lunes, 15 de julio de 2013

Final del capítulo II: El segundo encuentro







El segundo encuentro




Los dos llegaron al lugar de su encuentro antes de que se cumpliera la hora acordada para la cita y con un margen entre la presencia de uno y la llegada del otro de apenas unos segundos, hasta en eso parecían estar de acuerdo.

El abrazo que precedió al primer beso evidenció pasión sin límite, la ausencia de palabras, que continuaba siendo lo habitual, evidenciaba la necesidad de continuar besándose, en verdad iniciaron su segunda reunión tal como habían planeado, en el punto preciso donde habían dejado la primera y eso había sido ayer, tan solo ayer, apenas unas horas atrás.

Enseguida se dieron cuenta de que el escenario donde se encontraban, en medio de la calle, no era el más idóneo para aquél diálogo amatorio carente de palabras, además hoy sabían, aunque no lo hubieran comentado ni previsto, que acabarían dando rienda suelta a su deseo.

Las sombras de sus cuerpos se fundieron en una sola mientras recorrieron el breve camino que les separaba del hogar más cercano y que no obstante tardaron una eternidad en recorrer. Con la pausa del que no tiene prisa se besaron en cada baldosa, se miraron sin rozarse, se rozaron sin mirarse, se besaron sin dejar de besarse. Los semáforos cambiaban de color varias veces antes de que su excitada pasión les permitiera darse cuenta de que el paso estaba abierto y podían cruzar a la otra acera. Escandalizaron a viandantes tanto hombres como mujeres, a conductores, tanto veteranos como noveles, e incluso a los taxistas que ya es difícil que se excandezcan.

Cuando por fin llegaron a un portal sus manos ya recorrían, sin ningún pudor y con ansioso apetito, pieles tibias bajo intimas ropas ajenas. Y si en la calle su actuación rozó el escándalo, en el ascensor su zozobra fue verdaderamente indecente y tanto tiempo tuvieron el elevador en usufructo que al final un vecino impaciente acertó a pulsar el botón en el instante preciso requiriéndolo a su puerta, con tan mala suerte para los fervorosos amantes que se trataba de Martín Preciado, un sacerdote que se alojaba en régimen de alquiler en el tercero C. Sus zapatos limpios y su alzacuellos níveo contrastaron con su mirada sucia cuando clavó sus pupilas en los pechos grandes y turgentes que a Judith no le había dado tiempo de ocultar, los pezones sonrosados y erectos apuntaron directamente a sus celestiales pupilas y por ello no pasaron desapercibidos, ni tampoco cierta prenda de encajes que el hombre desconocido llevaba en la mano y que le hizo mirar, y pensar, y quizá atisbar, imaginar por descarte, que entre la mini falda y la piel había ausencia de lencería. Las risas de los jóvenes fueron tan incontenibles como su lujuria y también como la furia del cura vecino, quien amparado en el anonimato de una caja de ascensor vacía, descargó su puño diestro e irascible contra la puerta y si hubiera podido hubiese enviado la furia divina contra los desvergonzados pecadores.

- No sé a dónde vamos a llegar, ¡qué tiempos!- protestó en voz alta el malhumorado religioso.

- Hemos enfadado al cura- dijo Judith más preocupada por la condición de vecindad de su vecino que por la del sacerdocio del sacerdote.

- Lo que hemos, o mejor dicho has..., lo que has hecho es ponerlo cachondo.

- ¿Y tú, cómo estás o cómo te he puesto a ti?

- Yo estoy loco por ti, fuera de mí desde que te conozco, eres una droga y yo soy adicto a ti desde la primera vez que te vi y te probé.

No llegaron vestidos a la habitación, bueno para ser sinceros no llegaron a la habitación, fue el pasillo el escenario donde se celebró el primer asalto de su primer combate. Un escalofrío recorrió sus cuerpos cuando se convirtieron en solamente uno, desarmados, cautivos de las garras del amor y del deseo hasta que, el estallido del relámpago culminó la primera tormenta. Escampó brevemente y, no tardó en suceder a una leve calma, una nueva tempestad. Desabrocharon sus pieles para llenarlas de caricias mudas y besos ardientes, cobijados, en esta ocasión sí, entre la suave caricia de las sábanas. Y los dedos se deslizaron entre vientres y cinturas y alcanzaron, empujados por un mar embravecido, parajes fantásticos y desconocidos donde se percibían sensuales melodías apenas susurradas y sin embargo, perfectamente audibles.

Derrotados, exhaustos, reposaron el tiempo imprescindible hasta que, de nuevo…

Las manos vadean la corriente, se aferran a los pechos tibios, saboreando más despacio el exquisito tacto, degustando con tiempo, sin urgencias, con más deleite y mayor placer, cada bocado, deseando y a la vez temiendo saciar por completo el apetito. Pronto caería sobre la ciudad el negro terciopelo de la noche, sin embargo a ellos la virtud del descanso, que no la de los sueños, se les negaría, el amanecer les sorprendería henchidos de amor, ahítos de sexo y sin embargo, deseosos del voluptuoso horizonte de la próxima noche, del ya anhelado horizonte de la próxima noche juntos.


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