martes, 30 de octubre de 2012

Homenaje a Miguel en su 102 cumpleaños. Trilogía.




ESCRÍBEME EL MAR
No sé si me duele más el corazón o la espalda, no sé si se
me parte el alma o son los huesos, después de pasar todo el
día cavando trincheras es normal tener el cuerpo baldado,
después de dos años de guerra civil es lógico tener un tanto
desubicada la razón.
Y qué decir de los cambios de temperatura tan extremos,
del siniestro frío soportado en la batalla de Teruel desde diciembre
hasta febrero al sofocante calor de agosto que venimos
padeciendo en la zona centro.
Y aquí me hallo, igual que todos mis compatriotas, inmerso
en una contienda que parece se va eternizar, cavando trincheras
desde poco después de amanecer hasta poco antes del ocaso. Por
hoy, la jornada ha terminado para el regimiento de zapadores,
ahora los componentes de mi reducido destacamento nos dirigimos
al Juncarejo, un colegio de Valdemoro convertido en hospital,
que nos sirve de alojamiento, donde, además del merecido
descanso, tengo unos momentos para escribir, y para disfrutar
de la presencia de algunos niños que han quedado allí por hallarse
heridos o enfermos, en espera de ser desalojados a la zona
de Levante cuando sus males y nuestra guerra lo permitan.
Apenas bajo del camión, sin apenas tiempo de soltar el fusil
y la munición, me asalta, como todas las tardes, la misma niña.
Tendrá doce, tal vez trece, quizá once años, no lo sé precisar,
me aguarda para llevarme a ver el mar.
—Vamos, Miguel —me dice mientras desliza su mano
tibia en mi ruda mano de excavador de zanjas—, vamos a ver
el mar.
Después de todo el día con el pico y la pala bajo un sol de
justicia, no es que me apetezca demasiado dar un largo paseo,
hasta llegar a los restos de la ermita de Santiago y allí sentarnos
junto al arroyo de la Cañada para hablar del mar. Sin embargo,
no me puedo negar, ¿cómo negar una pequeña distracción, tal
vez su único juego, a una niña que tiene que soportar una guerra
y que aguarda todo el día anhelando ese instante de asueto?
Por el camino me cuenta que ha ayudado a las enfermeras a
efectuar alguna cura a los heridos menos graves y que también
ha recitado, de memoria y con gran éxito, algunos de
mis poemas, a los enfermos. Ella ya está recuperada de sus heridas,
o al menos ya está hecho todo cuando se puede hacer,
pues arrastra secuelas que perdurarán toda su vida. En el próximo
convoy que parta hacia zonas menos afectadas por el
conflicto bélico se marchará y nunca más volveré a verla. Jamás
volveré a ver el mar junto a su inocencia infantil.
—Recítame lo que has escrito hoy —dice con una sonrisa.
—Pero si no he tenido tiempo, mi niña, hoy no he podido,
todavía, escribir nada de nada.
—Estoy segura de que algo tienes en la cabeza, algunos
versos te han estado rondando, lo sé, tú siempre piensas en
poemas.
—Bueno —no me queda más remedio que asentir pues
además tiene razón, no lo he escrito, pero algunos versos rondan
mi cabeza—, no está terminado, a ver qué te parece, lo
he pensado mientras me acordaba de ti.
—Seguro que es bonito, venga, Miguel recita ese nuevo
poema.
—Son solo seis versos, ya te digo que no está terminado,
dice así:
Cerca del agua te quiero llevar
porque tu arrullo trascienda del mar.
Cerca del agua te quiero tener
porque te aliente su vívido ser.
Cerca del agua te quiero sentir
porque la espuma te enseñe a reír.
—Es precioso, Miguel, lo tienes que terminar antes de dormir
y mañana me lo tienes que recitar hasta que yo lo
aprenda.
Llegamos a la pequeña cima que se alza entre los dos arroyos,
me siento a la sombra de un olivo, una ligera brisa hace
agradable la puesta de sol.
... Mira, Miguel, qué bonito está hoy el mar, desde aquí
puedo oír las olas, rompen con fuerza contra la arena, y rechina
arañándola mientras la arrastra hacia las profundidades,
y se retira, y de nuevo el susurro del agua avanza
convirtiéndose en rumor y en estruendo al tropezarse otra
vez con la playa, y así una vez y otra, una ola y otra. Miguel,
¿acaso tú no las oyes?
—Claro que las oigo, es imposible no escuchar la fuerza
de ese oleaje incesante.
—Mira, Miguel, qué bien huele hoy el mar, desde aquí
percibo su aroma, huele a sal, a pescado fresco, a agua en libertad,
a espuma viva y a cresta de ola coronada por las barcas.
Miguel, ¿acaso tú no hueles el mar?
—Sí, lo huelo, cómo no respirar esos aromas que la suave
brisa marina nos acerca y nos regala, pues claro que puedo
olerlo.
—Mira, Miguel, qué bonito es el mar, desde aquí se disfruta
ese color azul y verde y blanco, el reflejo del sol que se
va a esconder ya en él le da ese tono magenta, la gran bola de

fuego se va a zambullir en las aguas que apagarán su fuerza
hasta mañana. ¿Sientes los últimos rayos del sol en tu mejilla
derecha?
—Sí, a pesar de la guerra, el sol sigue saliendo por el Este
y se pone por el Oeste. A la grandeza del sol y a la sinceridad
del mar, la crueldad de la guerra no les afecta, este es un mar
de vida, un océano de inocencia, un mar lleno de puertos de
esperanza y de nuevos amaneceres.
—Pero ven, Miguel, no te quedes ahí sentado, vamos a
acercarnos más, mucho más, hasta poder rozar esa arena fina
y cálida que tanto brilla.
Nos tumbamos en la arena para que el mar nos alcanzara,
aguardamos allí donde moría su oleaje escapando de su caricia
en el último suspiro, reímos y olvidamos todo lo que no
fuera alegría, lo que no fuera mar. Y vimos, y vivimos el mar
hasta la hora de regresar.
Y en el camino de vuelta hacia el colegio situado al sur del
pueblo me obligó a prometer que mañana regresaríamos a
ver el mar. Aferró fuerte mi mano, como si la ilusión se convirtiera
en miedo y me dijo.
—Dame fuerte tu mano, Miguel, que «mis ojos sin tus ojos
no son ojos».
En efecto aquella muchacha precisaba de mis ojos para regresar,
ella no tenía.
La explosión de una mina se los robó, entre otras lesiones,
le había causado ceguera total y permanente. No había podido
ver el mar, y no solo por su ceguera, también porque el
término municipal de Valdemoro se encuentra a seiscientos
kilómetros de cualquier playa. Lo que ella guardaba en sus
ojos, en sus oídos, en su nariz y en su corazón era el recuerdo
del mar, la necesidad de un océano de inocencia y libertad.
Llegó antes el día en que mi regimiento terminó el trabajo
y emprendió la marcha que aquel en que los niños del colegio
del Juncarejo debían partir hacia tierras más seguras, al despedirme
de mi querida niña ciega ella pronunció frases que
nunca se borraron de mi mente.
—Miguel, tú que eres poeta, escríbeme el mar. Escríbeme
el mar todos los días para que yo lo aprenda y lo pueda recitar
todas las noches.
—Veo el mar en tus ojos, chiquilla.
—Lleva siempre los ojos bien abiertos, Miguel, hazlo por
mí, todo lo que ocurra, todo lo que veas, me lo tienes que escribir,
me lo tienes que contar, nunca cierres los ojos, llévalos
siempre bien abiertos aunque te ardan, que nadie apague tus
versos ni cierre tus ojos.
Nos fuimos con la guerra a otra parte, alzó su mano y me
dijo adiós hasta que el camión se perdió en el bosque, me despidió
como si de verdad hubiera podido verme, como si yo
fuera parte de su mar.
Y guardé por mucho tiempo su imagen en el recuerdo y
sus frases en el alma y le hice caso, siempre mantuve los ojos
abiertos aunque en ocasiones me quemaban y siempre escribí
los sentimientos que me producía cuanto veía. Allí mismo,
sin llegar a salir de los muros que cerraban la finca del colegio
me surgieron tres versos que me faltaban para acabar un soneto
que titulé «Ojos, no son ojos».
Los olores persigo de tu viento / y la olvidada imagen de tu
huella / que en ti principia, amor, y en mí termina, recité mientras
los escribía.
Yo entonces no lo sabía, ¡qué dulce es la ignorancia! Y sin
embargo, me restaba poco tiempo de vida a pesar de mi juventud.
Y dirán después aquellos que supervivan, que al morir
fueron incapaces de cerrar mis ojos, tal empeño tendré yo en
mantenerlos abiertos que ni la muerte conseguirá entornar mis
párpados. No obstante, lo que nunca dirán aquellos que me
conocieron, me vieron y me sobrevivieron, porque nadie
sabrá nunca mi secreto, es que unos momentos antes de producirse
mi fallecimiento, en el preciso instante que las fuerzas
comiencen a fallarme y tiemble el lápiz en mi mano, una
bruma suave me traerá una voz y oiré un poema que habla
del mar, de la libertad y de la inocencia.
La última niebla me traerá la voz dulce de mi chiquilla que
sin tener ojos veía el mar.
La postrera bruma de la vida me traerá la melodiosa voz
de mi chiquilla ciega recitando su mar.


REGRESO AL NICHO 1009

La niebla corta la oscuridad como un cuchillo y oculta a la luna que supongo y, deseo llena; la noche se puebla de bruma y en ella tiemblan voces; imagino espectros, siento presencia y… me nace el miedo.
Adoleceré de falta de originalidad y diré que lo intuía, estas sensaciones confirman mis temores, fundamentan mis sospechas, esta noche es especial en este lugar y, para mí, será tétrica y larga.


            El valor no es una de mis virtudes, no obstante acepté este puesto de trabajo, en el cementerio, por pura necesidad de supervivencia. Había agotado la prestación por desempleo, mis ahorros se habían esfumado, no me podía permitir decir que no a una oferta laboral sea cual fuere y, por lo tanto dije sí. Y no todos los días me arrepiento, pero algunas noches sí.
            Y esta noche de luna llena tamizada de niebla, va a ser una de esas ocasiones en las cuales maldiga mi decisión, lo sé. Hace lustros que sucede y este año no va a ser una excepción, al contrario, precisamente este año, sucederá con más razón.
            En otras ocasiones he oído susurros, rumores; he sentido presencias, he presenciado presentimientos; he visto sombras deslizarse evanescentes, misteriosas; y, por si todos esos sobresaltos no fueran suficientes, cada treinta de octubre, sucede esto. Pura magia incomprensible o inexplicable que empieza con una mirada, unos ojos oscuros y muy abiertos que, ávidos de luz, me miran por un instante.
            Pero vayamos despacio y en orden cronológico, contaré primero lo acontecido ayer y luego, si hay ocasión, lo que suceda hoy según vaya ocurriendo.
            Ayer el día comenzó lloviendo. Una tormenta gris e infernal, con viento de ráfagas fuertes y gélidas. Septiembre había sido soleado y cálido, en cambio en octubre todo cambió; todo, no solamente el tiempo, y yo sabía que aquellos cambios eran un mal presagio, un funesto augurio…
            Aquel nuevo día no me gustaba y menos aun me atraía su noche. Los truenos no cesaban, parecían enfadados y no permitían la aparición del habitual y necesario silencio nocturno. Y eran truenos de esos desgarradores que interrumpen el descanso si has tenido la fortuna de haber conciliado el sueño, truenos hórridos de los que arrastran miedos consigo y ya no te permiten dormir si te sorprenden despierto.
            Las gotas de lluvia castigaban el mármol de las tumbas sin descanso. No sé cómo alguna vez llegué a pensar que era grato y relajante ese ruido estridente. De repente cesó el temporal, como si una parte de mis oraciones hubieran sido escuchadas y las peticiones formuladas en ellas, concedidas. Sin embargo, una tiniebla amenazadora y tan silenciosa que se podía escuchar su sonido, resultando este tan horrísono y estrepitoso como el de la furia de la tormenta, sucedió al chaparrón.
            El frío de la noche y la humedad persistente golpeaban en mi rostro manteniéndome despejado, el miedo me mantenía alerta, atento a cualquier sonido, a cualquier… mirada. En el cementerio apenas se vislumbraban sombras y de vez en cuando, con ayuda de los rayos, la intermitente blancura violenta de las lápidas impactando contra el fondo negro se las tinieblas.
            Y entonces lo vi.
            No era un fantasma esa figura oscura que ayer surgió entre las tinieblas dándome un buen susto, era mi predecesor en el puesto, un vigilante ya jubilado, aquél que había resistido tanto tiempo de misterios e incertidumbres en el cementerio de Orihuela, que ahora, ya apartado del servicio, apenas podía dejar de visitarlo a diario. Tal era la atracción que ejercía el camposanto.
            No me produjo demasiado pavor su presencia, lo había visto en otras ocasiones y supe enseguida que era él, que esta vez no era un espectro ni un engendro, que se trataba, al menos por el momento, de alguien humano y vivo.
            En cuanto puso el pie dentro del cementerio fui tras él, lo seguí, aunque bien sabía yo el lugar al que se dirigía. Al nicho 1009. Se detuvo en una zona casi en penumbra, allí donde la luz de las farolas del paseo nunca se atreven a entrar, frente a un nicho sin flores que ya nadie visita porque está vacío. El famélico esqueleto que sucedió al famélico cuerpo que lo habitaba, fue trasladado hace tiempo, en 1987 si no recuerdo mal, a otro panteón donde reposa en la actualidad junto a su esposa y su hijo.
            _ Miguel ya no está ahí y tú lo sabes mejor que nadie- dije sin saludo previo.
            _ Sí lo sé, pero aquí estuvo mucho tiempo, casi tanto como yo he estado cuidando de este recinto sagrado.
            _ Y ¿qué te trae hoy por aquí y a estas horas intempestivas?
            _ Mañana es su cumpleaños, ¿lo sabes, verdad? Su centenario para más detalle.
            _ Sí lo sé, es una fecha marcada en rojo en mi calendario.
            _ No temas, lleva años sucediendo, son sus amigos, vienen a saludarle, pasan un rato con él, lo felicitan según su propia ambigua tradición y, tal como parecen, se vuelven a marchar. No te pasará nada malo.
            _ Quizá, pero sigue sin gustarme, no consigo acostumbrarme.
            _ Este año será especial.
            _ Lo dices por que se trata del centenario de su nacimiento.
            _ Sí, pero hay algo más- me dijo tendiéndome un recorte de un periódico y poniéndolo al alcance de mi mirada. Solo leí el titular, no había luz suficiente para desenmarañar las pequeñas letras negras del resto del artículo que se apelotonaban confusas en la oscuridad, no obstante, con lo que vi fue suficiente para comprender de qué se trataba.
            “En breve aparecerán dos poesías inéditas de Miguel Hernández”.
            _ A estas alturas nuevos poemas, ¿crees que es cierto o es un titular más de la prensa sensacionalista con motivo del centenario?- no respondió pero por la forma en que me miró supe que sí. Creía que era cierto. Lo sabía.
            Estuvo mucho tiempo en silencio, mirando fijamente al nicho 1009, movía sus labios pero no emitía sonido alguno, pensé que rezaba, luego, de repente, comenzó a recitar un poema.
            _ “Sí se me acaba la vida
                 y de mí no sabes más
                 busca en la tierra de España
                 que cruzado a sus terrones
                 en ella me encontrarás…”
            _ Es uno de los poemas nuevos ¿verdad? Los tienes tú.
            _ Sí, es un romance, se titula: “Si se me acaba la vida”, el otro es una silva asonantada, su título: “El retorno”.
            _ Si me permites la pregunta, ¿cómo han caído en tus manos?
            _ Eran de mi padre, compartió literatura y trincheras con Miguel, fueron compañeros del mismo bando durante la guerra, estuvieron juntos todo el año 1937, el poeta le regaló dos poemas escritos de su puño y letra cuando se despidieron y sus vidas se separaron. Mi padre me los entregó poco antes de morir, poco antes de volver a ser compañero de Miguel aquí, en el cementerio, estos dos poemas eran su tesoro más querido, ¡están tan deterioradas las dos cuartillas de tanto manosearlas y leerlas que casi se les cae la tinta!
            _ ¿Estás completamente seguro de que son obra de Miguel Hernández?
            _ Totalmente seguro, además de tener el testimonio de mi padre, con lo cual ya sería suficiente garantía, he visto y estudiado sus características literarias, están plagados de referencias a su tierra amada, de ecos amorosos y sentimientos de dolor, de palabras de sangre y de gritos de muerte. Tienen todas las características de la escritura de Miguel.
            _ ¿Conservas entonces los originales con la letra del poeta?
            _ Los conservaba hasta hace un par de días, ahora no sé dónde están, aunque lo sospecho. Por estas fechas siempre me sucede lo mismo, desaparecen misteriosamente, no los encuentro donde los dejé, se evaporan abandonando en lugar donde los guardo, no hay caja fuerte ni combinación que consiga retenerlos. Vuelan. Después, al día siguiente de su cumpleaños, vengo a buscarlos aquí, al cementerio. Siempre los hallo al pie del nicho 1009. Siempre. Si mañana no pudiera venir yo, ¿quieres tú buscarlos pro mí y guardarlos hasta que yo regrese?
            _ Sí, los buscaré y si los encuentro los guardaré, pero ¿por qué razón no podrás venir tú, como siempre, a por ellos?
            _ No lo sé, es un presentimiento, una más de mis locuras. Desde que decidí publicar los poemas tengo una extraña sensación, como si no estuviera obrando bien, como si fuera a arrojar luz a una sombra secreta que no me pertenece y cuyo propietario prefiere mantener en la arcana penumbra de la inexistencia.
            _ Si en verdad hay dos obras inéditas de Miguel Hernández la humanidad debe conocerlas, no se pueden mantener en secreto, no se deben ocultar a la historia de la literatura y menos ahora, en plena celebración del centenario del nacimiento del poeta. No son tuyas, ni de tu padre, ni siquiera de Miguel, son patrimonio de la humanidad.
            _ Sí, piensas igual que yo, pero tal vez “ellos” no piensen lo mismo, mañana obtendremos la respuesta.

            Ya había amanecido cuando llegué a casa calado hasta los huesos y con frío en cuerpo y alma. La ducha consiguió hacerme entrar en calor pero también desvelarme, di mil vueltas en la cama y ante mi inquietud creciente y el nerviosismo que me impedía dormir, opté por levantarme.
            Pasé el día sumergido en el aturdimiento del insomne, creyéndome observado por unos ojos oscuros permanentemente abiertos, leyendo poemas de Miguel, buscando anécdotas de su vida…
            No lo mataron, ni siquiera tuvieron ese detalle que hubiera acortado su padecimiento, lo dejaron morir en soledad, lo dejaron apagarse poco a poco, consumiéndose en el dolor y la angustia de su celda. Quizá por eso murió con los ojos abiertos, para no perderse nada de las miserias humanas, para que en sus pupilas, viera quien lo amortajaba, el reflejo de la injusticia cometida, para que sus ojos oscuros, en búsqueda permanente de la luz, me miraran cada año desde el silencio de su niebla.
          
            Y aquí estoy de nuevo, en mi puesto, sumergido en la oscuridad de la noche en el cementerio, hundido en el miedo; ya siento los ojos abiertos clavados en mi cuerpo, ya oigo susurros, percibo carreras veloces en los pasillos vacíos del camposanto, siento como se aproximan. Es ya medianoche, es ya treinta de octubre y no podían faltar a su cita.
            No son fantasmas los que salen de la niebla, es la propia bruma la que nace de sus lamas yertas. Son los mismos de siempre, sus amigo; son poetas y escritores, todos ellos, como Miguel, ya fallecidos hace tiempo. Puedo verlos con mis ojos asustados a la luz de la poca luna que atraviesa su niebla, ahí están: Juan Ramón Jiménez, Neruda, León Felipe, Lorca, Vicente Aleixandre, Luis, Emilio, Manolo, Alberti, Arturo, Pedro, Juan, Antonio Machado; levitan murmurando sus poemas, avanzando entre la niebla que les nace a cada paso, se detienen a los pies de una sepultura. La de siempre.
            De nuevo huele a azahar esta tierra yerta, de nuevo recitan versos sobre la tumba donde yace Miguel y, despierta la mirada incesante del “hombre que acecha” mientras yo tiemblo y “el rayo no cesa”. Parece de nuevo que el Miguel amigo  ha llamado a los poetas como hizo en vida y ellos, esta vez sí, han acudido a su llamada.
            Y parece que ya desaparecen, difuminados en su niebla, se apartan de la tumba y yo me acerco a ella. Sobre el túmulo de Miguel han escrito las manos descarnadas de sus amigos un fragmento de uno de sus poemas:
            “Callo después de muerto.
            Hablas después de viva.
            Pobres conversaciones
            desusadas por dichas,
            nos llevan a lo mejor
            de la muerte y la vida.”

            Al final, justo encima de sus nombres, otra frase: Feliz centenario Miguel.
            Se ha trasladado el rumor de sus versos a otro lugar apartado, al sitio que bien conozco; ahora toda la comitiva de aparecidos, arrodillados junto al nicho 1009, recitan un poema:
            _ “No salgas al camino del retorno
               que el que esperas ha muerto.
               Esconde tus sonrisas y tus flores
               y sigue con la rueca de tu ensueño”.
            Es su amigo más cercano, Vicente Aleixandre, quien entona con mayor fervor los últimos versos del poema:
            _ “Soy viajero
               de un camino de horror
               que sella el labio, ciega los ojos
               y me abrasa el pecho”.
            Se levantan, se despiden, desaparecen. Sopla el “viento del pueblo” persiguiendo aromas dulces sin calvarios, arrastrando ausencias en la niebla. En la bruma desaparecen y ésta desaparece con ellos, como si fantasmas y nebulosa una sola cosa fueran.
            Siento la mirada ardiente de unos ojos grandes y densos en mis manos, tengo una promesa por cumplir: de “nacido en mala luna” paso a sentirme “perito en luna llena” y, a su luz, que sí se atreve a iluminar el nicho 1009, busco dos cuartillas escritas a mano. No tardo en encontrarlas, al pie del gélido mármol que oculta la concavidad donde durante muchos años reposó el cuerpo de su autor, las han dejado.
            Dos cuartillas, ambas escritas por las dos caras, repletas de sus letras dolorosas y de su literatura ensangrentada. Cada una de ellas contiene un poema y un pedacito de su alma: “Si se me acaba la vida” y “El regreso” rezan los títulos de cada una de ellas en su inicio.
            Se le acabó la vida a Miguel demasiado pronto y no pudo regresar.
            Ya no hay niebla, ni fantasmas. Solo silencio, luna llena y letras inéditas en azul melancolía, cubren la tumba del poeta.


* Nota del autor: El fragmento escrito en negrita es una adaptación del inicio de otro relato, el titulado “Croac” cuyo autor es Javier Valls Borja.


SÍNDROME DE ESTOCOLMO

 No pude evitar mirar de soslayo la verja que rodeaba la casa, no pude ni quise evitar volver mi rostro, contemplar el anverso de la puerta, de la valla… de mi vida. No pude evitar la tentación de observar el paisaje desde el otro mundo y contemplar el lado desconocido.
            Sentí vértigo, miedo, nostalgia…amor.
            Vértigo repentino por mi recién estrenada libertad, tan soñada, tan lejana y de repente… hallada. Vértigo, pánico a precipitarme dejando atrás una larga experiencia agobiante y no obstante enriquecedora, traumática y sin embargo tan…segura.
            Miedo a lo desconocido, a la resurrección de mi pesadilla, a la vida, a no encontrar ahí afuera lo que nunca me faltaba allí adentro.
            Nostalgia de un amor, imposible desde el mismo instante en que nació hasta el momento en el cual murió.
            Porque doy por cierto su desaparición definitiva, después del disparo no volvió a moverse, después del portazo nada se escuchó, solo mis pasos atolondrados por la escalera, por la gravilla del jardín, por el césped recién regado con la escarcha de mi definitiva e irreversible ausencia. Al volver la vista atrás no puedo evitar una lágrima, el dolor de la despedida, supongo.  Sé como se llama esta enfermiza necesidad mía, pero lucho contra ella y gano la batalla final.
Corro hacia la libertad exterior, estoy segura, además de Miguel, ahí afuera, tienen que existir más poetas, debe recitarse más poesía.

            Quince años atrás.
           
La contemplo como siempre, ella paseando por la arena, yo oculto entre la gente. Me embriaga su juventud insolente, su desvergonzado movimiento de caderas al caminar. Me cautiva el paraíso interminable de sus piernas tostadas por el sol. Envidio a la brisa que impune acaricia su perfil mientras pienso y me pregunto, ¿cómo será su piel bajo su escueto bikini?, morena en discreta oscuridad difuminada o blanca en pureza y gélida nieve.
            Mis ojos están clavados en esas curvas perfectas cuyo tacto sueño, mis secretos anhelos pronto serán cumplidos, pronto se harán realidad porque he decidido que será hoy. He reunido el valor suficiente, tengo todo preparado, la casa, el coche, las cuerdas, la mordaza, el cloroformo. Cuando llegue a esa cala solitaria y recóndita donde le gusta nadar al atardecer, me acercaré y… empezará nuestro poema.
           
Otra vez el pervertido de todas las tardes- murmura la joven contrariada antes de lanzarse al agua-, ¿no tendrá nada mejor para hacer que seguirme y espiarme?
            Se zambulle en las frías aguas de su playa, nadie va a conseguir amargar su momento de descanso. Nada con buen ritmo, con brazadas firmes, coordinadas. Después, a cierta distancia ya de la arena, se deja llevar por las olas, se tumba de espaldas, abre brazos y piernas dejando caer la cabeza atrás. ¡Qué deleite no hacer nada! Flotar, respirar, dejarse mecer por las cerúleas aguas del mar mientras los últimos rayos del sol le regalan su más confortable caricia.
            Cuando el sol ya se oculta en el horizonte emprende el retorno, sus brazadas ahora son lentas, no tiene prisa, no quiere salir de su mundo, no quiere regresar y, sin embargo, todo lo que tiene un comienzo debe también acabar.
            Sale del agua, se dirige hacia su ropa. ¡Vaya! El espía hoy no se ha conformado con observar desde su atalaya en las lejanas rocas junto a la carretera, ha decidido acercarse hacia donde ella suele ubicarse.
            - ¿Hoy has pagado butaca de privilegio?- le reprocha con altivez.
            - ¿Cómo te llamas?- pregunta el extraño sin responder.
            - A ti que te importa cómo me llame o me deje de llamar, lo que debes hacer es dejar de seguirme y de espiarme, eres un mirón pervertido, un viejo verde.
            - Perdona, no te seguiré más, no era mi intención molestarte, sólo quiero saber tu nombre, yo… a mí puedes llamarme Miguel.
            - ¡Pues vete a la porra Miguel, vete lo más pronto posible y quédate para siempre allí!
            - Bueno no importa, desde hoy te llamarás Josefina.
            Es lo último que oye, el desconocido avanza hacia ella y tapa con una tela su boca, su nariz, sus ojos… su existencia. Un olor agradable y no obstante demasiado penetrante se instala con rapidez en su cerebro, sus sentidos quedan embotados por el sabor azucarado y picante, se marea, pierde el sentido.
            Al despertar se intuye atada, la cabeza le da vueltas, en la garganta tiene un picor insoportable pero una venda que amordaza y aprieta sus labios no le permite toser. Está sentada, mira a su alrededor desconcertada y aprecia, solo, una tenue oscuridad difuminando la habitación. De repente una silueta se mueve, se acerca y una voz le habla con melosa parsimonia. Debe ser Miguel.
            - ¿Ya te has despertado? Empezaba a pensar que me había excedido con el cloroformo, hubiera sido un desastre. Pero no ha sido así, afortunadamente estás aquí, por fin.
            Se mueve nerviosa, incómoda, mira las cuerdas que aferran y dañan su piel con la áspera robustez de las maromas.
            - Tranquila, no te haré daño, pronto te liberaré de las ataduras y la mordaza, podrás moverte a tu antojo, pero primero quiero que escuches y conozcas tu situación.
            Hace un esfuerzo por gritar, sin embargo su chillido muere sin llegar a nacer, se estampa contra el cruel bozal quedando en leve gruñido ahogado dentro de la habitación.
            - Este es tu nuevo hogar. No me refiero a esta habitación sino a toda la casa. Puedes hacer en ella lo que te plazca, es tuya. Cuando yo esté, podrás también salir a la finca exterior, cuando esté ausente solo podrás moverte por el interior de la casa, nunca nadie se ha acercado a este paraje pero, para evitar problemas y curiosos. Al principio te resultará difícil adaptarte pero con el tiempo... aprenderás a amarme.
            Palideció por el terror, estaba secuestrada por un loco que pretendía, encima, que se enamorara de él. Le vino a la mente una escena de película de Almodovar, Átame. Recordó que sí, que al final Victoria Vera se enamoraba de Banderas...
            - Recitaremos juntos poemas de Miguel Hernández, pasearemos por la espléndida e inmensa finca que rodea este viejo y recóndito caserón, nadie nos molestara ni nos interrumpirá, estaremos solos, tú, yo, la poesía... Josefina, Miguel y sus versos... Hoy te recitaré uno antes de desatarte y a partir de mañana leeremos los dos, nos escucharemos el uno al otro y el amor surgirá entre versos.
            Ya no se molestó en tratar de luchar, ni de gritar, estaba loco, había que seguirle la corriente y en cuanto fuera posible... escapar.
- Se titula: “Vals de los enamorados y unidos hasta siempre”- la miró para cerciorarse de su atención y comenzó a recitar.
- No salieron jamás
del vergel del abrazo.
Y ante el rojo rosal
de los besos rodaron.
Huracanes quisieron
con rencor separarlos.
Y las hachas tajantes
y los rígidos rayos.
Aumentaron la tierra
de las pálidas manos.
Precipicios midieron,
por el viento impulsados
entre bocas deshechas...
            ¿De verdad aquel demente pensaba que le podían gustar esos versos? ¿En serio confiaba en que ella se enamorara de él?
- Recorrieron naufragios,
cada vez más profundos
en sus cuerpos, en sus brazos.
Perseguidos, hundidos
por un gran desamparo
de recuerdos y lunas,
de noviembres y marzos...
Y sin embargo el poema era precioso, lleno de fuerza y de ternura, en otra circunstancia quizá... pero atada a una silla, amordazada, secuestrada...
- Aventados se vieron
como polvo liviano:
aventados se vieron,
pero siempre abrazados.
Terminó la lectura, cerró el libro, se aproximó a la joven y su cercanía la hizo estremecerse de temor. Comenzó a desatarla.
- No temas, jamás te haré daño, eres Josefina y yo soy Miguel ¿no lo comprendes? Ahora eres tú toda mi vida.
            Definitivamente estaba loco, pero la estaba desatando. Retiró todas las cuerdas y ella pudo levantarse entre temblores inciertos.
            - Aguarda, voy a quitarte esa mordaza, trataré de no hacerte daño.
            Lo intentó pero no lo consiguió, le causó dolor, le arrancó la piel o al menos a ella así se lo pareció y, no pudo evitar un pequeño grito de sufrimiento.
- Lo siento Josefina, ya no volverá a suceder.
Estuvo apunto de desgañitarse pidiendo socorro, le pasó fugazmente por la cabeza la idea de golpear a aquel individuo y tratar de huir, sin embargo no podía ser tan sencillo como eso, lo tendría todo planificado al detalle. No hizo nada, lo dejó hablar, le siguió la corriente, era un demente, un secuestrador, un criminal, pero parecía tranquilo y sin intención de causarle daño.
- Acompáñame por favor, te enseñaré la casa, en la cocina tienes comida, en la biblioteca los libros de Miguel. Te indicaré cual es tu habitación, en ella encontrarás ropa de tu talla. Yo me marcharé pronto, así podrás descansar.
Trataba de resultar amable a pesar de ser un delincuente, tenía que esperar, aguardar con paciencia, con calma, en cuanto se marchara empezaría a estudiar la forma de escapar, huir esa misma noche.
Y aunque se fue el carcelero no pudo escapar de la celda. La puerta cerrada y sólida, los cristales de las ventanas imposibles de romper, ni un ruido entraba de fuera ni tampoco sonido alguno podía del caserón salir. Se arrojó en la cama, en la oscuridad de la alcoba que le habían adjudicado y durmió por agotamiento y desesperación.
No recordaba cuando fue la primera vez que recito poemas junto a su captor, no guardaba en su memoria el primer roce, ni el primer beso, ni cuando el odio se torno amor. No recordaba y el tiempo pasaba y, cual pájaro cantor, se fue acomodando a su dueño y a su jaula. Recitaba al atardecer con tono atiplado de ruiseñor cautivo.
-         Pintada, no vacía
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama. 
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.

Quince años de presidio voluntario y feliz hasta hoy. Amaneció gris el día triste, los tímidos rayos de sol que burlaban la vigilancia de las nubes, dotaban a la vieja alacena de un brillo siniestro. No, no era la alacena, era un metal sobre ella. Se acercó al brillo que se le antojó un soplo de vida en espiral y hacia el exterior. Un relámpago cegó su amor y eclipso todos los versos y besos recitados.
- ¡Una pistola! ¿Por qué tiene Miguel UNA pistola?
Aguardó en el salón como todos los días la llegada deL amante, recitaron poemas y hablaron, como todos los días, de la vida y obra del poeta oriolano. Como todos los días, se amaron con ternura, con pasión, con literatura...
El frío acero despertó su tacto y sus instintos de libertad, dormía Miguel como siempre, respirando pausadamente con la sonrisa tierna del último verso dibujada en los labios. Apuntó, cerró lo ojos, no quería ver su sangre. El horrísono estruendo del disparo rebotó por la habitación, zuñían sus oídos, temblaba su alma... se apresuró hacia la puerta, Miguel, inmóvil, había dejado de sonreír. Hurgó en los bolsillos de su traje cuidadosamente doblado sobre el bargueño, cayeron al suelo las llaves y su ruido quedó amortiguado por la última reverberación del disparo. Salió despacio, de puntillas, para no despertarle del sueño eterno. Un portazo a su espalda le indicó el fin de una vida y el principio de su libertad... ¿libertad?

Y no pude evitar mirar de soslayo al amor perdido, no quise evitar despedirme del anverso de la vida.
Abandoné mi jaula.
El mundo me daba vueltas, nostalgias de un amor, futuro sin versos, vértigo, dudas... mi crimen fue matar al ruiseñor cantor para resucitar al jilguero mudo. Asesinato de un amor, imposible, desde el mismo instante en que nació hasta el momento, éste, en el cual murió.
Y ahora me pregunto... ¿dónde están los poetas?


jueves, 25 de octubre de 2012

Cornudo y atropellado






De la rutina insípida de su oficina a la insípida rutina del hogar.
De casa al trabajo y viceversa.  De soportar al jefe entre montañas de papeles aburridos a soportar a la “jefa” entre montañas de vajilla sucia.
Un buen día regresando al hogar detuvo su caminar, gritó que no a una vida anodina, incolora y manejada. Inmóvil pensaba cuando un coche le atropelló trasladándolo de la rutinaria vida a la inodora muerte.

Desde el cielo ve a su indolora “jefa”, apenas él expiró, salió de caza, le faltó tiempo para liarse con su jefe, me refiero al de él, sería repetitivo que fuera el de ella.

lunes, 15 de octubre de 2012

Activos y pasivos



 Dos nuevos microrelatos no ganadores, el primero "Activos y pasivos", el segundo "Besos soñados".




Activos y pasivos

Con esa exactitud tan característica de la ciencia, a la hora prevista, sonó la alarma. 

No había de qué preocuparse, no lograba entender a qué venía tanto alborto,  todos lo sabían, era un simulacro. Sus compañeros, activos, salieron en orden pero deprisa; él, pasivo, decidió terminar su trabajo, iba muy atrasado, el jefe le estaba apremiando.

- Me huele a chamusquina- dijo percatándose de que sus colegas tardaban demasiado en regresar a los puestos de trabajo. 

Con la rigurosa exactitud de las tragedias, unas vaharadas de humo negro alcanzaron su despacho, quedó cercado por el fuego.

Buenas noticias, ya no es necesario cuadrar activos y pasivos del balance.





Besos soñados


Con esa exactitud tan característica de la ciencia los labios de él se posan en la mejilla de ella, las manos rodean su cintura y el cálido abrazo la embriaga hasta hacerla cerrar los ojos y... enloquecer. 

¡Qué agradable instante final!, tan excitante... su boca entreabierta acercándose despacio, tentadora, pecadora... el pulso galopa cuando su aliento la roza, se congela el tiempo... la luz inunda la sala entre aplausos, él sonríe con vanidad de galán.

- Has estado magnífica esta noche, querida-, deposita un casto beso en su frente y después... la soledad de la actriz, sueño renovado de mujer enamorada. 


Mañana se volverá a izar el telón.