipo médico, en el registro decido su
nombre, se llamará como mi padre, Mariano. Salgo a la calle,
tímidos rayitos de sol pugnan por imponerse al crudo invierno,
cansancio y alegría me hacen flotar en una atmósfera
irreal, estoy viajando en una nube, veo el mundo a través de
un cristal de múltiples colores preciosos e inauditos.
El frío me transporta a la realidad, me obliga a regresar a
la vida diaria. En primer lugar debo ir a recoger mi coche y
sería conveniente llamar a casa, seguro que Raquel está preocupada
por mi tardanza. También debería dormir un poco,
esta noche tengo servicio otra vez, una vez más. La vida sigue
igual o por lo menos, muy similar a como era antes.
«Un vigilante encuentra a un niño recién nacido abandonado,
al salir de servicio el día de año nuevo y le salva de
morir congelado». Conduciendo camino de casa escucho la
noticia en la radio, buena prensa en esta ocasión, lo siento por
nuestros detractores, esos hubieran preferido el otro desenlace,
el vertido escatológico, el tiro en la sien, en mi sien.
Hay una gran diferencia entre la situación actual y la imaginada
en mi depresión la pasada noche. Una sonrisa se instala
en mis labios, estoy agotado, pero tengo una corazonada,
un buen presentimiento; intuyo la larga duración de la sonrisa
en mi rostro, mi mala racha va a concluir, lo sé, esa es mi
impresión.
Si no hubiese quitado la primera bala del revolver yo estaría
muerto, Mariano seguramente estaría muerto, tirado,
congelado dentro de un féretro de cartón fétido y húmedo.
En cambio los dos seguimos vivos. Tengo la impresión de
haber entrado con buen pie en este nuevo año, tengo la agradable
sensación de vivir y haber iniciado el año salvando dos
vidas. ¿Existe modo mejor de comenzar una época?
La lluvia ha cesado y me ha regalado una ablución que ha
extirpado mi depresión, seguiré preparando las oposiciones
con gran esfuerzo, seguiré desarrollando mi modesto trabajo
de paupérrimo sueldo, sin embargo algo ha cambiado, puedo
sentirlo en mi interior, algún giro vertiginoso han experimentado
al unísono dos vidas.
Ya es primavera, el tiempo transcurre inexorable, ajeno a
las circunstancias particulares de los millones de seres del planeta,
cuyas vidas imperceptibles se suceden en la infinita magnitud
del universo. Cinco meses han pasado ya desde aquella
noche inolvidable, nochevieja, última noche del año, que bien
pudo ser la última de nuestras vidas. Hoy, llenos de primavera
nuestros destinos, es momento de recordar y agradecer.
En la lejana aventura de esa noche, me encontré con la colaboración
y profesionalidad de varios empleados de distintas
administraciones públicas: policías, celadores, enfermeras,
médicos, asistentes sociales, auxiliares administrativos; personas,
en definitiva, que un día fueron opositores y tuvieron
mis mismos problemas, idénticas aspiraciones dudas e inquietudes.
¿Quién sabe si no habremos coincidido en alguna
convocatoria y luchado por la misma plaza? Quiero dar las
gracias a todos ellos, desde el momento en el cual decidieron
opositar, comenzaron a salvar la vida de Mariano.
Y gracias a ti también, pequeño Mariano, no solamente
ahuyentaste mi depresión, además trajiste un pan debajo de
ese trémulo brazito tuyo, amoratado y débil. La buena fortuna
que hasta entonces me había vuelto la espalda con estólida
contumacia ahora me sonreía. Me presenté a las oposiciones
de correos por inercia, por costumbre, sin ilusión de aprobar.
Pagué la tasa de derechos de examen por ser primeros de mes
y tener el sueldo recién cobrado, presenté la instancia convencido
de suspender, no estaba preparado, pocas horas dediqué
al estudio, no quería descuidar las de Justicia, mi
primer objetivo, mi sueño, mi ilusión, y no disponía de
tiempo, no podía robar tiempo al tiempo. El día del examen
surgió un servicio especial, un refuerzo en mi centro de trabajo,
y para no variar me tocó realizarlo a mí. Desistí de presentarme
al ejercicio. No obstante el destino ya había tejido
el entramado y urdido la sucesión de circunstancias, de coincidencias,
la concatenación de situaciones favorables necesarias
para que la flauta, por casualidad, sonara.
Y sonó.
Ya estaba vestido, la mochila preparada, el uniforme planchado,
todo dispuesto para ir al trabajo, entonces sonó, sonó
el timbre estridente del teléfono, sonó la flauta por casualidad.
Respondí a la llamada, era el inspector de guardia. Se
había suspendido el refuerzo, los sindicatos alcanzaron un
acuerdo con la empresa, la huelga se desconvocaba, no era
necesaria mi presencia, tenía el día libre. Iba ponerme de
nuevo el pijama aún tibio y regresar a la dulce caricia de las
sábanas, cogería el sueño sin problemas, pero Raquel tendió
su mano hacia mí dándome un bolígrafo desde el refugio del
cobertor y dijo:
—Vete al examen, has pagado y estás despierto, coge el
coche y prueba suerte.
Obedecí a regañadientes por no discutir con ella, la afluencia
masiva de opositores al lugar de la prueba provocó un
monumental atasco, aparcar era misión imposible, casi no
llego a tiempo. Por suerte mi apellido empieza por «U» y soy
siempre de los últimos de la lista, si mi padre llega a apellidarse
«Abad» en vez de «Utrillas», no hubiera entrado a la
realización del ejercicio, pero ahora la fortuna era mi aliada.
No me puse nervioso, en absoluto, mi relajación era total
por primera vez en un examen. Quien nada sabe, nada puede
perder y nada teme. Nada temía, en efecto, y así, sin temor, comencé
a leer las preguntas. ¡Inaudito! Comprendía de inmediato,
sin segundas lecturas y las respuestas fluían de mi
memoria al papel con rapidez y claridad. Finalicé el examen
de los primeros, yo, que entre mis características cuento con la
exasperante lentitud, y siempre suena el timbre y sigo escribiendo,
en esta ocasión finalicé y faltaban quince minutos aún
para la expiración del tiempo marcado por el tribunal. Tenía
algunas respuestas en blanco, pocas, pero había, y las sorteé,
contesté al azar arriesgándome a restar puntuación, pero ¡qué
me van a restar, de donde no hay no se puede sacar!
No me molesté en repasar las contestaciones a pesar de
que había tiempo para ello, firmé, me levanté y me fui. Sin
esperanza ninguna. Desastre seguro, batalla perdida.
No me preocupé ni de ir a mirar la lista de aprobados,
¿para qué?, y no obstante, un amigo me llamó felicitándome,
estaba entre los elegidos, aprobado, tuve suerte, la flauta
había sonado por casualidad. Había aprobado, era funcionario
de correos.
Mi nota no me permitió, como era lógico, elegir destino;
pero incluso esa circunstancia fue producto de mi buena estrella.
Obtuve en propiedad una plaza en un pueblecito ínfimo,
en la Sierra de Albarracín, en la provincia de Teruel,
allá donde se da la vuelta el viento, donde nadie quería ir. Mi
esposa ha conseguido, sin ningún tipo de problema, el traslado
al mismo pueblo, por idéntico motivo nadie quiere ir tan
lejos de todo, fuera del mundo, casi incomunicados. Así pues,
ella es la maestra y yo el cartero. A la escuela acuden niños
de otros pueblos y aldeas cercanas, aquellos mismos pueblos
y aldeas a los cuales yo debo desplazarme diariamente a repartir
la correspondencia.
Tenemos un pedacito de tierra que, a base de terquedad,
hemos aprendido a cultivar y con mucho trabajo y esfuerzo,
hemos convertido, de esquilmado carrascal plagado de
abrojos, en fértil huerto del que proceden parte de los alimentos
que consumimos. Nos hemos liberado del estrés, del
agobio de la gran ciudad, y del largo y duro camino de las
oposiciones.
El niño crece en un ambiente sano y agradable, lejos de la
polución y de la delincuencia, lejos de padres irresponsables
y asesinos que abandonan a sus hijos recién nacidos, lejos de
la masificación de las aulas; su madre es también su profesora,
este pueblo es un paraíso para él, es el edén para nosotros.
A menudo me acuerdo de Mariano. Vamos a visitarle algunos
fines de semana, ya pesa nueve kilos, cuando me ve
me sonríe con timidez. Estoy seguro, sabe quien soy, sabe que
yo lo encontré. Me atrevería incluso a afirmar que se parece
a mí. Hay un matrimonio joven interesado en la adopción, ya
han iniciado los trámites, parece estar todo encarrilado. Serán
unos buenos padres, lo sé, son agradables, personas cultas,
educadas, ambos son funcionarios de un ministerio, eso implica
tiempo libre, todas las tardes enteras para dedicar al pequeño.
Todo parece resuelto de forma satisfactoria, y
resultaba tan complejo, tan enrevesado e imposible hace unos
meses. La vida es así.
DOS VIDAS. Estuvieron próximas a extinguirse con la llegada
de un nuevo año, pero remontaron el vuelo justo a
tiempo, sus horizontes continúan abiertos, llenos de esperanza.
Yo, por mi parte, sueño con un lejano día, cuando ya jubilados,
entrados en años y aduncos, cuando Raquel y yo pasemos
nuestra vejez solos en este pequeño pueblo, y todos
los atardeceres nos sentemos en el quicio de la puerta, al
fresco relente de la sierra; será entonces cuando la silueta de
dos jóvenes aparecerá, desdifuminándose poco a poco, por
el polvoriento atajo de la carretera. Fundidos en un abrazo
de hermanos, nuestro hijo y Mariano vendrán a visitarnos.
Nuestras vidas han cambiado, ahora somos felices, buscamos
setas entre los barrujos al atardecer, hemos luchado,
hemos atravesado malos momentos, yo sobre todo, pero por
fin hemos encontrado el paraíso, sin embargo eso es otra historia
y por lo tanto debe ser contada con todo detalle en otra
ocasión.
viernes, 18 de octubre de 2013
Una cita con Judith y Holofernes
En este enlace puedes ver opiniones de lectores del libro Judith y Holofernes y también adquirirlo por 4.93 euros.
http://www.amazon.es/product-reviews/1489547061/ref=dp_db_cm_cr_acr_txt?ie=UTF8&showViewpoints=1
La cita
Decidió caminar por la calle en vez de hacerlo en casa.
Nerviosa como estaba, supo que no pararía quieta, que deambularía por el pasillo de una habitación a otra sin nada que hacer en ninguna de ellas, que rondaría de un armario a otro en busca de algún complemento innecesario, que se deslizaría de un espejo a otro en busca del reflejo que le devolviera la imagen anhelada.
Por eso decidió salir con mucho tiempo y pasear hacia el lugar de la cita, habían quedado en una cafetería muy cercana al paseo donde estaba ubicada la feria del libro para no correr el riesgo de no encontrarse. Y llegó puntual, no podía ser de otra forma, nada más entrar en el local dejó caer su vista a uno y otro lado de la barra, también al fondo donde estaban las mesas agrupadas en un pequeño saloncito. No había nadie con las características físicas de quien buscaba y en cambio lo presentía, sentía su presencia y notaba ojos espías pendientes de su imagen. Pidió un café con hielo y dio otro discreto vistazo a su alrededor, nadie, ninguno de los presentes parecía ser Séneca, y sin embargo al menos tres hombres la miraban, a veces incluso a los ojos, se arrepintió de no haberse puesto sujetador.
Con el primer sorbo de café empezó a sentirse incomoda, con el segundo realmente preocupada, con el tercero llegó la decepción y decidió marcharse sin terminar la consumición convencida de que citarse con desconocidos por medio de Internet es un lamentable error que te lleva a situaciones, cuando menos incómodas y cuando más, peligrosas. Llamó al camarero para abonar la consumición y a su lado escuchó una voz varonil.
- No le cobre a la señorita por favor, cóbreme a mí.- El desconocido dejó un billete en la barra mientras paseaba sus ojos de las pupilas de Judith hasta sus labios para detenerse definitivamente y quedar varados en su escote -. Eres demasiado bella para estar tanto tiempo sola.
.... CONTINUARÁ SI TÚ QUIERES.
miércoles, 16 de octubre de 2013
Inicio del Capítulo IX: La cita
Reflexión de Judith
Vislumbro la luz al fondo del túnel, veo una llama de esperanza junto a la posibilidad de que mis deseos se materialicen y tampoco quiero ilusionarme en exceso para no llevarme desengaños, pero tener una cita con un hombre, aunque de nuevo sea por medio de Internet, es algo que me hace sentir excitación, ilusión y una ligera dosis de miedo.
Hoy algo distinto, una nueva sensación, un sentimiento está creciendo precisamente en un hueco de vacío reciente en mi alma, noto mariposas cosquilleando mi estómago pero también el cruel retortijón de la incertidumbre, no sé si acabaré sumida en sonrisas felices o en la caricia del filo de la decepción.
Me he sentido tan mal estos últimos días, no he podido pegar ojo, hay ocasiones en que se hace tan largo el trayecto. Y ahora tampoco duermo porque presiento que ya he llegado, que finaliza mi búsqueda.
Y viene a mi cabeza sin mediar llamada previa, el texto que leí el otro día en el blog Cumbres Blogrrascosas cuya protagonista salía malparada de una cita a ciegas con una persona que conoció en un Chat de la red. Respiro hondo y el sujetador me aprieta hasta el infinito, y no obstante no sé si lo que me ahoga es su opresión o la sensación de peligro que siempre me acompaña y por causa de ese relato se ha incrementado. Tomaré mis precauciones, haré como hice la última vez, me vestiré de modo diferente al que le he dicho y observaré, eso es, así lo haré.
Vuelvo a abrir el armario y vuelvo a pensar en la escasez e ineficacia de mi vestuario, ¿por qué no me he comprado ya ropa apropiada? Una vez más me juro renovar el guardarropa mientras busco aquello que desde un principio sabía que me pondría. Lo encuentro y mientras comienzo a vestirme, acude a mi cabeza, o quizá a mi corazón, sin mediar llamada previa, la imagen de Holofernes. Un recuerdo que a toda costa quiero extirpar de mi cabeza y sin embargo cada vez se hace más patente, más latente, más persistente.
Definitivamente iré sin sujetador, no soporto su presión, ¿habré engordado? Esta tarde será para mí la primera vez, mi primera cita a ciegas, mi primer acercamiento a un desconocido, mi primera vez...
Alejo mis recuerdos y mis miedos, me armo del coraje de los incautos o del valor de los desahuciados, un poco de maquillaje ocultará esas ojeras que me regalan mis noches de enamorada insomne y quizá también difumine mis nervios, pasarán estos minutos que se me están convirtiendo en horas, más pronto que tarde saldré de casa y ya no seré Judith nunca más, seré la Princesa Encantada, aunque no pienso volver a palacio a la media noche sino mucho más tarde.
Las últimas horas las he ido llenando poco a poco, segundo a segundo, de pequeñas distracciones tratando de alejar de mi mente la incertidumbre, de repente me ha asaltado un torrente de cobardía y ha nacido la posibilidad de olvidarlo todo, me he arrepentido de haber concertado la cita, he pensado en cancelarla con alguna excusa, finalmente un coraje cimentado en la necesidad de superar la soledad me ha arrastrado hasta la puerta de mi casa mucho antes de la hora prevista. Ya no hay vuelta atrás, no hay posibilidad de huir.
Ya estoy preparada, cuando me miro en el espejo de la entrada, que en este caso es de la salida, no preciso la aprobación de mi imagen, busco que el reflejo me instile un poco de forzada valentía. Una guerrera frente a mí me sonríe, mi melena rubia flota libre al viento, cuando me giro con decisión, el portazo a mi espalda me indica que en esta batalla hallaré la victoria o la muerte, al volver, mi cuerpo estará ahíto de amor o mi corazón repleto de derrota.
martes, 8 de octubre de 2013
La noche de San Juan
Me acaba de llegar una crítica sobre mi última novela Judith y Holfernes. Copio y pego el texto de la misma y añado el texto del inicio del capítulo V al cual hace referencia.
Acabo de releer "Judith y Holofernes" . Primero lo leyó mi mujer, que es mejor lectora que yo, y no quiso contarme casi nada hasta que lo leyese; pero sí me dijo que era una obra muy original y que estaba bien escrita: Luego he podido corroborar que sus apreciaciones eran ciertas. Pienso pasárselo a mi hija mayor para que lo lea, pues en su empresa hace proyectos relacionados con el uso de la información a través de las redes sociales.
Acabo de releer "Judith y Holofernes" . Primero lo leyó mi mujer, que es mejor lectora que yo, y no quiso contarme casi nada hasta que lo leyese; pero sí me dijo que era una obra muy original y que estaba bien escrita: Luego he podido corroborar que sus apreciaciones eran ciertas. Pienso pasárselo a mi hija mayor para que lo lea, pues en su empresa hace proyectos relacionados con el uso de la información a través de las redes sociales.
Considero que planteas un tema candente, con una estructura muy original y unos personajes que están tratados con una profundidad psicológica envidiable. Como muestra de lo que acabo de decir y de cierto tono poético que, en numerosas ocasiones se reflejan en lo que escribes, resalto la reflexión que Judith hace en el capitulo V: "La noche de San Juan".
Bueno, Ángel, ya sabes que me gusta leer todo lo que escribes. Inventar historias es descubrir nuevas dimensiones de la vida que nos pueden ayudar a ser un poco más felices; por eso te deseo que sigas disfrutando mientras escribes y nos hagas partícipes de tus sensaciones a través de los personajes que vayas dando a luz.
CAPÍTULO V: La noche de San Juan
Reflexión de Judith
Mientras el agua tibia de la ducha purifica mi piel y disimula el
tímido rodar de unas lágrimas, el silencio abrumador de la casa
emponzoña mi alma.
Y precisamente hoy, la noche que celebramos la llegada del
solsticio de verano, la gran noche del amor, va a ser la primera
noche que estemos separados. Vaya día hemos elegido, la situación
ya era insostenible y hemos decidido que debíamos vivir separados,
cortar nuestra relación. No sé si he sido abandonada o por el
contrario he abandonado yo. Sé que dormiré sola la noche de San
Juan y todas las demás noches de un fututo próximo, sé que nuestro
cariño recién nacido, de repente se nos ha muerto.
En lugar de encender la hoguera de la pasión propia de la noche
de San Juan, en vez de saltar sobre las llamas y después ir a
mojarnos los pies en las aguas del mar para dejarnos mecer por el
oleaje del amor, encenderé la tenue vela de la soledad sin límite
congestionada por mi llanto. En vez de dar mayor fuerza a nuestro sol
lo hemos llevado al ocaso y lo hemos apagado. Siendo el amor un
sentimiento tan bello y necesario ¿cómo es capaz de llegar a
causarnos daño?
Empiezo a sentirme deformada por la pena y vacía, no hay nada, no
hay nadie, sólo yo con mi ansiedad y mi soledad y mi tristeza. La
rabia sale por los poros de mi piel y gotea salpicando el suelo junto
con mis lágrimas. Siento ganas de matar. De nuevo tendré que
coleccionar amaneceres solitarios y percibir el tacto de la ausencia
entre esas sábanas que hasta hace apenas unas horas compartía con
él.
Cuando salgo de la ducha me acaricio con la toalla durante mucho
tiempo, no es simplemente para secarme es para completar la acción
purificadora, tengo sensación de repulsión, trato de eliminar todos
sus restos masculinos de mi persona y empiezo a pensar en cómo
cubrir el vacío que de repente se ha instalado en mi corazón, en mi
casa, en mi vida.
Me siento extraña cuando apenas vestida me siento al ordenador,
quizá lo primero sea cambiarme el nombre, sí, Judith ya no existe,
trataré de encontrar nuevos amigos en la red, una antigua leyenda
acude a mi mente al amparo de esta noche de la llegada del solsticio
del verano, desde hoy seré la Princesa Encantada. Escribo varios
mensajes en diversos foros y Chats y en todos firmo con ese nuevo
nombre de guerra.
Princesa Encantada.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Siempre es Tiempo de Cerezas
Carta de Pedro a su esposa desde el frente soviético.
Capítulo
3º Un amargo despertar
Acto
III El oscuro mensajero de la muerte
Querida
María.
Te
escribo esta carta con la esperanza, con el deseo de que nunca
llegues a leerla. Es por tanto una carta extraña, pues su destino
será, si el final de esta cruel guerra es feliz, ser ignorada. Me
gustaría romperla contigo en el mismo instante de mi vuelta a casa,
en tantos pedazos como días hemos permanecidos separados.¡Ojalá no
haya necesidad de leerla!, pero hoy me veo en la necesidad de
escribir este mensaje, pues aquí, los peligros son muchos y acechan
por doquier, a todas horas. No sabría explicarte en cuantas
ocasiones creí morir, no pude contarlas todas ni quiero ahora
recordarlas, pero el infortunio, el desastre total ha rondado muy
cerca de mí y de mis compañeros, demasiado cerca, demasiadas veces.
El frío intenso y el hambre terrible no son nuestros peores
enemigos, tienen más peligro los tiradores rusos, incluso los
soldados nazis, están locos, se creen una raza superior y fusilan a
sus propios guerreros al menor indicio de cobardía. Y aquí, querida
esposa, en esta guerra brutal, ser cobarde no es malo, es
obligatorio, porque ser medroso puede salvarte la vida. Hay mucho
miedo en el frente, todos lo tenemos dentro aunque algunos no lo
reconocen, ésos tienen doble pánico, el miedo a morir y el miedo a
que alguien se entere de cuánto miedo albergan en su interior. Cada
uno teme a una cosa diferente, yo por ejemplo no temo a la muerte,
pero tengo pánico a morir, tengo miedo a no regresar, a no poder
pisar de nuevo mi tierra, a no volver a ver a mi mujer, a no poder
abrazar más a mis hijos. No tengo miedo a la muerte desconocida sino
a perder lo poquino que tengo. Y sin embargo, si alguna vez te llegan
estas letras, significarán mi muerte. Si esto sucediera, ¡no lo
quiera Dios!, no me llores, no me sufras o no lo hagas por mucho
tiempo, para mí todo habrá terminado, ya no tendré más frío, ni
hambre, ni sueño, ni miedo, ya no habré de trabajar, ni mendigar
desesperadamente un empleo. Si esto ocurriera, ¡no lo quiera Dios!,
preocúpate sólo de ti y los chicos, cógelos un día y vete al
pueblo, algún familiar habrá allí; tus hermanos, mis hermanas,
alguien podrá echar una mano y ayudar a sacar adelante a los
muchachinos. Allí crecerán bien, ya lo verás, corriendo por los
campos verdes entre las amapolas y los granados en flor, espiando el
vuelo de golondrinas vencejos, tórtolas, bañándose en las frías
aguas de los pilones. En Cabezuela serán felices y tú podrás
rehacer tu vida, búscate otro marido, alguien trabajador que te
respete y te quiera. Búscate otro hombre, pero no me olvides, con
eso me bastará, no me olvides. Me angustia la sola idea de no
conocer al pequeño, a mi Pablu, tan sólo pensarlo me vuelve loco,
no sabes cuantas ganas tengo de cogerlo entre mis brazos, ardo en
deseos de abrazar a todos. Si yo faltara, diles a los niños que su
padre les quiso mucho y trabajó cuanto pudo para ellos. Ya debo
dejarte, he de cambiar el lápiz por el fusil, vamos a emprender
camino a una ciudad que los alemanes han decidido atacar, esta noche
hemos de estar allí, dispuestos a luchar, dispuestos a matar o a
morir. No te preocupes por nada, pronto será tiempo de cerezas.
María, por si no puedo decírtelo nunca jamás, ahora te lo escribo.
Te
quiero.
Adiós.
PEDRO.
miércoles, 4 de septiembre de 2013
Fragmento de un sueño.
Al final fue que no, pero no pasa nada, otra vez será. Este cuerpo tiene que salir a flote. Pongo un pequeño fragmento, muy pequeño...
Llego a la pensión ataviada con la quimera de un amor sin concluir o vestida con la contienda del romance concluido antes de tiempo, arropada, en cualquier caso, con el aroma del tópico desenfrenado y con la urgencia del porvenir incierto.
Sé que ellos ya me aguardan abajo en el restaurante; sé que ellos ya me aguardan arriba en la habitación, carne y espíritu, cielo e infierno, ángeles y demonios, sueños y pesadillas. Y en medio, como el jueves, yo, que no sé qué ni quién soy, si es que todavía soy. Un personaje de novela imposible o una escritora de novelas inventora de protagonistas imposibles que tiene dificultad en diferenciar cuál es su verdadera vida y cuál la de sus imposibles personajes.
Dudo entre subir o bajar, entre soñar o recordar. En el término medio está la virtud, me quedo en la media virtud de mi indecisión y voy al baño más cercano a la recepción. Me observo en el espejo, he perdido resplandor, retoco mi restauración con coquetería y una vez difuminado el deterioro sufrido me dirijo con decisión al restaurante.
Y hasta aquí puedo leer que diría Mayra.
jueves, 8 de agosto de 2013
Capítulo XXV: Más allá del espectro
El capítulo XXV de mi novela "El último secreto del Titanic". Homenaje a Morgan Robertson. El título del capítulo es el mismo que el de su segundo libro. Y esta situado el día de su muerte, el 24 de marzo de 1915.
MÁS ALLÁ DEL ESPECTRO
Cuando era pequeño soñaba con el mar. Y ahora frisando la
vejez, con 53 años en las espaldas, con su casi total ceguera y muchos
golpes encajados a lo largo de su vida, volvió a hacerlo, volvió
a soñar el mar y a recordar sus años de marino.
Acariciaba su última novela sin poder apenas leer el título con
sus ojos rotos de cansancio y dolor mientras trataba de recordar si
había tomado ya su medicina, pero lo único que venía continuamente
a su recuerdo era aquel día, ya lejano, el miércoles 10 de abril
de 1912 en el puerto de Southampton, su conversación con el presidente
de la White Star Line y, sobre todo, el posterior encuentro
con el muchacho aquel, el aspirante a escritor a quien regaló su
libro y su pasaje de segunda a un naufragio seguro.
—¿Qué sería de él? —murmuró hablando solo—. ¿Qué habría
sido del joven aprendiz de escritor?
La probabilidad de que se salvara, viendo la lista de supervivientes
y la de desaparecidos, era mínima. Casi con total seguridad podía
asegurar que había fallecido y él, seguía considerándose culpable.
—No recuerdo si he tomado ya la medicina, la tomaré, no vaya
a olvidarlo. —Tomó su medicamento habitual y siguió acariciando
su libro, el último, mientras pensaba en aquel muchacho. Poco más
tarde continuó con su monólogo.
—He sido marinero, joyero, escritor de segunda fila y profeta olvidado…
espero que en esta ocasión, con Más allá del espectro me
hagan más caso que con El hundimiento del Titán. —Hacía ya casi un
año que se había publicado su última obra, nunca mejor dicho lo de
última. Más allá del espectro contaba la historia de una catastrófica
guerra futura, otra de sus vivencias, otro de sus sueños premonitorios
convertido en pesadilla, otra condenada profecía.
—¿Por qué tarde o temprano mis sueños se convierten en realidad?
¿Por qué no le pregunté al muchacho aspirante a escritor su
nombre? Así podría buscarlo en la lista de supervivientes, ¿por qué
no recuerdo si ya me he tomado o no la puñetera medicina?
Esta vez no pensaba hacer nada, él había cumplido su obligación
escribiendo la novela con los últimos reductos de visión de sus retinas,
si el mundo no la leía, o no la sabía interpretar, ya no era su
problema.
—En esta ocasión no haré nada, no gastaré mi dinero en viajes,
tampoco mi vista, o la ausencia de ella, me permiten hacer alardes,
pero sobre todo no enviaré a ningún joven iluso a la guerra, no enviaré
a ningún escritor a la muerte.
Narraba en su libro un episodio impensable, imposible, una guerra
entre dos superpotencias, entre Estados Unidos y Japón. Uno
de los capítulos, precisamente el inspirado en un sueño que, una
noche de delirio, vivió con más contundencia y le dio más sensación
de pesadilla real, describía un ataque sorpresa y a traición de
la armada japonesa contra posiciones enemigas, en esa batalla perecían
2500 personas. En esa obra Morgan había profetizado sin saberlo,
el ataque japonés a la base de Pearl Harbor y el desenlace de
la segunda guerra mundial.
—¿Por qué a pesar de ser prácticamente ciego puedo ver el futuro
y en cambio no soy capaz de recordar si ya he tomado la medicina?
¿Dónde la habré puesto? Ya casi es hora de irse a dormir.
Esa misma noche un camarero del hotel donde se hospedaba lo
encontró tirado en el suelo cerca de su cama. Morgan Robertson
murió de una sobredosis de protiodide, un medicamento basado
en una composición de mercurio que se usaba para tratar enfermedades
renales. La sobredosis fue, muy posiblemente, un acto involuntario
producido por él mismo al tomar su medicina varias veces
por descuido.
Descartados suicidio y asesinato, su último capítulo fue escrito
entre tinieblas, con letras imprudentes de mercurio.
martes, 30 de julio de 2013
Capítulo III: La primera semana
La primera semana
La primera semana pasó rápida y fugaz, su relación fue intensa en grado superlativo, había comenzado apoyada en la débil plataforma del sexo y el deseo, se había elevado desde la raíz de la belleza exterior de ambos y se abría camino cual rascacielos en pos de metas más ambiciosas. En busca del cielo.
La puerta de la casa se cerró a su espalda y en lugar de ser el estruendo del portazo la caída del telón pareció ser el pistoletazo de salida. Eran más de besos que de palabras, no obstante aquel día Judith tenía ganas de hablar.
- Espera por favor, espera un momento- dijo apartando a Holofernes de su cuerpo ligeramente y sin demasiada convicción.
- ¿Esperar? Llevo todo el día esperándote, te parece poca tortura, tengo hambre de ti.
- Vale- adujo sonriendo halagada-, pero espera un poco quiero que antes de... comer, hablemos.
- Está bien- respondió confuso y un tanto compungido. Holofernes pertenecía a ese multitudinario grupo de hombres cuya creencia primordial era que cuando una mujer te dice, tenemos que hablar, el hombre tiene un problema grave, algo ha hecho mal y van a recriminárselo o incluso lo ha estropeado todo y van a dejarlo.
<< Por favor que no me diga esa frase tan ridícula: necesitamos darnos un tiempo para pensar>> pensó.
Y aunque Holofernes estuviera en lo cierto pensando así y generalizando sobre el modo de actuar del sexo femenino, de lo que no cabía ninguna duda era del hecho palpable de que Judith, no era como el resto de las mujeres de este mundo, ella era diferente, especial... Judith.
- Te has quedado muy serio- afirmó Judith utilizando el arma de su preciosa sonrisa para tratar de insuflar un ápice de calor en la gélida atmósfera que de repente había aparecido-. No tengas miedo, la conversación no será muy extensa.
- No puedo evitarlo, es temor a lo desconocido, creo que es la primera vez que me siento a hablar contigo, me encontraría más cómodo si la conversación fuera por correo electrónico, o en el Chat- adujo medio en broma medio en serio.
- Hasta este instante no me has parecido un cobarde y de repente ahora quieres ocultarte detrás de una pantalla de ordenador.
- No soy cobarde, pero si tengo miedo de una cosa, de perderte.
- No me perderás si no quieres perderme.
- Mira Judith, yo no sé de qué quieres hablarme pero sé que no soportaría estar lejos de ti, estoy todavía descubriéndote y ya sé que toda mi vida eres tú.
- Pues precisamente de eso es de lo que quiero hablarte, ¿no te das cuenta? Nos llamamos con los seudónimos Judith y Holofernes ignorando nuestros verdaderos nombres, ¿qué futuro nos aguarda si no conocemos del otro ni lo más elemental? ¿Qué vamos a compartir? Solamente el lecho y la pasión que es una pertenencia cuya tendencia es a disminuir con el tiempo. ¿Estaremos toda nuestra relación haciendo el amor como animales sin compartir más sentimientos?
- No entiendo lo que intentas decir ¿acaso quieres hacer planes de futuro tras sólo una semana de relación?
- No, no pretendo hacer planes de futuro, ni estoy pensando en boda, ni nada similar. Pretendo saber si hay algo más que atracción física entre nosotros, si también hay o puede haber amor, no son planes de futuro es la simple necesidad de saber si existe ese futuro.- Ante la falta de respuesta de Holofernes tuvo que ser Judith quien de nuevo tomara la palabra-, no estoy segura pero… creo que estoy enamorada de ti.
- Pues si ésa es toda tu preocupación olvídala- dijo Holofernes relajando los músculos tensos de su cuerpo-, yo también te quiero, aunque nuestra relación está recién comenzada y es un poco pronto para poder decirlo con rotundidad y garantías, no obstante, ya eres muy especial para mí.
- Pues me alegran tus palabras y ahora soy yo la cobarde, tengo miedo, hemos ido muy deprisa en nuestra relación, apenas hace una semana que nos conocemos y parece que llevamos juntos toda una vida y sin embargo no sabemos nada el uno del otro, está todo por descubrir.
- Si te refieres a nuestros nombres verdaderos no es importante, no lo es para mí, en mi corazón tú siempre serás Judith, mi amada Judith.
- No, no son sólo los nombres, ese detalle lo entiendo como un juego,- se sonrieron y se tomaron de las manos, éstas siguieron juntas aunque las sonrisas menguaron-, no sabemos nada de nuestras familias, ni de nuestros pasados…
- El día que te conocí desapareció mi pasado y el tuyo nunca existió, ahora sólo tengo presente, un presente feliz a tu lado y yo diría, después de nuestra conversación de hoy, que tenemos un amplio futuro juntos; esa era la incógnita al inicio de la conversación, ya la hemos resuelto, ¿por qué preocuparnos de algo que ya no podemos cambiar?
Tras todas aquellas palabras que sin ser muchas eran todas, pues podía decirse que fue la primera vez que hablaron, se fundieron en un abrazo y en esta ocasión había más cariño que pasión en el contacto. Judith quedó satisfecha por la reacción y las respuestas de su amado, Holofernes, emocionado e ilusionado por sentirse, no simplemente amante sino también amado, y sin embargo ambos sentían ya la pequeña punzada del temor a perder lo adorado.
Del sexo al amor hay apenas un paso, del amor apasionado a la lacerante sospecha de los celos, apenas un pequeño salto.
lunes, 22 de julio de 2013
CAPÍTULO III: La primera semana. Reflexión de Judith
http://www.amazon.es/Libros/s?ie=UTF8&field-author=Angel%20Utrillas%20Novella&page=1&rh=n%3A599364031%2Cp_27%3AAngel%20Utrillas%20Novella
CAPÍTULO III: La primera semana
Reflexión de Judith
No sé qué me está pasando en esta ocasión, no me reconozco, no soy yo, parece que una magia negra me ha hechizado y quizá sea simplemente el bermejo conjuro del deseo. Apenas llevamos juntos una semana y a pesar de no conocer nuestros nombres parece que nos conocemos de toda la vida. A excepción de nuestra jornada laboral estamos juntos a todas horas y apenas hablamos, hacemos el amor tantas veces como nos apetece y se podría decir con poco margen de error que nos apetece a todas horas, a cada minuto. Los primeros días han sido muy intensos, demasiado intensos. Aún no puedo creer que, al segundo día de conocerlo, acabara en la cama con él. Yo nunca he sentido tanta atracción por nadie por muy apuesto que fuera. Nunca he tenido un amante tan especial, no es demasiado apasionado, ni tampoco demasiado romántico, tiene justo esa mezcla que me vuelve loca y me hechiza, esa mezcla perfecta que quizá...quizá…no debería pero tal vez… me enamore.
Las primeras veces, los primeros días, fue sólo excitación, simplemente sexo, pero del sexo al amor hay apenas un paso y creo que yo ya lo he caminado y he cubierto esa breve distancia de una amplia zancada. Ansío durante todo el día que llegue la hora de reunirme con él, en el trabajo a veces me sorprendo mirando al infinito y divisando su imagen, se me caen los libros, me hablan los usuarios de las instalaciones, me preguntan por tal o cual autor y no acierto a responderles de forma correcta donde está la estantería buscada. Las noches las paso enroscada en su cintura, aferrada a su pecho, sin dormir, sólo amando y siendo amada. Nunca hubiera imaginado el torrente de pasión que una cita nacida en Internet iba a generar, estoy asustada, por primera vez tengo la impresión de estar poniendo más en la balanza que mi pareja, por primera vez tengo miedo a no estar a la altura o a caerme desde esa situación tan elevada y romperme el corazón con el impacto.
Llevo dos días pensándolo, me ha dedicado una canción titulada morir de amor, puede ser su forma de declararse, un mensaje subliminal, ¿qué es morir de amor? Es quedarme sin tu luz, es perderte en un momento.
Ya estoy decidida, de hoy no pasa, esta noche no nos vamos a la cama hasta que no resuelva mis incógnitas, se lo plantearé de forma directa, ¿Cuáles son tus sentimientos? ¿Cuáles son tus intenciones con respecto a nuestra relación? ¿Me quieres o solamente me deseas?
Sí, eso es y así será, sin rodeos, y sea cual sea su respuesta, sea satisfactoria o decepcionante, después incendiaremos de nuevo la seda de nuestra alcoba. Ése es nuestro destino, quemarnos, apurar la combustión hasta el límite, extinguir el incendio y de inmediato resurgir en las cenizas aún humeantes y, volver a provocar las llamas y quemarnos y, apurar la combustión hasta el límite y resurgir de los rescoldos una y otra vez, una y otra vez... y otra.
Fragmento de mi novela Judith y Holofernes.
http://www.amazon.es/Libros/s?ie=UTF8&field-author=Angel%20Utrillas%20Novella&page=1&rh=n%3A599364031%2Cp_27%3AAngel%20Utrillas%20Novella
lunes, 15 de julio de 2013
Final del capítulo II: El segundo encuentro
El segundo encuentro
Los dos llegaron al lugar de su encuentro antes de que se cumpliera la hora acordada para la cita y con un margen entre la presencia de uno y la llegada del otro de apenas unos segundos, hasta en eso parecían estar de acuerdo.
El abrazo que precedió al primer beso evidenció pasión sin límite, la ausencia de palabras, que continuaba siendo lo habitual, evidenciaba la necesidad de continuar besándose, en verdad iniciaron su segunda reunión tal como habían planeado, en el punto preciso donde habían dejado la primera y eso había sido ayer, tan solo ayer, apenas unas horas atrás.
Enseguida se dieron cuenta de que el escenario donde se encontraban, en medio de la calle, no era el más idóneo para aquél diálogo amatorio carente de palabras, además hoy sabían, aunque no lo hubieran comentado ni previsto, que acabarían dando rienda suelta a su deseo.
Las sombras de sus cuerpos se fundieron en una sola mientras recorrieron el breve camino que les separaba del hogar más cercano y que no obstante tardaron una eternidad en recorrer. Con la pausa del que no tiene prisa se besaron en cada baldosa, se miraron sin rozarse, se rozaron sin mirarse, se besaron sin dejar de besarse. Los semáforos cambiaban de color varias veces antes de que su excitada pasión les permitiera darse cuenta de que el paso estaba abierto y podían cruzar a la otra acera. Escandalizaron a viandantes tanto hombres como mujeres, a conductores, tanto veteranos como noveles, e incluso a los taxistas que ya es difícil que se excandezcan.
Cuando por fin llegaron a un portal sus manos ya recorrían, sin ningún pudor y con ansioso apetito, pieles tibias bajo intimas ropas ajenas. Y si en la calle su actuación rozó el escándalo, en el ascensor su zozobra fue verdaderamente indecente y tanto tiempo tuvieron el elevador en usufructo que al final un vecino impaciente acertó a pulsar el botón en el instante preciso requiriéndolo a su puerta, con tan mala suerte para los fervorosos amantes que se trataba de Martín Preciado, un sacerdote que se alojaba en régimen de alquiler en el tercero C. Sus zapatos limpios y su alzacuellos níveo contrastaron con su mirada sucia cuando clavó sus pupilas en los pechos grandes y turgentes que a Judith no le había dado tiempo de ocultar, los pezones sonrosados y erectos apuntaron directamente a sus celestiales pupilas y por ello no pasaron desapercibidos, ni tampoco cierta prenda de encajes que el hombre desconocido llevaba en la mano y que le hizo mirar, y pensar, y quizá atisbar, imaginar por descarte, que entre la mini falda y la piel había ausencia de lencería. Las risas de los jóvenes fueron tan incontenibles como su lujuria y también como la furia del cura vecino, quien amparado en el anonimato de una caja de ascensor vacía, descargó su puño diestro e irascible contra la puerta y si hubiera podido hubiese enviado la furia divina contra los desvergonzados pecadores.
- No sé a dónde vamos a llegar, ¡qué tiempos!- protestó en voz alta el malhumorado religioso.
- Hemos enfadado al cura- dijo Judith más preocupada por la condición de vecindad de su vecino que por la del sacerdocio del sacerdote.
- Lo que hemos, o mejor dicho has..., lo que has hecho es ponerlo cachondo.
- ¿Y tú, cómo estás o cómo te he puesto a ti?
- Yo estoy loco por ti, fuera de mí desde que te conozco, eres una droga y yo soy adicto a ti desde la primera vez que te vi y te probé.
No llegaron vestidos a la habitación, bueno para ser sinceros no llegaron a la habitación, fue el pasillo el escenario donde se celebró el primer asalto de su primer combate. Un escalofrío recorrió sus cuerpos cuando se convirtieron en solamente uno, desarmados, cautivos de las garras del amor y del deseo hasta que, el estallido del relámpago culminó la primera tormenta. Escampó brevemente y, no tardó en suceder a una leve calma, una nueva tempestad. Desabrocharon sus pieles para llenarlas de caricias mudas y besos ardientes, cobijados, en esta ocasión sí, entre la suave caricia de las sábanas. Y los dedos se deslizaron entre vientres y cinturas y alcanzaron, empujados por un mar embravecido, parajes fantásticos y desconocidos donde se percibían sensuales melodías apenas susurradas y sin embargo, perfectamente audibles.
Derrotados, exhaustos, reposaron el tiempo imprescindible hasta que, de nuevo…
Las manos vadean la corriente, se aferran a los pechos tibios, saboreando más despacio el exquisito tacto, degustando con tiempo, sin urgencias, con más deleite y mayor placer, cada bocado, deseando y a la vez temiendo saciar por completo el apetito. Pronto caería sobre la ciudad el negro terciopelo de la noche, sin embargo a ellos la virtud del descanso, que no la de los sueños, se les negaría, el amanecer les sorprendería henchidos de amor, ahítos de sexo y sin embargo, deseosos del voluptuoso horizonte de la próxima noche, del ya anhelado horizonte de la próxima noche juntos.
Aquí se puede adquirir la novela. En papel por 4,93 euros y en Kindel 1,03 euros.
http://www.amazon.es/s?_encoding=UTF8&field-author=%C3%81ngel%20Utrillas%20Novella&search-alias=stripbooks
martes, 9 de julio de 2013
Capítulo II: El segundo encuentro.
Os dejo el inicio del capítulo segundo con una reflexión de Holofernes.
CAPÍTULO II: El segundo encuentro
Reflexión de Holofernes
Cierro los ojos y veo su imagen. Aprieto los párpados cuan fuerte puedo para tratar de ahuyentarla y la percibo con más claridad, su perfecta silueta de mujer diez se recorta nítida en la oscuridad de mi mente, de mi alma, de mi vida. Aprieto los dedos contra la palma de las manos hasta casi hacerlas sangrar y no consigo que se me caiga su tacto, tengo su piel adherida a mi piel, tengo sus besos prendidos de mis labios, su aroma en mi corazón y ni puedo ni quiero desprenderme de todas sus reminiscencias.
Lo de ayer fue fantástico, ni en mis mejores sueños podía imaginar tanta belleza ni tanta pasión. Mientras suena en la radio la canción que le he dedicado, recuerdo sus caricias y las mías, recuerdo sus gemidos y mis anhelos, resucito cada suspiro, cada roce y cada mirada y me duele el tiempo que falta hasta nuestro próximo encuentro.
Insistió. Convencida me convenció de que era demasiado para una primera cita y a mí, que el deseo me desbordaba, todo me parecía poco. Está claro, Judith no es mujer de acabar entre sábanas nada más conocerte, pero yo sí soy de ese tipo de hombres, yo hubiera ido con ella a su casa, a la mía, a una isla desierta, al fin del mundo e incluso un poco más allá y sin embargo ella me pidió paciencia, me pidió lo único que no soy capaz de darle. Quedamos en volver a encontrarnos hoy, al atardecer, y empezar nuestro encuentro en el mismo punto en que ayer nos quedamos. Al borde del abismo, en las primeras llamas de la ignición, a un paso de la lascivia y del éxtasis, a un milímetro del desenfreno absoluto y disoluto.
No sé apenas nada de ella, ignoro su verdadero nombre y no me importa, no quiero saberlo, a decir verdad prefiero llamarla siempre Judith, simplemente Judith, entre nosotros no van a hacer falta nombres, ni palabras, ¿para qué perder el tiempo en preámbulos? Somos mar de pasión, oleaje furioso que no deja de embestir contra el ser amado, somos pura adrenalina.
Sólo tengo una duda que me ronda la cabeza sin llegar a inquietarme, no sé si la canción que le he dedicado es la correcta. Morir de amor es un título demasiado sugestivo y tal vez no sea el adecuado para nuestra relación, me parece incorrecto, pero prefiero llamarle amor en vez de llamarle sexo, es la misma situación que se me plantea con ella, prefiero llamarle Judith e ignorar su nombre, a lo nuestro le llamaremos amor aunque lo que nos mueve tanto a uno como a otro es puramente atracción física.
Morir de amor sin saber si todo lo que he dado te llegó a tiempo, morir de amor y no morir solo en desamor. Morir de amor sin tener un nombre que decirle al viento.
- Judith - digo en dirección al viento con una mueca bobalicona de felicidad y de triunfo en mis labios por tener un nombre que decirle.
- Yo sí tengo un nombre que decirte.
martes, 2 de julio de 2013
El encuentro fin del capítulo I
Así continua el capítulo I de mi nueva novela Judith y Holofernes.
Ya está completo.
Aquí podéis adquirir la obra si os parece.
El encuentro
Una rosa en el
ojal de la chaqueta brillaba y daba un toque carmesí sobre el azul cobalto de
su traje, Holofernes, entró al local vestido
del modo que habían acordado y a la hora que habían convenido. Sus ojos
tardaron pocos segundos en acostumbrarse a la penumbra del recinto y una vez conseguido el enfoque correcto, buscó a una
chica alta, de larga melena rubia, vestida con traje blanco y con una orquídea
en el escote. La buscó sin lograr encontrarla, había una sola mujer rubia en el
local, era muy alta, pero con el pelo recogido y ataviada con chaqueta y
pantalón de cuero negro, como si de una motorista se tratara, ésa no era ella,
Judith no estaba. Empezó a pensar que todo fue un engaño, un sueño, comenzó a
presentir que ella ya no vendría.
Pasó el tiempo, los segundos dolían y los minutos caían como losas que
sentenciaban su fracaso, como toneladas de reproches que manifestaban su
ingenuidad. Se sentía ridículo luciendo una flor roja en el ojal en aquel
sitio, en aquellos tiempos. Rosa de fuego que ardía de rabia y de vergüenza,
tan cercana a su corazón, tan lejos de su cerebro. Empezó a pensar en que quizá
fuera el momento oportuno de retirarse, una retirada a tiempo suele ser una
victoria.
- Me voy a ir yendo ya- pensó dando un sorbo a su bebida intacta, era una
frase utilizada para advertir que se iba, aunque no era todavía inminente su
marcha. Decisión tomada y postergada.
- Me voy a ir yendo- murmuró para sí mismo consultando por enésima
ocasión su reloj y sabiendo que sí, que había decidido irse pero que se daba un
pequeño margen, aún.
- Me voy a ir- pensó, pensando que le quedaban pocos segundos para
pensarlo mejor.
- Me voy- pronunció las dos palabras mientras dejaba un billete sobre la
barra, esa sí era la frase definitiva, el reconocimiento del error y el inicio
de la retirada.
Caminando hacia la puerta, arrancó de cuajo, con la furia decepcionada
del enamorado plantado, la rosa de su solapa y, no había alcanzado la calle
todavía cuando la motorista alta y rubia se cruzó en su camino convirtiéndose
en un obstáculo e impidiéndole continuar avanzando.
Con un gesto rápido y certero, la mujer, liberó su melena del objeto punzante
que la mantenía recogida en un rodete; las guedejas rubias flotaron sobre su
rostro mientras decía...
- ¿Eres Holofernes verdad? Yo soy Judith.
Se quedó sin habla, no era una chica guapa quien le hablaba, era una
mujer preciosa la que estaba frente a él, decía ser Judith aunque no llevaba la
indumentaria acordada. La miraba atónito sin apenas pestañear y una sonrisa
comenzaba a atenuar la dureza anterior de su rostro.
- Disculpa, no estoy vestida como te dije que vendría, no me atreví a
salir de casa con un vestido blanco y una orquídea en el escote, me dio
vergüenza.
Seguía sin poder hablar, todavía albergaba dudas, pero tenía que ser
ella, si no lo fuera no podía tener aquella información.
- Me alegro de que la timidez me venciera y me obligara a cambiar mi
vestimenta; de este modo he podido observarte durante unos minutos con
tranquilidad, es peligroso contactar con personas desconocidas a través de la
red, ¿sabes? Ahora pienso que ha merecido la pena venir.
- ¿Creías que era un psicópata?- consiguió por fin hablar cuando una leve
indignación sucedió a la sorpresa.
Judith respiró hondo, llenó de aire sus pulmones y sus ampulosos senos
hicieron lo propio con su escote, luego espiró y exhibió una encantadora
sonrisa que realzaba su natural belleza, aquel gesto seductor fue toda su
respuesta.
- Tal vez lo sea, un psicópata, un pervertido o incluso ambas cosas.
- No me lo pareces, no cumples con el perfil, así pues, correré el
riesgo.
Pasaron juntos una tarde muy agradable haciendo añicos el famoso mito de
que lo que mal empieza mal acaba. En primer lugar hablaron de sus respectivos
trabajos, él era empleado de una empresa de seguridad privada.
- ¿Segurata?- preguntó ella sorprendida.
- No me lo digas, puedo adivinarlo, no cumplo con el perfil. Quizá vuelvas
a plantearte la situación y me veas como un psicópata.
- Pues no, la verdad es que no cumples con el perfil de segurata.
- Preferiría que me consideraras vigilante de seguridad.
Ella trabajaba en la biblioteca municipal.
- ¿Librera?
- ¿Tampoco yo me ciño al perfil establecido?- interrogó tras su
encantadora sonrisa.
- No sé, hubiera apostado por cualquier otra profesión, no pareces
librera.
- Preferiría que me consideraras bibliotecaria.
Después avanzaron en el más resbaladizo terreno de su intimidad y
hablaron sin ambages de su actual situación sentimental.
- ¿Tienes novio?
- No, estoy sola y libre como un pájaro, he conocido a varios hombres
pero todos buscan lo mismo en mí.
- No me digas más, ya sé qué buscan en ti, te quieren por tu dinero-
bromeó Holofernes al tiempo que con sus manos dibujaba en el aire una silueta
de mujer que se adaptaba a la perfección con la perfección de las curvas de la
joven.
- Exacto, lo has acertado- dijo entre risas Judith-. Y tú ¿tienes novia?
- No, estoy solo y libre como un taxi, me he enamorado un par de veces
pero no eran las personas adecuadas, cuando descubrieron que carecía por
completo de fortuna se marcharon, así que... borrón y cuenta nueva.
Algunas copas y muchas confesiones más tarde, él la acompañó a su casa,
fue muy larga la despedida en el portal, durante mucho tiempo se abrazaron, se
besaron, se acariciaron como dos adolescentes enamorados, incendiados de pasión a duras penas reprimida. Su primera
cita casi terminó en el lecho, prendados, embriagados, al borde del acantilado
del amor y su inherente locura de lujuria, se quedaron.
Cuando
por fin se separaron parecía como si se conocieran de toda la vida y sin
embargo seguían siendo Judith y Holofernes, no conocían sus verdaderos nombres
y era ese detalle lo que menos les importaba en aquellos instantes. Esa noche
apenas pudieron dormir, quemado el uno por el recuerdo y el hechizo y la
ausencia y la necesidad del otro, y el otro incendiado por el recuerdo y el
hechizo y la ausencia y la necesidad del uno.
Al día siguiente él dedicó una canción en el programa de
radio favorito de ella junto con un mensaje personal.
Judith, quiero ser tu Holofernes.
El rostro de Judith se iluminó con la preciosa sonrisa que
acentuaba su hermosura, mientras sonaban los primeros acordes de una antigua
canción, “Morir de amor”, empezando entonces, lo que hoy acaba de acabar para
siempre.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)