martes, 31 de diciembre de 2013

Dos vidas

En la nochevieja del año 1999, durante mi jornada laboral, escribí este relato que forma parte de mi libro Recuerdos de lluvia y Cierzo. Para todos los que han trabajado esta noche mágica. En el relato hay menos ficción de lo que parece a simple vista. Se titula... DOS VIDAS
LLueve. Es el último día del año, Nochevieja, y llueve. Esta circunstancia meteorológica es debida sin lugar a dudas a un error de la naturaleza. ¡Craso error!, lo tradicionalmente correcto, lo románticamente perfecto, lo típicamente navideño es la nieve y no la lluvia. En fecha tan señalada he estudiado mientras mi familia descansaba, ahora, recogidos los libros, estoy disponiendo lo necesario para iniciar mi jornada laboral. Sí, han leído bien, preparándome para mi jornada laboral, en vez de elaborando aperitivos, cocinando un guiso exquisito con la receta secreta de la abuela, o contando las uvas como sería lo tradicionalmente perfecto, románticamente correcto y apropiadamente navideño. Compruebo por enésima vez si llevo en mi mochila la cena, agrego al equipaje los apuntes, por si tengo ganas de repasar lo estudiado esta tarde, y con hastío, me cercioro del perfecto estado del uniforme. Soy vigilante de seguridad, ¡maldita profesión! Obliga a muchos trabajadores a abandonar a sus seres queridos en fechas tan entrañables. Estos días recuerdo mi ingreso en el sector, algo temporal, mientras aprobaba las oposiciones, un año, dos a lo sumo, tres como colmo de mala suerte. Pero el campo dejó de ser orégano y fue tornándose légamo, arenas movedizas succionándome contumaces, cuanto más me esforzaba en escapar de la absorción, más me arrastraban y me hundían. Me decidí por esta profesión por perentoria necesidad económica y porque me permitía estudiar. Opositaba a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Trabajaba de noche, iba a clase por la tarde y dormía por la mañana. Los días libres entrenaba para las pruebas físicas. Era una vida dura, pero la sobrellevábamos, éramos jóvenes. Hablo en plural y no es por error, sino por Raquel, mi mujer, que también opositaba y sufría además las consecuencias de mis extraños horarios. La situación se tornó más complicada aún cuando nació el niño. El tiempo que el recién nacido demandaba, lo restábamos al descanso y a los estudios. Afortunadamente el bebé vino con un pan debajo del brazo, y Raquel aprobó las oposiciones de Magisterio. La situación no era igual de propicia para mí, si no suspendía el examen teórico, era el físico, y si no, la entrevista o el reconocimiento médico. El punto culminante de mi eterna mala suerte llegó en una de las convocatorias de acceso a la Guardia Civil. ¡Aprobé! El día de ingreso en la academia me notificaron que tenía antecedentes penales, derivados de mi profesión, no me crean un delincuente peligroso o un proscrito de la justicia. Quedaba excluido de las pruebas, aquella situación me impedía el acceso al cuerpo hasta que no prescribieran los antecedentes penales, y por aquel entonces yo ya habría cumplido los treinta y un años, edad máxima para acceder a la Institución. Así comenzó un largo navegar a la deriva por diferentes oposiciones con adversos resultados: Agentes judiciales, celadores, auxiliar de correos... Hoy me dedico principal y casi exclusivamente a las de justicia, han pasado doce años opositando y diez trabajando en la seguridad privada, sector al cual solo quería dedicar dos o tres años de mi vida. En varios de los años transcurridos he tenido servicio las noches de Nochebuena, Nochevieja, Año Nuevo, Reyes. Hoy, por cuarta vez en mi vida, despediré el año trabajando, de nuevo tendré la mala suerte de tomar las uvas de la suerte en mi trabajo, y serias dudas me asaltan sobre si es mala o buena mi suerte, pues ocasiones hubo en las cuales escuché las doce campanadas bajo la triste sombra del desempleo y fue peor experiencia. Me asomo a la ventana, lluvia persistente al otro lado del cristal produciendo barro en las calles y el lodo de la depresión en mi corazón. Si por lo menos nevara, la nieve con su manto blanco inmaculado daría un tinte mágico, luminoso, un ápice de esperanza. Ha llegado la hora, me despido, compungido pero disimulando mis sentimientos, de mi mujer y mi hijo. —Hasta el año que viene —digo esbozando una sonrisa forzada. Ya en la calle vuelvo inexorablemente la vista atrás, dos rostros sonríen en la ventana, el niño aplasta su naricita contra el húmedo cristal, agitan ambos sus manos como despedida, yo también levanto la mano y murmuro un adiós ahogado por la lluvia, perdido en el viento. El tráfico es denso, pesado, hay muchos vehículos en la carretera y el temporal dificulta la conducción. Se percibe euforia y prisa en el ambiente, algunos conductores han bebido ya demasiado. El trayecto es un riesgo inherente al trabajo esta noche, un riesgo no retribuido con plus de peligrosidad. Cruzo los semáforos con precaución superlativa aunque estén en verde, cerciorándome de que es respetado el color encarnado por quienes circulan en otras direcciones. Esta vez, sin que sirva de precedente, me siento aliviado de llegar al trabajo. También por una vez y ¡ojala sirva de precedente!, encuentro aparcamiento cerca, detrás del edificio donde hoy me toca turno, apenas deberé caminar unos metros bajo la pertinaz lluvia acompañada ahora de un frío viento del norte que traspasa hasta los tuétanos. El compañero a quien debo relevar me espera como al santo advenimiento, es lógico, está deseando marcharse para cenar con su familia y ya considera suficiente mala fortuna venir mañana, día de Año Nuevo, a las siete de la mañana. Tras un breve saludo me comunica las novedades y se cambia de ropa con inusitada rapidez. —Compañero, feliz salida y entrada, pasa la noche lo mejor posible, es una orden. —Gracias —contesto escuetamente intentando en vano bosquejar una sonrisa. —No pareces muy animado, ¿te ocurre algo? —No, nada grave, estoy un poco alicaído; hasta hoy nunca me había afectado tanto trabajar en Navidad, Nochebuena o Nochevieja, pero este año, la verdad, me ha deprimido, será la edad que no perdona, o la mala racha que atravieso y no termina de terminar, no sé, quizá sea la maldita lluvia que me vuelve loco, pero no temas, se me pasará enseguida. —Ya sabes, es cuestión de mentalizarse, piensa en esta noche como una más, una noche como tantas otras noches de servicio. —Sí lo sé, venga márchate, no pierdas más tiempo, y sobre todo no hagas esperar a tu familia, a buen seguro están ya reunidos alrededor de la mesa. Me quedo solo, las primeras horas transcurren rápidas, hay trabajo pendiente y no existe tiempo para pensar. Es a la hora de la cena, conforme se aproxima el mágico momento de la medianoche, cuando la nostalgia me invade. Falta media hora para la llegada del nuevo año, maldigo, con un vocabulario soez que ignoraba conocer, a la gente que transita por la calle en lugar de permanecer en casa en agradable y familiar velada. Intento distraerme. Comienzo a dibujar dígitos, calculo el salario correspondiente al servicio de esta noche especial. El resultado es patético, me deprimo más todavía, ¿esto a cambio de doce horas de trabajo nocturno en Fin de Año? Vienen a mi memoria las palabras de un compañero, en una ocasión me dijo: «En estas fechas solo trabajan los vigilantes y las prostitutas, somos los trabajadores más desgraciados y peor remunerados». Intento de nuevo distraerme, ahora trato de animarme recordando profesionales obligados a prestar servicio en esta notable fecha: médicos, bomberos, policías, militares, camareros... la lista es larga, ya se sabe, mal de muchos consuelo de tontos. Mas yo no hallo consuelo, para mí, mal de muchos es una epidemia, no un alivio. Estos otros trabajadores tienen, aparte de un mejor consuelo económico, la presencia de otros compañeros, lo cual hace más llevadero y ameno su servicio, en cambio un vigilante está solo, solo con su neurastenia, a solas con la lluvia y su inherente bahorrina. Ya suenan los cuatro cuartos, a continuación, lacónicas, doce campanadas, y, ya llegó, ¡feliz año nuevo! Alzo mi vaso de plástico y brindo en soledad deseando felicidad y próspero año a las paredes grises deficientemente iluminadas por una vetusta bombilla. Llueve en mi corazón. Y suena el teléfono. Familiares, amigos y compañeros derraman una lluvia de felicitaciones deseándome que lo pase lo mejor posible: «Feliz año, chaval, mentalízate, se trata de una noche más, un servicio como otro cualquiera». Eso dicen todos, como si fuera sencillo convencerte de la normalidad de una noche en la cual todo el mundo te llama y te recuerda el carácter especial de aquella. Aún así agradezco de corazón las llamadas, añoro otras que no se produjeron, mis jefes, pobres homúnculos ahítos de inepcia, demasiado encumbrados en su pedestal, no se acordaron del intonso peón de brega. Gracias a cuantos de mí se acordaron, pero por favor ¡BASTA YA! Dejo el teléfono descolgado, no quiero hablar con nadie más. ¡BASTA YA! De repente, sin pensarlo, en un acto reflejo y no exento de ira, desenfundo el revolver del 38 especial de 4 pulgadas marca Llama, apoyo el frío metal sobre mi frente con un par... de corazones, y la sangre golpeándome con furia las sienes. DECEPCIÓN. Esperaba un sentimiento de excitación, o de poder, o un sudor gélido recorriendo mi espalda y estremeciendo mi cuerpo, o un lacerante pánico obligándome a tirar el arma, temblando, rompiendo a llorar amargamente desconsolado, abatido... Nada de eso ha sucedido, ni siquiera tengo miedo, solo me siento ridículo, y no sé si es por el sentimiento que no se ha producido o decepcionado de mí mismo. Mi dedo índice comienza a presionar el disparador, muy despacito, gustándose, recreándome en la suerte. Ya estoy viendo los titulares de todos los periódicos, ya puedo leer sus frases sensacionalistas: «Vigilante de seguridad se suicida durante la prestación de su servicio en la noche de Fin de Año, se pega un tiro con su revolver reglamentario y se salta la tapa de los sesos...». Estas y otras palabras del mismo estilo aumentarán la mala prensa que ya tenemos en nuestra profesión. Ya puedo percibir los ecos de las protestas de nuestros detractores: «¡Retirada de armas, no son profesionales!», eso dirán, ¡cuán fácil es hacer leña del árbol caído! Más allá están los otros, también puedo verlos, los hipócritas. Veo a mi jefe entre ellos, ese que no se acordó de felicitarme en esta noche entrañable ni de darme su apoyo, ahí está, en lugar prominente, recordando a todos lo buen muchacho que yo era. Él, incapaz de soportarme en vida, me adula ahora sin remilgos y con voz quebrada. Siento náuseas. Pulso con firmeza el disparador hasta el final, el martillo retrocede, el tambor gira, se aproxima la detonación, el martillo golpea el percutor y... ¡CLIK! Algo ha fallado. ¿Qué ha fallado? Un tímido ¡clik!, en lugar de un estruendoso ¡BANG!, ¿por qué? Abro el cilindro, reviso el revolver con urgencia febril y descubro el error. Sonrío. No recordaba mi vieja costumbre, al entrar de servicio quito el primer cartucho de la munición del cilindro, dejando vacío el primer espacio del cargador, por eso no salió el disparo. Adquirí la costumbre el primer día de trabajo, cuando vi efectuar la operación al jefe de equipo del peligroso y conflictivo centro donde me destinaron de novato. La empresa se regía por el lema: los novatos, al sitio más arriesgado, aprenderán de golpe y a golpes. Aquel jefe de equipo de antaño, ahora amigo inseparable, me explicó: —Yo siempre quito la primera bala, así en caso de que te quitara el arma algún delincuente, sabes que el primer disparo no va a salir, eso te proporciona unos segundos para reaccionar y sorprender al agresor abalanzándote sobre él. Hoy, aquella ancestral costumbre, me ha dado una segunda oportunidad, estoy vivo aún, si doy marcha atrás aquel antiguo compañero me habrá salvado la vida. Me juro a mí mismo que si vivo se lo diré algún día. Me resulta macabro y divertido a la vez pensar que necesitaré más valor para contar a mi amigo esta situación que para pegarme un tiro. La yema de mi dedo índice vuelve a resbalar por el disparador, mi cerebro le ha ordenado máxima lentitud, saborear cada milésima de segundo, permitiendo a mi mente vagar libre por sus últimos designios, sabiendo que en esta ocasión hay seis cartuchos en el revolver, ya no habrá más fallos, en esta ocasión se producirá la detonación. Siempre me pregunté a quién se dedica el postrero pensamiento cuando sabes que se trata del último, ¿quién viene a tu memoria en ese instante intermedio entre la vida y la muerte? Hace un momento he obtenido la respuesta, mi respuesta. Cuando el martillo golpeaba el percutor sin remisión, el recuerdo de mi padre apareció en mi subconsciente. Mi padre murió hace siete años, y lo hizo sin que yo le dijera cuanto lo quería. Él lo sabía, seguro, pero yo no se lo dije. Pulso el cañón más fuerte, con rabia, apretándolo contra mi piel y causándome dolor, pronto me reuniré con él y subsanaré el error, pronto te lo diré papá. Yo fui quien te dijo que te habían operado de un tumor en el esófago y no de una hernia, como te dijeron al entrar en el quirófano. Yo te comuniqué el fallecimiento, durante tu larga convalecencia, de aquel amigo a quien tú tanto apreciabas, yo, que tantas cosas difíciles de decir fui capaz de decirte, no me acordé, o no supe, o no me atreví, o no consideré necesario pronunciar lo más importante, que te quería, que aún te quiero aunque no estés. Pronto te lo diré. Es curioso, la cantidad de imágenes y pensamientos capaces de surcar la mente en tan poco tiempo. Ahora estoy presenciando mi entierro, ¡cuánta gente!, demasiada gente, me pregunto, ¿cuántos de ellos sienten sinceramente mi muerte?, ¿cuántos lo sienten por mí y no por ellos?, ¿cuántos amigos de verdad tengo que me quieran? Voy pasando revista a los asistentes y me respondo a la pregunta. Algunos de mis compañeros de trabajo sí lo sienten de veras, algunos, no todos; aquella chica de aquel servicio donde tantas y tantas horas pasábamos juntos que acabó siendo de la familia; aquella secretaria que me dedicó su sonrisa un día; esa otra a quien sonreí yo; ese señor que todas las mañanas al fichar, me contaba un chiste malo y yo reía por obligación, por educación, por respeto a las canas; aquel otro a quien llegó la jubilación antes que los catorce en la quiniela y siempre me preguntaba por mi lotería primitiva; la preciosa camarera que me sirve el café como a mí me gusta; ese camarero con quien tantas veces acabé cerrando el bar con exceso de copas gratuitas en nuestros hígados; el chaval de mantenimiento que me arregló el coche aliviando mi penuria económica; el paisano portador de recuerdos y nostalgias del pueblo; esa chica cuyo nombre ignoro, pero sigo involuntariamente con la mirada cada vez que la veo pasar junto a mi garita... ¡demasiados amigos!, tengo más amigos de lo que pensaba. Si decido finalmente enfundar el revolver, prometo llamarles a todos e invitarles a una copa por asistir a mi sepelio de corazón... solo si decido enfundar de nuevo el revolver... Hoy, por tercera vez en toda mi profesión, tengo el arma en la mano. La primera vez tuve miedo, pánico a verme obligado a disparar sobre alguien. Perseguíamos a dos atracadores, secuestraron un taxi en el cual se daban a la fuga tras un robo. Los detuvimos tras forzarles, a punta de pistola, a abandonar el vehículo. La segunda vez tuve más miedo aún, interceptando una furgoneta llena de materiales robados, ocupada por cuatro delincuentes dispuestos a todo, y en todo incluyo dispuestos a atropellarme. Mis manos temblaban aferradas a la empuñadura del revolver mientras veía en sus miradas la sombra de la duda. Tenían dos opciones, acelerar para arrollarme, arriesgándose a recibir el impacto de mis hipotéticos disparos, o salir manos en alto, como yo ordenaba reiteradamente de la forma más enérgica y contundente que mi voz era capaz de modular. Debieron verme muy seguro o muy nervioso, pues optaron por salir brazos en alto, uno de ellos, sabiendo que poco tiempo pasaría encerrado, masculló ya esposado cuando la policía se lo llevaba: «Ya te pillaré en otro sitio y te rajaré». Hoy, ahora, es la tercera vez, y no tengo miedo. De sentirme ridículo he pasado a sentirme solo extraño, y sigue lloviendo en este insufrible Madrid. Llueve. No tengo miedo a morir, pero creo que debo vivir, tengo demasiadas cuentas pendientes y estoy obligado a saldarlas, tengo demasiados amigos a quienes no puedo defraudar, tengo una familia estupenda por la cual merece la pena seguir luchando en este valle de lágrimas. ¿Qué harían sin mí? Pienso en mi hijo y decido vivir. Una vez, en tiempo pretérito y remoto, la espada dijo al caballero: «No me saques sin razón, ni me guardes sin honor». Yo, esta noche, Nochevieja de lluvia, viento, frío y depresión, tengo la impresión de haber desenfundado sin razón y enfundado sin honor pero con valor, con el valor necesario para afrontar la vida, sus problemas y alegrías. Esperaré pacientemente a las siete de la mañana, la hora de mi relevo. Repasaré las diligencias para distraerme y tal vez haga unos tests psicotécnicos. Empezaré a ilusionarme con la pronta visita de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, esa noche la tengo libre y disfrutaré viendo como el niño abre nervioso y emocionado sus regalos. Aguardaré a que deje de llover, aguardaré a que las tinieblas se disipen de la ciudad. Frío. Un escalofrío estremece mi cuerpo. Unos golpes en la puerta me devuelven súbitamente a la realidad. Flotan, en mi mente confusa y aturdida, formando parte de una grotesca danza demoníaca, el procedimiento abreviado, el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Fiscal General del Estado y cuantos abogados fiscales forman parte de la Junta de Fiscales de Sala. Son necesarios algunos segundos para darme cuenta de que mi relevo ha llegado y aporrea la puerta con nerviosismo. Abro la puerta, su cara de alarma se difumina y suspira aliviado. —¡Qué susto!, ayer te dejé tan deprimido, no abrías la puerta, temí lo peor. Mi risa inicial desemboca en una estruendosa carcajada, y esta contagia a mi compañero, ambos tenemos lágrimas en los ojos por causa de la risa, nos fundimos en un sincero abrazo, la primera risa y el primer abrazo del año. —Feliz año nuevo —nos deseamos de todo corazón, fundidos en un abrazo—. Y gracias por estar en mi entierro —le digo cuando se ha ido al vestuario y no puede oírme. No recuerdo cuándo ha cesado la lluvia, pero afortunadamente ha cesado. No recuerdo cuándo ha comenzado a dolerme la cabeza, ¿será por la ingestión de cava en vaso de plástico o por los psicotécnicos? Tengo ganas de marcharme, llegar a casa, besar a Raquel y al niño y sumergirme en las cálidas sábanas, descansar. Comunico las novedades del servicio a mi compañero y tras un breve diálogo plagado de arquetípicas frases navideñas y palabras de cortesía, nos despedimos. El aire gélido de la mañana azota mi rostro, un golpe metálico a mi espalda indica que la puerta ha sido cerrada. El frío transmite una placentera sensación de libertad, camino despacio en dirección a donde tengo estacionado el vehículo, trato de degustar la calma y permito al relente del amanecer despertar mis sentidos. Busco en los bolsillos. —¿Dónde he puesto la maldita llave?, siempre me sucede lo mismo, ¡ah, por fin!, aquí está, sería gracioso comenzar el año perdiendo las llaves del coche. Al doblar la esquina, mis ojos enrojecidos y cansados por la falta de descanso chocan con un objeto voluminoso, se trata de una caja de cartón humedecido por el agua de los inevitables charcos. La cesta se halla pegada a la pared del edificio en la zona trasera, me asusto, pienso en lo peor, no he observado nada a través de las cámaras, la caja no estaba ahí ayer, ni en el transcurso de la noche tampoco. Desconfío, me imagino la peor circunstancia posible. Me han colocado una bomba en algún descuido o durante el relevo. Inspeccionó la caja sin tocarla. La observación no desvela nada, ninguna información, decido estudiarla mejor y esto implica mayor riesgo. Introduzco dos dedos bajo los laterales con extrema precaución, pulso firme y una elevada dosis de miedo que, ahora sí, flota a mi alrededor. Como he decidido vivir, ahora sí tengo miedo a morir. Tenía la esperanza de que no fuera demasiado pesada, entonces podría tratarse de desperdicios navideños, basura tirada descuidadamente, mas no es así, tiene un peso considerable y decido no tocarla más para no correr riesgos innecesarios. Me dirijo al interior del edificio con rapidez, me abandonan de repente tanto el sueño como el dolor de cabeza, es curioso como despeja la percepción del peligro. Comunicaré el hallazgo a mi compañero y llamaremos a la policía. Un llanto ahogado interrumpe mi carrera frenándome en seco, un lamento desesperado sale de la caja, parece el maullido de un gato o el lastimero aullido de un cachorrillo de perro. Respiro reconfortado, regreso hacia el cajón dispuesto a abrirlo, no hay peligro, se trata, a buen seguro, de algún animal de compañía abandonado por no entrar en los planes vacacionales del animal de su dueño. Destapo el arcón y entonces el terror regresa a mi mente, la sorpresa es inmensa. Un bebé, un niño recién nacido se desgañita a llorar con sus últimas fuerzas envuelto en una toalla con restos de sangre y líquido amniótico. Desnudito, como ha llegado al mundo, lo han abandonado, ¡hijos de...! El cordón umbilical rodea su trémulo cuerpecito. Azul, amoratado, aterido de frío, aprieta los párpados arrugando sus estriadas facciones y cierra las manos agitándolas tímidamente, torpemente, como intentando golpear a la noche, tundir a la madre que le ha abandonado a su recién nacida suerte. —¿Quién puede haberte hecho esto, quién puede ser capaz de algo así?. No hay tiempo para preguntas, ahora no, la rapidez de reacción puede ser, es, definitiva. Cojo al niño en brazos, intento transmitirle un poco de calor con mi aliento y mi proximidad, corro atropelladamente hacia el interior del recinto. Golpeo con violentas patadas la puerta, el compañero abre aturdido por mi urgencia, probablemente cree que me he vuelto loco, y en parte es así. La palidez de su semblante anonadado se agrava al ver un extraño paquete en mis manos y se transforma en un tono purpúreo al oír el llanto. —¿Ocurre algo malo?, ¿qué traes ahí? —Es un bebé abandonado, llama a la policía, rápido, está helado el pobrecito. Improviso con dos sillas una parihuela, lo acuesto en ella y lo acerco al radiador, su lamento es ahora más enérgico, sabe que le llega ayuda, lo intuye y me reprocha el haber tardado tanto. La centralita de la policía está colapsada, no en balde es año nuevo, hay accidentes, intoxicaciones etílicas, agresiones, incluso un imbécil paseando desnudo por Gran Vía sembrando el pánico o la risa y cogiendo una pulmonía. Por fin atienden la llamada, gracias al cielo, comprueban el aviso dos veces cerciorándose de que no es una broma, y yo me pregunto: «¿Habrá alguien capaz de jugar con algo así?». Deseo que la respuesta correcta sea negativa y no haya irresponsables dedicándose a macabras bromas, pero nunca se sabe en este mundo de locos que hemos creado, en los tiempos extraños que vivimos. Dan prioridad a nuestra llamada, el nudista esperará y continuará exhibiéndose por la ciudad, cuando esté postrado en cama con una neumonía de caballo, recapacitará. Una sirena lejana se mezcla con el preocupante llanto de la criatura al tiempo que va dejando de parecer lejana. Los agentes quedan tan impresionados como yo. —A este niño debemos trasladarlo de inmediato al hospital. Lo cogen desmañadamente con la impericia de los solteros, me piden, con unos modales que parecen no admitir negativa que les acompañe. Así lo hago sin vacilaciones, surcamos la ciudad a vertiginosa velocidad a bordo del coche patrulla, indiferentes al color de los semáforos, ajenos a todo excepto a salvar la pequeña vida de un ser diminuto, cuyo cuerpecito helado y hambriento viaja en los brazos del funcionario en el asiento de atrás. La angustia se adivina en nuestros tensos rostros, la ansiedad se puede palpar, respiración contenida, silencio, tan solo el llanto desolado del pequeño y el sollozo urgente de la sirena abriéndonos paso en el amanecer, son audibles. Se adivina el miedo, miedo a no llegar a tiempo, miedo a un accidente, no por la posibilidad de sufrir heridas propias, sino por la imposibilidad de ayudar al bebé. Fue un breve viaje aunque se me antojó eterno. La entrada en la zona de urgencias del hospital, espectacular escena de película americana, el coche patrulla derrapando en el húmedo asfalto, los frenos desprendiendo humo, las ruedas chirriando estrepitosamente hasta la total detención del vehículo. Agradecí abrir la puerta y salir a pesar del olor a quemado, unos señores vestidos de blanco, que conocían nuestra llegada, nos esperan y se llevan al niño a la velocidad del rayo, luego, en la sala de espera de urgencias, el intervalo eterno y angustioso, la incertidumbre, la impotencia terrible de no poder ayudar y deber conformarse con no molestar. Pasan lentos los segundos, los minutos no terminan de transcurrir. No hay término medio, hasta este momento todo transcurrió a velocidad de vértigo, ahora con lentitud exasperante, el tiempo se vuelve viscoso y no corre, resbala como el lodo. Una vida en juego y tres hombres sentados de brazos cruzados, rezando, sin poder, sin saber colaborar. Se abren las puertas, sale el médico, nos abalanzamos sobre él casi derribándole, como padres novatos e histéricos ávidos de noticias. ¡Fuera de peligro!, lo ha dicho el doctor, fuera de peligro, gritos de júbilo de los policías alborozados, los tres nos fundimos en un espontáneo abrazo, unas lágrimas hacen acto de presencia, deben de ser mías pues tengo la visión borrosa. Después de la explosión de alegría, el galeno vuelve a tomar la palabra. —Se encuentra bien, ha estado al borde de la congelación y no ha ingerido alimento desde su nacimiento, ha ingresado en estado de total inanición. Ha habido que practicarle un lavado de estómago pues había ingerido líquido amniótico antes del parto, también hemos aspirado los pulmones y se le ha administrado una primera toma de alimento, veremos cómo reacciona, ahora está dormido. En reglas generales se encuentra bien, pero deberá permanecer un tiempo en observación». Los agentes de policía se marchan, para ellos continúa el servicio, quizá su prioridad sea encontrar a los padres del bebé abandonado o les ordenen detener al nudista de la Gran Vía, no dicen su destino cuando estrechan mi mano y se despiden. Solicito al equipo médico la posibilidad de visitar al pequeño. Acceden. Tras unos trámites formales y burocráticos cuya finalidad desconozco y cuya utilidad pongo en duda, consigo verlo. Está en la incubadora, me deprime un poco verlo a través de un cristal y rodeado de cables. Duerme, parece tranquilo, ha recuperado un color rosado más propio de un bebé que el morado que teñía su piel cuando lo encontré. De improviso y por un fugaz instante, un breve efluvio ronda mi mente. La idea de la adopción. Comento la posibilidad utópica al personal médico, me remiten a un asistente social, quien muy amable me informa. Haberle encontrado y salvado la vida no me proporciona privilegio ni preferencia alguna, ningún derecho sobre el niño. Acepto de mala gana, para qué nos vamos a engañar, no comparto, pero acepto. Me pregunto si tendré acaso derecho de asesinar a los padres irresponsables que lo abandonaron. No, me dicen que tampoco, entonces incurriría en delito, ¡vaya con la Ley!, siempre protegiendo al delincuente. El único privilegio que tengo es visitarle cuando quiera sin importar horario y elegir su nombre si lo deseo. Me despido del equipo médico, en el registro decido su nombre, se llamará como mi padre, Mariano. Salgo a la calle, tímidos rayitos de sol pugnan por imponerse al crudo invierno, cansancio y alegría me hacen flotar en una atmósfera irreal, estoy viajando en una nube, veo el mundo a través de un cristal de múltiples colores preciosos e inauditos. El frío me transporta a la realidad, me obliga a regresar a la vida diaria. En primer lugar debo ir a recoger mi coche y sería conveniente llamar a casa, seguro que Raquel está preocupada por mi tardanza. También debería dormir un poco, esta noche tengo servicio otra vez, una vez más. La vida sigue igual o por lo menos, muy similar a como era antes. «Un vigilante encuentra a un niño recién nacido abandonado, al salir de servicio el día de año nuevo y le salva de morir congelado». Conduciendo camino de casa escucho la noticia en la radio, buena prensa en esta ocasión, lo siento por nuestros detractores, esos hubieran preferido el otro desenlace, el vertido escatológico, el tiro en la sien, en mi sien. Hay una gran diferencia entre la situación actual y la imaginada en mi depresión la pasada noche. Una sonrisa se instala en mis labios, estoy agotado, pero tengo una corazonada, un buen presentimiento; intuyo la larga duración de la sonrisa en mi rostro, mi mala racha va a concluir, lo sé, esa es mi impresión. Si no hubiese quitado la primera bala del revolver yo estaría muerto, Mariano seguramente estaría muerto, tirado, congelado dentro de un féretro de cartón fétido y húmedo. En cambio los dos seguimos vivos. Tengo la impresión de haber entrado con buen pie en este nuevo año, tengo la agradable sensación de vivir y haber iniciado el año salvando dos vidas. ¿Existe modo mejor de comenzar una época? La lluvia ha cesado y me ha regalado una ablución que ha extirpado mi depresión, seguiré preparando las oposiciones con gran esfuerzo, seguiré desarrollando mi modesto trabajo de paupérrimo sueldo, sin embargo algo ha cambiado, puedo sentirlo en mi interior, algún giro vertiginoso han experimentado al unísono dos vidas. Ya es primavera, el tiempo transcurre inexorable, ajeno a las circunstancias particulares de los millones de seres del planeta, cuyas vidas imperceptibles se suceden en la infinita magnitud del universo. Cinco meses han pasado ya desde aquella noche inolvidable, nochevieja, última noche del año, que bien pudo ser la última de nuestras vidas. Hoy, llenos de primavera nuestros destinos, es momento de recordar y agradecer. En la lejana aventura de esa noche, me encontré con la colaboración y profesionalidad de varios empleados de distintas administraciones públicas: policías, celadores, enfermeras, médicos, asistentes sociales, auxiliares administrativos; personas, en definitiva, que un día fueron opositores y tuvieron mis mismos problemas, idénticas aspiraciones dudas e inquietudes. ¿Quién sabe si no habremos coincidido en alguna convocatoria y luchado por la misma plaza? Quiero dar las gracias a todos ellos, desde el momento en el cual decidieron opositar, comenzaron a salvar la vida de Mariano. Y gracias a ti también, pequeño Mariano, no solamente ahuyentaste mi depresión, además trajiste un pan debajo de ese trémulo brazito tuyo, amoratado y débil. La buena fortuna que hasta entonces me había vuelto la espalda con estólida contumacia ahora me sonreía. Me presenté a las oposiciones de correos por inercia, por costumbre, sin ilusión de aprobar. Pagué la tasa de derechos de examen por ser primeros de mes y tener el sueldo recién cobrado, presenté la instancia convencido de suspender, no estaba preparado, pocas horas dediqué al estudio, no quería descuidar las de Justicia, mi primer objetivo, mi sueño, mi ilusión, y no disponía de tiempo, no podía robar tiempo al tiempo. El día del examen surgió un servicio especial, un refuerzo en mi centro de trabajo, y para no variar me tocó realizarlo a mí. Desistí de presentarme al ejercicio. No obstante el destino ya había tejido el entramado y urdido la sucesión de circunstancias, de coincidencias, la concatenación de situaciones favorables necesarias para que la flauta, por casualidad, sonara. Y sonó. Ya estaba vestido, la mochila preparada, el uniforme planchado, todo dispuesto para ir al trabajo, entonces sonó, sonó el timbre estridente del teléfono, sonó la flauta por casualidad. Respondí a la llamada, era el inspector de guardia. Se había suspendido el refuerzo, los sindicatos alcanzaron un acuerdo con la empresa, la huelga se desconvocaba, no era necesaria mi presencia, tenía el día libre. Iba ponerme de nuevo el pijama aún tibio y regresar a la dulce caricia de las sábanas, cogería el sueño sin problemas, pero Raquel tendió su mano hacia mí dándome un bolígrafo desde el refugio del cobertor y dijo: —Vete al examen, has pagado y estás despierto, coge el coche y prueba suerte. Obedecí a regañadientes por no discutir con ella, la afluencia masiva de opositores al lugar de la prueba provocó un monumental atasco, aparcar era misión imposible, casi no llego a tiempo. Por suerte mi apellido empieza por «U» y soy siempre de los últimos de la lista, si mi padre llega a apellidarse «Abad» en vez de «Utrillas», no hubiera entrado a la realización del ejercicio, pero ahora la fortuna era mi aliada. No me puse nervioso, en absoluto, mi relajación era total por primera vez en un examen. Quien nada sabe, nada puede perder y nada teme. Nada temía, en efecto, y así, sin temor, comencé a leer las preguntas. ¡Inaudito! Comprendía de inmediato, sin segundas lecturas y las respuestas fluían de mi memoria al papel con rapidez y claridad. Finalicé el examen de los primeros, yo, que entre mis características cuento con la exasperante lentitud, y siempre suena el timbre y sigo escribiendo, en esta ocasión finalicé y faltaban quince minutos aún para la expiración del tiempo marcado por el tribunal. Tenía algunas respuestas en blanco, pocas, pero había, y las sorteé, contesté al azar arriesgándome a restar puntuación, pero ¡qué me van a restar, de donde no hay no se puede sacar! No me molesté en repasar las contestaciones a pesar de que había tiempo para ello, firmé, me levanté y me fui. Sin esperanza ninguna. Desastre seguro, batalla perdida. No me preocupé ni de ir a mirar la lista de aprobados, ¿para qué?, y no obstante, un amigo me llamó felicitándome, estaba entre los elegidos, aprobado, tuve suerte, la flauta había sonado por casualidad. Había aprobado, era funcionario de correos. Mi nota no me permitió, como era lógico, elegir destino; pero incluso esa circunstancia fue producto de mi buena estrella. Obtuve en propiedad una plaza en un pueblecito ínfimo, en la Sierra de Albarracín, en la provincia de Teruel, allá donde se da la vuelta el viento, donde nadie quería ir. Mi esposa ha conseguido, sin ningún tipo de problema, el traslado al mismo pueblo, por idéntico motivo nadie quiere ir tan lejos de todo, fuera del mundo, casi incomunicados. Así pues, ella es la maestra y yo el cartero. A la escuela acuden niños de otros pueblos y aldeas cercanas, aquellos mismos pueblos y aldeas a los cuales yo debo desplazarme diariamente a repartir la correspondencia. Tenemos un pedacito de tierra que, a base de terquedad, hemos aprendido a cultivar y con mucho trabajo y esfuerzo, hemos convertido, de esquilmado carrascal plagado de abrojos, en fértil huerto del que proceden parte de los alimentos que consumimos. Nos hemos liberado del estrés, del agobio de la gran ciudad, y del largo y duro camino de las oposiciones. El niño crece en un ambiente sano y agradable, lejos de la polución y de la delincuencia, lejos de padres irresponsables y asesinos que abandonan a sus hijos recién nacidos, lejos de la masificación de las aulas; su madre es también su profesora, este pueblo es un paraíso para él, es el edén para nosotros. A menudo me acuerdo de Mariano. Vamos a visitarle algunos fines de semana, ya pesa nueve kilos, cuando me ve me sonríe con timidez. Estoy seguro, sabe quien soy, sabe que yo lo encontré. Me atrevería incluso a afirmar que se parece a mí. Hay un matrimonio joven interesado en la adopción, ya han iniciado los trámites, parece estar todo encarrilado. Serán unos buenos padres, lo sé, son agradables, personas cultas, educadas, ambos son funcionarios de un ministerio, eso implica tiempo libre, todas las tardes enteras para dedicar al pequeño. Todo parece resuelto de forma satisfactoria, y resultaba tan complejo, tan enrevesado e imposible hace unos meses. La vida es así. DOS VIDAS. Estuvieron próximas a extinguirse con la llegada de un nuevo año, pero remontaron el vuelo justo a tiempo, sus horizontes continúan abiertos, llenos de esperanza. Yo, por mi parte, sueño con un lejano día, cuando ya jubilados, entrados en años y aduncos, cuando Raquel y yo pasemos nuestra vejez solos en este pequeño pueblo, y todos los atardeceres nos sentemos en el quicio de la puerta, al fresco relente de la sierra; será entonces cuando la silueta de dos jóvenes aparecerá, desdifuminándose poco a poco, por el polvoriento atajo de la carretera. Fundidos en un abrazo de hermanos, nuestro hijo y Mariano vendrán a visitarnos. Nuestras vidas han cambiado, ahora somos felices, buscamos setas entre los barrujos al atardecer, hemos luchado, hemos atravesado malos momentos, yo sobre todo, pero por fin hemos encontrado el paraíso, sin embargo eso es otra historia y por lo tanto debe ser contada con todo detalle en otra ocasión.

viernes, 18 de octubre de 2013

Una cita con Judith y Holofernes




En este enlace puedes ver opiniones de lectores del libro Judith y Holofernes y también adquirirlo por 4.93 euros.




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La cita




Decidió caminar por la calle en vez de hacerlo en casa.

Nerviosa como estaba, supo que no pararía quieta, que deambularía por el pasillo de una habitación a otra sin nada que hacer en ninguna de ellas, que rondaría de un armario a otro en busca de algún complemento innecesario, que se deslizaría de un espejo a otro en busca del reflejo que le devolviera la imagen anhelada.

Por eso decidió salir con mucho tiempo y pasear hacia el lugar de la cita, habían quedado en una cafetería muy cercana al paseo donde estaba ubicada la feria del libro para no correr el riesgo de no encontrarse. Y llegó puntual, no podía ser de otra forma, nada más entrar en el local dejó caer su vista a uno y otro lado de la barra, también al fondo donde estaban las mesas agrupadas en un pequeño saloncito. No había nadie con las características físicas de quien buscaba y en cambio lo presentía, sentía su presencia y notaba ojos espías pendientes de su imagen. Pidió un café con hielo y dio otro discreto vistazo a su alrededor, nadie, ninguno de los presentes parecía ser Séneca, y sin embargo al menos tres hombres la miraban, a veces incluso a los ojos, se arrepintió de no haberse puesto sujetador.

Con el primer sorbo de café empezó a sentirse incomoda, con el segundo realmente preocupada, con el tercero llegó la decepción y decidió marcharse sin terminar la consumición convencida de que citarse con desconocidos por medio de Internet es un lamentable error que te lleva a situaciones, cuando menos incómodas y cuando más, peligrosas. Llamó al camarero para abonar la consumición y a su lado escuchó una voz varonil.

- No le cobre a la señorita por favor, cóbreme a mí.- El desconocido dejó un billete en la barra mientras paseaba sus ojos de las pupilas de Judith hasta sus labios para detenerse definitivamente y quedar varados en su escote -. Eres demasiado bella para estar tanto tiempo sola.

.... CONTINUARÁ SI TÚ QUIERES.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Inicio del Capítulo IX: La cita



Reflexión de Judith






Vislumbro la luz al fondo del túnel, veo una llama de esperanza junto a la posibilidad de que mis deseos se materialicen y tampoco quiero ilusionarme en exceso para no llevarme desengaños, pero tener una cita con un hombre, aunque de nuevo sea por medio de Internet, es algo que me hace sentir excitación, ilusión y una ligera dosis de miedo.

Hoy algo distinto, una nueva sensación, un sentimiento está creciendo precisamente en un hueco de vacío reciente en mi alma, noto mariposas cosquilleando mi estómago pero también el cruel retortijón de la incertidumbre, no sé si acabaré sumida en sonrisas felices o en la caricia del filo de la decepción.

Me he sentido tan mal estos últimos días, no he podido pegar ojo, hay ocasiones en que se hace tan largo el trayecto. Y ahora tampoco duermo porque presiento que ya he llegado, que finaliza mi búsqueda.

Y viene a mi cabeza sin mediar llamada previa, el texto que leí el otro día en el blog Cumbres Blogrrascosas cuya protagonista salía malparada de una cita a ciegas con una persona que conoció en un Chat de la red. Respiro hondo y el sujetador me aprieta hasta el infinito, y no obstante no sé si lo que me ahoga es su opresión o la sensación de peligro que siempre me acompaña y por causa de ese relato se ha incrementado. Tomaré mis precauciones, haré como hice la última vez, me vestiré de modo diferente al que le he dicho y observaré, eso es, así lo haré.

Vuelvo a abrir el armario y vuelvo a pensar en la escasez e ineficacia de mi vestuario, ¿por qué no me he comprado ya ropa apropiada? Una vez más me juro renovar el guardarropa mientras busco aquello que desde un principio sabía que me pondría. Lo encuentro y mientras comienzo a vestirme, acude a mi cabeza, o quizá a mi corazón, sin mediar llamada previa, la imagen de Holofernes. Un recuerdo que a toda costa quiero extirpar de mi cabeza y sin embargo cada vez se hace más patente, más latente, más persistente.

Definitivamente iré sin sujetador, no soporto su presión, ¿habré engordado? Esta tarde será para mí la primera vez, mi primera cita a ciegas, mi primer acercamiento a un desconocido, mi primera vez...

Alejo mis recuerdos y mis miedos, me armo del coraje de los incautos o del valor de los desahuciados, un poco de maquillaje ocultará esas ojeras que me regalan mis noches de enamorada insomne y quizá también difumine mis nervios, pasarán estos minutos que se me están convirtiendo en horas, más pronto que tarde saldré de casa y ya no seré Judith nunca más, seré la Princesa Encantada, aunque no pienso volver a palacio a la media noche sino mucho más tarde.

Las últimas horas las he ido llenando poco a poco, segundo a segundo, de pequeñas distracciones tratando de alejar de mi mente la incertidumbre, de repente me ha asaltado un torrente de cobardía y ha nacido la posibilidad de olvidarlo todo, me he arrepentido de haber concertado la cita, he pensado en cancelarla con alguna excusa, finalmente un coraje cimentado en la necesidad de superar la soledad me ha arrastrado hasta la puerta de mi casa mucho antes de la hora prevista. Ya no hay vuelta atrás, no hay posibilidad de huir.

Ya estoy preparada, cuando me miro en el espejo de la entrada, que en este caso es de la salida, no preciso la aprobación de mi imagen, busco que el reflejo me instile un poco de forzada valentía. Una guerrera frente a mí me sonríe, mi melena rubia flota libre al viento, cuando me giro con decisión, el portazo a mi espalda me indica que en esta batalla hallaré la victoria o la muerte, al volver, mi cuerpo estará ahíto de amor o mi corazón repleto de derrota.

martes, 8 de octubre de 2013

La noche de San Juan

Me acaba de llegar una crítica sobre mi última novela Judith y Holfernes. Copio y pego el texto de la misma y añado el texto del inicio del capítulo V al cual hace referencia.


Acabo de releer "Judith y Holofernes" . Primero lo leyó mi mujer, que es mejor lectora que yo, y no quiso contarme casi nada hasta que lo leyese; pero sí me dijo que era una obra muy original y que estaba bien escrita: Luego he podido corroborar que sus apreciaciones eran ciertas. Pienso pasárselo a mi hija mayor para que lo lea, pues en su empresa hace proyectos relacionados con el uso de la información a través de las redes sociales.

Considero que planteas un tema  candente, con una estructura muy original y unos personajes que están tratados con una profundidad psicológica envidiable. Como muestra de lo que acabo de decir y de cierto tono poético que, en numerosas ocasiones se reflejan en lo que escribes, resalto la reflexión que Judith hace en el capitulo V: "La noche de San Juan".

Bueno, Ángel, ya sabes que me gusta leer todo lo que escribes. Inventar historias es descubrir nuevas dimensiones de la vida que nos pueden ayudar a ser un poco más felices; por eso te deseo que sigas disfrutando mientras escribes y nos hagas partícipes de tus sensaciones a través de los personajes que vayas dando a luz.



CAPÍTULO V: La noche de San Juan
Reflexión de Judith

Mientras el agua tibia de la ducha purifica mi piel y disimula el tímido rodar de unas lágrimas, el silencio abrumador de la casa emponzoña mi alma.
Y precisamente hoy, la noche que celebramos la llegada del solsticio de verano, la gran noche del amor, va a ser la primera noche que estemos separados. Vaya día hemos elegido, la situación ya era insostenible y hemos decidido que debíamos vivir separados, cortar nuestra relación. No sé si he sido abandonada o por el contrario he abandonado yo. Sé que dormiré sola la noche de San Juan y todas las demás noches de un fututo próximo, sé que nuestro cariño recién nacido, de repente se nos ha muerto.
En lugar de encender la hoguera de la pasión propia de la noche de San Juan, en vez de saltar sobre las llamas y después ir a mojarnos los pies en las aguas del mar para dejarnos mecer por el oleaje del amor, encenderé la tenue vela de la soledad sin límite congestionada por mi llanto. En vez de dar mayor fuerza a nuestro sol lo hemos llevado al ocaso y lo hemos apagado. Siendo el amor un sentimiento tan bello y necesario ¿cómo es capaz de llegar a causarnos daño?
Empiezo a sentirme deformada por la pena y vacía, no hay nada, no hay nadie, sólo yo con mi ansiedad y mi soledad y mi tristeza. La rabia sale por los poros de mi piel y gotea salpicando el suelo junto con mis lágrimas. Siento ganas de matar. De nuevo tendré que coleccionar amaneceres solitarios y percibir el tacto de la ausencia entre esas sábanas que hasta hace apenas unas horas compartía con él.
Cuando salgo de la ducha me acaricio con la toalla durante mucho tiempo, no es simplemente para secarme es para completar la acción purificadora, tengo sensación de repulsión, trato de eliminar todos sus restos masculinos de mi persona y empiezo a pensar en cómo cubrir el vacío que de repente se ha instalado en mi corazón, en mi casa, en mi vida.
Me siento extraña cuando apenas vestida me siento al ordenador, quizá lo primero sea cambiarme el nombre, sí, Judith ya no existe, trataré de encontrar nuevos amigos en la red, una antigua leyenda acude a mi mente al amparo de esta noche de la llegada del solsticio del verano, desde hoy seré la Princesa Encantada. Escribo varios mensajes en diversos foros y Chats y en todos firmo con ese nuevo nombre de guerra.

Princesa Encantada.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Siempre es Tiempo de Cerezas


Carta de Pedro a su esposa desde el frente soviético.

                               Capítulo 3º Un amargo despertar

                                                       Acto III El oscuro mensajero de la muerte


Querida María.
Te escribo esta carta con la esperanza, con el deseo de que nunca llegues a leerla. Es por tanto una carta extraña, pues su destino será, si el final de esta cruel guerra es feliz, ser ignorada. Me gustaría romperla contigo en el mismo instante de mi vuelta a casa, en tantos pedazos como días hemos permanecidos separados.¡Ojalá no haya necesidad de leerla!, pero hoy me veo en la necesidad de escribir este mensaje, pues aquí, los peligros son muchos y acechan por doquier, a todas horas. No sabría explicarte en cuantas ocasiones creí morir, no pude contarlas todas ni quiero ahora recordarlas, pero el infortunio, el desastre total ha rondado muy cerca de mí y de mis compañeros, demasiado cerca, demasiadas veces. El frío intenso y el hambre terrible no son nuestros peores enemigos, tienen más peligro los tiradores rusos, incluso los soldados nazis, están locos, se creen una raza superior y fusilan a sus propios guerreros al menor indicio de cobardía. Y aquí, querida esposa, en esta guerra brutal, ser cobarde no es malo, es obligatorio, porque ser medroso puede salvarte la vida. Hay mucho miedo en el frente, todos lo tenemos dentro aunque algunos no lo reconocen, ésos tienen doble pánico, el miedo a morir y el miedo a que alguien se entere de cuánto miedo albergan en su interior. Cada uno teme a una cosa diferente, yo por ejemplo no temo a la muerte, pero tengo pánico a morir, tengo miedo a no regresar, a no poder pisar de nuevo mi tierra, a no volver a ver a mi mujer, a no poder abrazar más a mis hijos. No tengo miedo a la muerte desconocida sino a perder lo poquino que tengo. Y sin embargo, si alguna vez te llegan estas letras, significarán mi muerte. Si esto sucediera, ¡no lo quiera Dios!, no me llores, no me sufras o no lo hagas por mucho tiempo, para mí todo habrá terminado, ya no tendré más frío, ni hambre, ni sueño, ni miedo, ya no habré de trabajar, ni mendigar desesperadamente un empleo. Si esto ocurriera, ¡no lo quiera Dios!, preocúpate sólo de ti y los chicos, cógelos un día y vete al pueblo, algún familiar habrá allí; tus hermanos, mis hermanas, alguien podrá echar una mano y ayudar a sacar adelante a los muchachinos. Allí crecerán bien, ya lo verás, corriendo por los campos verdes entre las amapolas y los granados en flor, espiando el vuelo de golondrinas vencejos, tórtolas, bañándose en las frías aguas de los pilones. En Cabezuela serán felices y tú podrás rehacer tu vida, búscate otro marido, alguien trabajador que te respete y te quiera. Búscate otro hombre, pero no me olvides, con eso me bastará, no me olvides. Me angustia la sola idea de no conocer al pequeño, a mi Pablu, tan sólo pensarlo me vuelve loco, no sabes cuantas ganas tengo de cogerlo entre mis brazos, ardo en deseos de abrazar a todos. Si yo faltara, diles a los niños que su padre les quiso mucho y trabajó cuanto pudo para ellos. Ya debo dejarte, he de cambiar el lápiz por el fusil, vamos a emprender camino a una ciudad que los alemanes han decidido atacar, esta noche hemos de estar allí, dispuestos a luchar, dispuestos a matar o a morir. No te preocupes por nada, pronto será tiempo de cerezas. María, por si no puedo decírtelo nunca jamás, ahora te lo escribo.
Te quiero. 
Adiós. 
PEDRO.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

Fragmento de un sueño.




Al final fue que no, pero no pasa nada, otra vez será. Este cuerpo tiene que salir a flote. Pongo un pequeño fragmento, muy pequeño...




Llego a la pensión ataviada con la quimera de un amor sin concluir o vestida con la contienda del romance concluido antes de tiempo, arropada, en cualquier caso, con el aroma del tópico desenfrenado y con la urgencia del porvenir incierto.


Sé que ellos ya me aguardan abajo en el restaurante; sé que ellos ya me aguardan arriba en la habitación, carne y espíritu, cielo e infierno, ángeles y demonios, sueños y pesadillas. Y en medio, como el jueves, yo, que no sé qué ni quién soy, si es que todavía soy. Un personaje de novela imposible o una escritora de novelas inventora de protagonistas imposibles que tiene dificultad en diferenciar cuál es su verdadera vida y cuál la de sus imposibles personajes.

Dudo entre subir o bajar, entre soñar o recordar. En el término medio está la virtud, me quedo en la media virtud de mi indecisión y voy al baño más cercano a la recepción. Me observo en el espejo, he perdido resplandor, retoco mi restauración con coquetería y una vez difuminado el deterioro sufrido me dirijo con decisión al restaurante.





Y hasta aquí puedo leer que diría Mayra.


jueves, 8 de agosto de 2013

Capítulo XXV: Más allá del espectro



El capítulo XXV de mi novela "El último secreto del Titanic". Homenaje a Morgan Robertson. El título del capítulo es el mismo que el de su segundo libro. Y esta situado el día de su muerte, el 24 de marzo de 1915.



MÁS ALLÁ DEL ESPECTRO

Cuando era pequeño soñaba con el mar. Y ahora frisando la
vejez, con 53 años en las espaldas, con su casi total ceguera y muchos
golpes encajados a lo largo de su vida, volvió a hacerlo, volvió
a soñar el mar y a recordar sus años de marino.
Acariciaba su última novela sin poder apenas leer el título con
sus ojos rotos de cansancio y dolor mientras trataba de recordar si
había tomado ya su medicina, pero lo único que venía continuamente
a su recuerdo era aquel día, ya lejano, el miércoles 10 de abril
de 1912 en el puerto de Southampton, su conversación con el presidente
de la White Star Line y, sobre todo, el posterior encuentro
con el muchacho aquel, el aspirante a escritor a quien regaló su
libro y su pasaje de segunda a un naufragio seguro.
—¿Qué sería de él? —murmuró hablando solo—. ¿Qué habría
sido del joven aprendiz de escritor?
La probabilidad de que se salvara, viendo la lista de supervivientes
y la de desaparecidos, era mínima. Casi con total seguridad podía
asegurar que había fallecido y él, seguía considerándose culpable.
—No recuerdo si he tomado ya la medicina, la tomaré, no vaya
a olvidarlo. —Tomó su medicamento habitual y siguió acariciando

su libro, el último, mientras pensaba en aquel muchacho. Poco más
tarde continuó con su monólogo.
—He sido marinero, joyero, escritor de segunda fila y profeta olvidado…
espero que en esta ocasión, con Más allá del espectro me
hagan más caso que con El hundimiento del Titán. —Hacía ya casi un
año que se había publicado su última obra, nunca mejor dicho lo de
última. Más allá del espectro contaba la historia de una catastrófica
guerra futura, otra de sus vivencias, otro de sus sueños premonitorios
convertido en pesadilla, otra condenada profecía.
—¿Por qué tarde o temprano mis sueños se convierten en realidad?
¿Por qué no le pregunté al muchacho aspirante a escritor su
nombre? Así podría buscarlo en la lista de supervivientes, ¿por qué
no recuerdo si ya me he tomado o no la puñetera medicina?
Esta vez no pensaba hacer nada, él había cumplido su obligación
escribiendo la novela con los últimos reductos de visión de sus retinas,
si el mundo no la leía, o no la sabía interpretar, ya no era su
problema.
—En esta ocasión no haré nada, no gastaré mi dinero en viajes,
tampoco mi vista, o la ausencia de ella, me permiten hacer alardes,
pero sobre todo no enviaré a ningún joven iluso a la guerra, no enviaré
a ningún escritor a la muerte.
Narraba en su libro un episodio impensable, imposible, una guerra
entre dos superpotencias, entre Estados Unidos y Japón. Uno
de los capítulos, precisamente el inspirado en un sueño que, una
noche de delirio, vivió con más contundencia y le dio más sensación
de pesadilla real, describía un ataque sorpresa y a traición de
la armada japonesa contra posiciones enemigas, en esa batalla perecían
2500 personas. En esa obra Morgan había profetizado sin saberlo,
el ataque japonés a la base de Pearl Harbor y el desenlace de
la segunda guerra mundial.
—¿Por qué a pesar de ser prácticamente ciego puedo ver el futuro
y en cambio no soy capaz de recordar si ya he tomado la medicina?
¿Dónde la habré puesto? Ya casi es hora de irse a dormir.

Esa misma noche un camarero del hotel donde se hospedaba lo
encontró tirado en el suelo cerca de su cama. Morgan Robertson
murió de una sobredosis de protiodide, un medicamento basado
en una composición de mercurio que se usaba para tratar enfermedades
renales. La sobredosis fue, muy posiblemente, un acto involuntario
producido por él mismo al tomar su medicina varias veces
por descuido.
Descartados suicidio y asesinato, su último capítulo fue escrito
entre tinieblas, con letras imprudentes de mercurio.

martes, 30 de julio de 2013

Capítulo III: La primera semana


        La primera semana

La primera semana pasó rápida y fugaz, su relación fue intensa en grado superlativo, había comenzado apoyada en la débil plataforma del sexo y el deseo, se había elevado desde la raíz de la belleza exterior de ambos y se abría camino cual rascacielos en pos de metas más ambiciosas. En busca del cielo.

La puerta de la casa se cerró a su espalda y en lugar de ser el estruendo del portazo la caída del telón pareció ser el pistoletazo de salida. Eran más de besos que de palabras, no obstante aquel día Judith tenía ganas de hablar.

- Espera por favor, espera un momento- dijo apartando a Holofernes de su cuerpo ligeramente y sin demasiada convicción.

- ¿Esperar? Llevo todo el día esperándote, te parece poca tortura, tengo hambre de ti.

- Vale- adujo sonriendo halagada-, pero espera un poco quiero que antes de... comer, hablemos.

- Está bien- respondió confuso y un tanto compungido. Holofernes pertenecía a ese multitudinario grupo de hombres cuya creencia primordial era que cuando una mujer te dice, tenemos que hablar, el hombre tiene un problema grave, algo ha hecho mal y van a recriminárselo o incluso lo ha estropeado todo y van a dejarlo.

<< Por favor que no me diga esa frase tan ridícula: necesitamos darnos un tiempo para pensar>> pensó.

Y aunque Holofernes estuviera en lo cierto pensando así y generalizando sobre el modo de actuar del sexo femenino, de lo que no cabía ninguna duda era del hecho palpable de que Judith, no era como el resto de las mujeres de este mundo, ella era diferente, especial... Judith.

- Te has quedado muy serio- afirmó Judith utilizando el arma de su preciosa sonrisa para tratar de insuflar un ápice de calor en la gélida atmósfera que de repente había aparecido-. No tengas miedo, la conversación no será muy extensa.
- No puedo evitarlo, es temor a lo desconocido, creo que es la primera vez que me siento a hablar contigo, me encontraría más cómodo si la conversación fuera por correo electrónico, o en el Chat- adujo medio en broma medio en serio.
- Hasta este instante no me has parecido un cobarde y de repente ahora quieres ocultarte detrás de una pantalla de ordenador.
- No soy cobarde, pero si tengo miedo de una cosa, de perderte.
- No me perderás si no quieres perderme.
- Mira Judith, yo no sé de qué quieres hablarme pero sé que no soportaría estar lejos de ti, estoy todavía descubriéndote y ya sé que toda mi vida eres tú.
- Pues precisamente de eso es de lo que quiero hablarte, ¿no te das cuenta? Nos llamamos con los seudónimos Judith y Holofernes ignorando nuestros verdaderos nombres, ¿qué futuro nos aguarda si no conocemos del otro ni lo más elemental? ¿Qué vamos a compartir? Solamente el lecho y la pasión que es una pertenencia cuya tendencia es a disminuir con el tiempo. ¿Estaremos toda nuestra relación haciendo el amor como animales sin compartir más sentimientos?
- No entiendo lo que intentas decir ¿acaso quieres hacer planes de futuro tras sólo una semana de relación?

- No, no pretendo hacer planes de futuro, ni estoy pensando en boda, ni nada similar. Pretendo saber si hay algo más que atracción física entre nosotros, si también hay o puede haber amor, no son planes de futuro es la simple necesidad de saber si existe ese futuro.- Ante la falta de respuesta de Holofernes tuvo que ser Judith quien de nuevo tomara la palabra-, no estoy segura pero… creo que estoy enamorada de ti.
- Pues si ésa es toda tu preocupación olvídala- dijo Holofernes relajando los músculos tensos de su cuerpo-, yo también te quiero, aunque nuestra relación está recién comenzada y es un poco pronto para poder decirlo con rotundidad y garantías, no obstante, ya eres muy especial para mí.
- Pues me alegran tus palabras y ahora soy yo la cobarde, tengo miedo, hemos ido muy deprisa en nuestra relación, apenas hace una semana que nos conocemos y parece que llevamos juntos toda una vida y sin embargo no sabemos nada el uno del otro, está todo por descubrir.
- Si te refieres a nuestros nombres verdaderos no es importante, no lo es para mí, en mi corazón tú siempre serás Judith, mi amada Judith.
- No, no son sólo los nombres, ese detalle lo entiendo como un juego,- se sonrieron y se tomaron de las manos, éstas siguieron juntas aunque las sonrisas menguaron-, no sabemos nada de nuestras familias, ni de nuestros pasados…
- El día que te conocí desapareció mi pasado y el tuyo nunca existió, ahora sólo tengo presente, un presente feliz a tu lado y yo diría, después de nuestra conversación de hoy, que tenemos un amplio futuro juntos; esa era la incógnita al inicio de la conversación, ya la hemos resuelto, ¿por qué preocuparnos de algo que ya no podemos cambiar?
Tras todas aquellas palabras que sin ser muchas eran todas, pues podía decirse que fue la primera vez que hablaron, se fundieron en un abrazo y en esta ocasión había más cariño que pasión en el contacto. Judith quedó satisfecha por la reacción y las respuestas de su amado, Holofernes, emocionado e ilusionado por sentirse, no simplemente amante sino también amado, y sin embargo ambos sentían ya la pequeña punzada del temor a perder lo adorado.
Del sexo al amor hay apenas un paso, del amor apasionado a la lacerante sospecha de los celos, apenas un pequeño salto.







lunes, 22 de julio de 2013

CAPÍTULO III: La primera semana. Reflexión de Judith



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CAPÍTULO III: La primera semana
Reflexión de Judith


No sé qué me está pasando en esta ocasión, no me reconozco, no soy yo, parece que una magia negra me ha hechizado y quizá sea simplemente el bermejo conjuro del deseo. Apenas llevamos juntos una semana y a pesar de no conocer nuestros nombres parece que nos conocemos de toda la vida. A excepción de nuestra jornada laboral estamos juntos a todas horas y apenas hablamos, hacemos el amor tantas veces como nos apetece y se podría decir con poco margen de error que nos apetece a todas horas, a cada minuto. Los primeros días han sido muy intensos, demasiado intensos. Aún no puedo creer que, al segundo día de conocerlo, acabara en la cama con él. Yo nunca he sentido tanta atracción por nadie por muy apuesto que fuera. Nunca he tenido un amante tan especial, no es demasiado apasionado, ni tampoco demasiado romántico, tiene justo esa mezcla que me vuelve loca y me hechiza, esa mezcla perfecta que quizá...quizá…no debería pero tal vez… me enamore.
Las primeras veces, los primeros días, fue sólo excitación, simplemente sexo, pero del sexo al amor hay apenas un paso y creo que yo ya lo he caminado y he cubierto esa breve distancia de una amplia zancada. Ansío durante todo el día que llegue la hora de reunirme con él, en el trabajo a veces me sorprendo mirando al infinito y divisando su imagen, se me caen los libros, me hablan los usuarios de las instalaciones, me preguntan por tal o cual autor y no acierto a responderles de forma correcta donde está la estantería buscada. Las noches las paso enroscada en su cintura, aferrada a su pecho, sin dormir, sólo amando y siendo amada. Nunca hubiera imaginado el torrente de pasión que una cita nacida en Internet iba a generar, estoy asustada, por primera vez tengo la impresión de estar poniendo más en la balanza que mi pareja, por primera vez tengo miedo a no estar a la altura o a caerme desde esa situación tan elevada y romperme el corazón con el impacto.
Llevo dos días pensándolo, me ha dedicado una canción titulada morir de amor, puede ser su forma de declararse, un mensaje subliminal, ¿qué es morir de amor? Es quedarme sin tu luz, es perderte en un momento.
Ya estoy decidida, de hoy no pasa, esta noche no nos vamos a la cama hasta que no resuelva mis incógnitas, se lo plantearé de forma directa, ¿Cuáles son tus sentimientos? ¿Cuáles son tus intenciones con respecto a nuestra relación? ¿Me quieres o solamente me deseas?
Sí, eso es y así será, sin rodeos, y sea cual sea su respuesta, sea satisfactoria o decepcionante, después incendiaremos de nuevo la seda de nuestra alcoba. Ése es nuestro destino, quemarnos, apurar la combustión hasta el límite, extinguir el incendio y de inmediato resurgir en las cenizas aún humeantes y, volver a provocar las llamas y quemarnos y, apurar la combustión hasta el límite y resurgir de los rescoldos una y otra vez, una y otra vez... y otra.




Fragmento de mi novela Judith y Holofernes.






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lunes, 15 de julio de 2013

Enigmas y misterios en "El último secreto del Titanic" de Ángel Utrillas

Angel Utrillas (3)

Angel Utrillas (2)

Angel Utrillas Novella

Final del capítulo II: El segundo encuentro







El segundo encuentro




Los dos llegaron al lugar de su encuentro antes de que se cumpliera la hora acordada para la cita y con un margen entre la presencia de uno y la llegada del otro de apenas unos segundos, hasta en eso parecían estar de acuerdo.

El abrazo que precedió al primer beso evidenció pasión sin límite, la ausencia de palabras, que continuaba siendo lo habitual, evidenciaba la necesidad de continuar besándose, en verdad iniciaron su segunda reunión tal como habían planeado, en el punto preciso donde habían dejado la primera y eso había sido ayer, tan solo ayer, apenas unas horas atrás.

Enseguida se dieron cuenta de que el escenario donde se encontraban, en medio de la calle, no era el más idóneo para aquél diálogo amatorio carente de palabras, además hoy sabían, aunque no lo hubieran comentado ni previsto, que acabarían dando rienda suelta a su deseo.

Las sombras de sus cuerpos se fundieron en una sola mientras recorrieron el breve camino que les separaba del hogar más cercano y que no obstante tardaron una eternidad en recorrer. Con la pausa del que no tiene prisa se besaron en cada baldosa, se miraron sin rozarse, se rozaron sin mirarse, se besaron sin dejar de besarse. Los semáforos cambiaban de color varias veces antes de que su excitada pasión les permitiera darse cuenta de que el paso estaba abierto y podían cruzar a la otra acera. Escandalizaron a viandantes tanto hombres como mujeres, a conductores, tanto veteranos como noveles, e incluso a los taxistas que ya es difícil que se excandezcan.

Cuando por fin llegaron a un portal sus manos ya recorrían, sin ningún pudor y con ansioso apetito, pieles tibias bajo intimas ropas ajenas. Y si en la calle su actuación rozó el escándalo, en el ascensor su zozobra fue verdaderamente indecente y tanto tiempo tuvieron el elevador en usufructo que al final un vecino impaciente acertó a pulsar el botón en el instante preciso requiriéndolo a su puerta, con tan mala suerte para los fervorosos amantes que se trataba de Martín Preciado, un sacerdote que se alojaba en régimen de alquiler en el tercero C. Sus zapatos limpios y su alzacuellos níveo contrastaron con su mirada sucia cuando clavó sus pupilas en los pechos grandes y turgentes que a Judith no le había dado tiempo de ocultar, los pezones sonrosados y erectos apuntaron directamente a sus celestiales pupilas y por ello no pasaron desapercibidos, ni tampoco cierta prenda de encajes que el hombre desconocido llevaba en la mano y que le hizo mirar, y pensar, y quizá atisbar, imaginar por descarte, que entre la mini falda y la piel había ausencia de lencería. Las risas de los jóvenes fueron tan incontenibles como su lujuria y también como la furia del cura vecino, quien amparado en el anonimato de una caja de ascensor vacía, descargó su puño diestro e irascible contra la puerta y si hubiera podido hubiese enviado la furia divina contra los desvergonzados pecadores.

- No sé a dónde vamos a llegar, ¡qué tiempos!- protestó en voz alta el malhumorado religioso.

- Hemos enfadado al cura- dijo Judith más preocupada por la condición de vecindad de su vecino que por la del sacerdocio del sacerdote.

- Lo que hemos, o mejor dicho has..., lo que has hecho es ponerlo cachondo.

- ¿Y tú, cómo estás o cómo te he puesto a ti?

- Yo estoy loco por ti, fuera de mí desde que te conozco, eres una droga y yo soy adicto a ti desde la primera vez que te vi y te probé.

No llegaron vestidos a la habitación, bueno para ser sinceros no llegaron a la habitación, fue el pasillo el escenario donde se celebró el primer asalto de su primer combate. Un escalofrío recorrió sus cuerpos cuando se convirtieron en solamente uno, desarmados, cautivos de las garras del amor y del deseo hasta que, el estallido del relámpago culminó la primera tormenta. Escampó brevemente y, no tardó en suceder a una leve calma, una nueva tempestad. Desabrocharon sus pieles para llenarlas de caricias mudas y besos ardientes, cobijados, en esta ocasión sí, entre la suave caricia de las sábanas. Y los dedos se deslizaron entre vientres y cinturas y alcanzaron, empujados por un mar embravecido, parajes fantásticos y desconocidos donde se percibían sensuales melodías apenas susurradas y sin embargo, perfectamente audibles.

Derrotados, exhaustos, reposaron el tiempo imprescindible hasta que, de nuevo…

Las manos vadean la corriente, se aferran a los pechos tibios, saboreando más despacio el exquisito tacto, degustando con tiempo, sin urgencias, con más deleite y mayor placer, cada bocado, deseando y a la vez temiendo saciar por completo el apetito. Pronto caería sobre la ciudad el negro terciopelo de la noche, sin embargo a ellos la virtud del descanso, que no la de los sueños, se les negaría, el amanecer les sorprendería henchidos de amor, ahítos de sexo y sin embargo, deseosos del voluptuoso horizonte de la próxima noche, del ya anhelado horizonte de la próxima noche juntos.


Aquí se puede adquirir la novela. En papel por 4,93 euros y en Kindel 1,03 euros.

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martes, 9 de julio de 2013

Capítulo II: El segundo encuentro.




Os dejo el inicio del capítulo segundo con una reflexión de Holofernes.




CAPÍTULO II: El segundo encuentro


Reflexión de Holofernes



Cierro los ojos y veo su imagen. Aprieto los párpados cuan fuerte puedo para tratar de ahuyentarla y la percibo con más claridad, su perfecta silueta de mujer diez se recorta nítida en la oscuridad de mi mente, de mi alma, de mi vida. Aprieto los dedos contra la palma de las manos hasta casi hacerlas sangrar y no consigo que se me caiga su tacto, tengo su piel adherida a mi piel, tengo sus besos prendidos de mis labios, su aroma en mi corazón y ni puedo ni quiero desprenderme de todas sus reminiscencias.

Lo de ayer fue fantástico, ni en mis mejores sueños podía imaginar tanta belleza ni tanta pasión. Mientras suena en la radio la canción que le he dedicado, recuerdo sus caricias y las mías, recuerdo sus gemidos y mis anhelos, resucito cada suspiro, cada roce y cada mirada y me duele el tiempo que falta hasta nuestro próximo encuentro.

Insistió. Convencida me convenció de que era demasiado para una primera cita y a mí, que el deseo me desbordaba, todo me parecía poco. Está claro, Judith no es mujer de acabar entre sábanas nada más conocerte, pero yo sí soy de ese tipo de hombres, yo hubiera ido con ella a su casa, a la mía, a una isla desierta, al fin del mundo e incluso un poco más allá y sin embargo ella me pidió paciencia, me pidió lo único que no soy capaz de darle. Quedamos en volver a encontrarnos hoy, al atardecer, y empezar nuestro encuentro en el mismo punto en que ayer nos quedamos. Al borde del abismo, en las primeras llamas de la ignición, a un paso de la lascivia y del éxtasis, a un milímetro del desenfreno absoluto y disoluto.

No sé apenas nada de ella, ignoro su verdadero nombre y no me importa, no quiero saberlo, a decir verdad prefiero llamarla siempre Judith, simplemente Judith, entre nosotros no van a hacer falta nombres, ni palabras, ¿para qué perder el tiempo en preámbulos? Somos mar de pasión, oleaje furioso que no deja de embestir contra el ser amado, somos pura adrenalina.

Sólo tengo una duda que me ronda la cabeza sin llegar a inquietarme, no sé si la canción que le he dedicado es la correcta. Morir de amor es un título demasiado sugestivo y tal vez no sea el adecuado para nuestra relación, me parece incorrecto, pero prefiero llamarle amor en vez de llamarle sexo, es la misma situación que se me plantea con ella, prefiero llamarle Judith e ignorar su nombre, a lo nuestro le llamaremos amor aunque lo que nos mueve tanto a uno como a otro es puramente atracción física.

Morir de amor sin saber si todo lo que he dado te llegó a tiempo, morir de amor y no morir solo en desamor. Morir de amor sin tener un nombre que decirle al viento.

- Judith - digo en dirección al viento con una mueca bobalicona de felicidad y de triunfo en mis labios por tener un nombre que decirle.

- Yo sí tengo un nombre que decirte.

martes, 2 de julio de 2013

El encuentro fin del capítulo I




Así continua el capítulo I de mi nueva novela Judith y Holofernes.

Ya está completo.
Aquí podéis adquirir la obra si os parece.

El encuentro

Una rosa en el ojal de la chaqueta brillaba y daba un toque carmesí sobre el azul cobalto de su traje, Holofernes, entró al local vestido del modo que habían acordado y a la hora que habían convenido. Sus ojos tardaron pocos segundos en acostumbrarse a la penumbra del recinto y una vez conseguido el enfoque correcto, buscó a una chica alta, de larga melena rubia, vestida con traje blanco y con una orquídea en el escote. La buscó sin lograr encontrarla, había una sola mujer rubia en el local, era muy alta, pero con el pelo recogido y ataviada con chaqueta y pantalón de cuero negro, como si de una motorista se tratara, ésa no era ella, Judith no estaba. Empezó a pensar que todo fue un engaño, un sueño, comenzó a presentir que ella ya no vendría.
Pasó el tiempo, los segundos dolían y los minutos caían como losas que sentenciaban su fracaso, como toneladas de reproches que manifestaban su ingenuidad. Se sentía ridículo luciendo una flor roja en el ojal en aquel sitio, en aquellos tiempos. Rosa de fuego que ardía de rabia y de vergüenza, tan cercana a su corazón, tan lejos de su cerebro. Empezó a pensar en que quizá fuera el momento oportuno de retirarse, una retirada a tiempo suele ser una victoria.
- Me voy a ir yendo ya- pensó dando un sorbo a su bebida intacta, era una frase utilizada para advertir que se iba, aunque no era todavía inminente su marcha. Decisión tomada y postergada.
- Me voy a ir yendo- murmuró para sí mismo consultando por enésima ocasión su reloj y sabiendo que sí, que había decidido irse pero que se daba un pequeño margen, aún.
- Me voy a ir- pensó, pensando que le quedaban pocos segundos para pensarlo mejor.
- Me voy- pronunció las dos palabras mientras dejaba un billete sobre la barra, esa sí era la frase definitiva, el reconocimiento del error y el inicio de la retirada.
Caminando hacia la puerta, arrancó de cuajo, con la furia decepcionada del enamorado plantado, la rosa de su solapa y, no había alcanzado la calle todavía cuando la motorista alta y rubia se cruzó en su camino convirtiéndose en un obstáculo e impidiéndole continuar avanzando.
Con un gesto rápido y certero, la mujer, liberó su melena del objeto punzante que la mantenía recogida en un rodete; las guedejas rubias flotaron sobre su rostro mientras decía...
- ¿Eres Holofernes verdad? Yo soy Judith.
Se quedó sin habla, no era una chica guapa quien le hablaba, era una mujer preciosa la que estaba frente a él, decía ser Judith aunque no llevaba la indumentaria acordada. La miraba atónito sin apenas pestañear y una sonrisa comenzaba a atenuar la dureza anterior de su rostro.
- Disculpa, no estoy vestida como te dije que vendría, no me atreví a salir de casa con un vestido blanco y una orquídea en el escote, me dio vergüenza.
Seguía sin poder hablar, todavía albergaba dudas, pero tenía que ser ella, si no lo fuera no podía tener aquella información.
- Me alegro de que la timidez me venciera y me obligara a cambiar mi vestimenta; de este modo he podido observarte durante unos minutos con tranquilidad, es peligroso contactar con personas desconocidas a través de la red, ¿sabes? Ahora pienso que ha merecido la pena venir.
- ¿Creías que era un psicópata?- consiguió por fin hablar cuando una leve indignación sucedió a la sorpresa.
Judith respiró hondo, llenó de aire sus pulmones y sus ampulosos senos hicieron lo propio con su escote, luego espiró y exhibió una encantadora sonrisa que realzaba su natural belleza, aquel gesto seductor fue toda su respuesta.
- Tal vez lo sea, un psicópata, un pervertido o incluso ambas cosas.
- No me lo pareces, no cumples con el perfil, así pues, correré el riesgo.
Pasaron juntos una tarde muy agradable haciendo añicos el famoso mito de que lo que mal empieza mal acaba. En primer lugar hablaron de sus respectivos trabajos, él era empleado de una empresa de seguridad privada.
- ¿Segurata?- preguntó ella sorprendida.
- No me lo digas, puedo adivinarlo, no cumplo con el perfil. Quizá vuelvas a plantearte la situación y me veas como un psicópata.
- Pues no, la verdad es que no cumples con el perfil de segurata.
- Preferiría que me consideraras vigilante de seguridad.
Ella trabajaba en la biblioteca municipal.
- ¿Librera?
- ¿Tampoco yo me ciño al perfil establecido?- interrogó tras su encantadora sonrisa.
- No sé, hubiera apostado por cualquier otra profesión, no pareces librera.
- Preferiría que me consideraras bibliotecaria.
Después avanzaron en el más resbaladizo terreno de su intimidad y hablaron sin ambages de su actual situación sentimental.
- ¿Tienes novio?
- No, estoy sola y libre como un pájaro, he conocido a varios hombres pero todos buscan lo mismo en mí.
- No me digas más, ya sé qué buscan en ti, te quieren por tu dinero- bromeó Holofernes al tiempo que con sus manos dibujaba en el aire una silueta de mujer que se adaptaba a la perfección con la perfección de las curvas de la joven.
- Exacto, lo has acertado- dijo entre risas Judith-. Y tú ¿tienes novia?
- No, estoy solo y libre como un taxi, me he enamorado un par de veces pero no eran las personas adecuadas, cuando descubrieron que carecía por completo de fortuna se marcharon, así que... borrón y cuenta nueva.
Algunas copas y muchas confesiones más tarde, él la acompañó a su casa, fue muy larga la despedida en el portal, durante mucho tiempo se abrazaron, se besaron, se acariciaron como dos adolescentes enamorados, incendiados de pasión a duras penas reprimida. Su primera cita casi terminó en el lecho, prendados, embriagados, al borde del acantilado del amor y su inherente locura de lujuria, se quedaron.
Cuando por fin se separaron parecía como si se conocieran de toda la vida y sin embargo seguían siendo Judith y Holofernes, no conocían sus verdaderos nombres y era ese detalle lo que menos les importaba en aquellos instantes. Esa noche apenas pudieron dormir, quemado el uno por el recuerdo y el hechizo y la ausencia y la necesidad del otro, y el otro incendiado por el recuerdo y el hechizo y la ausencia y la necesidad del uno.
Al día siguiente él dedicó una canción en el programa de radio favorito de ella junto con un mensaje personal.
Judith, quiero ser tu Holofernes.
El rostro de Judith se iluminó con la preciosa sonrisa que acentuaba su hermosura, mientras sonaban los primeros acordes de una antigua canción, “Morir de amor”, empezando entonces, lo que hoy acaba de acabar para siempre.