jueves, 8 de agosto de 2013

Capítulo XXV: Más allá del espectro



El capítulo XXV de mi novela "El último secreto del Titanic". Homenaje a Morgan Robertson. El título del capítulo es el mismo que el de su segundo libro. Y esta situado el día de su muerte, el 24 de marzo de 1915.



MÁS ALLÁ DEL ESPECTRO

Cuando era pequeño soñaba con el mar. Y ahora frisando la
vejez, con 53 años en las espaldas, con su casi total ceguera y muchos
golpes encajados a lo largo de su vida, volvió a hacerlo, volvió
a soñar el mar y a recordar sus años de marino.
Acariciaba su última novela sin poder apenas leer el título con
sus ojos rotos de cansancio y dolor mientras trataba de recordar si
había tomado ya su medicina, pero lo único que venía continuamente
a su recuerdo era aquel día, ya lejano, el miércoles 10 de abril
de 1912 en el puerto de Southampton, su conversación con el presidente
de la White Star Line y, sobre todo, el posterior encuentro
con el muchacho aquel, el aspirante a escritor a quien regaló su
libro y su pasaje de segunda a un naufragio seguro.
—¿Qué sería de él? —murmuró hablando solo—. ¿Qué habría
sido del joven aprendiz de escritor?
La probabilidad de que se salvara, viendo la lista de supervivientes
y la de desaparecidos, era mínima. Casi con total seguridad podía
asegurar que había fallecido y él, seguía considerándose culpable.
—No recuerdo si he tomado ya la medicina, la tomaré, no vaya
a olvidarlo. —Tomó su medicamento habitual y siguió acariciando

su libro, el último, mientras pensaba en aquel muchacho. Poco más
tarde continuó con su monólogo.
—He sido marinero, joyero, escritor de segunda fila y profeta olvidado…
espero que en esta ocasión, con Más allá del espectro me
hagan más caso que con El hundimiento del Titán. —Hacía ya casi un
año que se había publicado su última obra, nunca mejor dicho lo de
última. Más allá del espectro contaba la historia de una catastrófica
guerra futura, otra de sus vivencias, otro de sus sueños premonitorios
convertido en pesadilla, otra condenada profecía.
—¿Por qué tarde o temprano mis sueños se convierten en realidad?
¿Por qué no le pregunté al muchacho aspirante a escritor su
nombre? Así podría buscarlo en la lista de supervivientes, ¿por qué
no recuerdo si ya me he tomado o no la puñetera medicina?
Esta vez no pensaba hacer nada, él había cumplido su obligación
escribiendo la novela con los últimos reductos de visión de sus retinas,
si el mundo no la leía, o no la sabía interpretar, ya no era su
problema.
—En esta ocasión no haré nada, no gastaré mi dinero en viajes,
tampoco mi vista, o la ausencia de ella, me permiten hacer alardes,
pero sobre todo no enviaré a ningún joven iluso a la guerra, no enviaré
a ningún escritor a la muerte.
Narraba en su libro un episodio impensable, imposible, una guerra
entre dos superpotencias, entre Estados Unidos y Japón. Uno
de los capítulos, precisamente el inspirado en un sueño que, una
noche de delirio, vivió con más contundencia y le dio más sensación
de pesadilla real, describía un ataque sorpresa y a traición de
la armada japonesa contra posiciones enemigas, en esa batalla perecían
2500 personas. En esa obra Morgan había profetizado sin saberlo,
el ataque japonés a la base de Pearl Harbor y el desenlace de
la segunda guerra mundial.
—¿Por qué a pesar de ser prácticamente ciego puedo ver el futuro
y en cambio no soy capaz de recordar si ya he tomado la medicina?
¿Dónde la habré puesto? Ya casi es hora de irse a dormir.

Esa misma noche un camarero del hotel donde se hospedaba lo
encontró tirado en el suelo cerca de su cama. Morgan Robertson
murió de una sobredosis de protiodide, un medicamento basado
en una composición de mercurio que se usaba para tratar enfermedades
renales. La sobredosis fue, muy posiblemente, un acto involuntario
producido por él mismo al tomar su medicina varias veces
por descuido.
Descartados suicidio y asesinato, su último capítulo fue escrito
entre tinieblas, con letras imprudentes de mercurio.