jueves, 9 de septiembre de 2010

Palabras para Julia.


Como no aparece en la web de la revista Vivir Valdemoro la última edición os dejo el artículo correspondiente al mes de Septiembre. Se trata de una aclaración sobre la cita inicial de un capítulo de mi novela "La profecía del silencio" por tanto está directamente relacionado con el blog. Espero sea de vuestro agrado.
La fotografía pertenece a la primera exposición del Colectivo Toc Arte, no sé la razón, pero al escribir el artículo me acordé de mis dos pintoras favoritas, de mis dos Elenas y de sus obras, por tanto un pequeño homenaje a Elena Alvarez y a Elena Laguno.
Palabras para Julia

Queridos vecinos, amigos y lectores. Ahora que las vacaciones estivales se nos han acabado a la mayoría de trabajadores del país, regreso a casa y me encuentro con la duda de a qué tema dedicar mi artículo de septiembre.
Podía hablar del triunfo de España en el mundial, del tercer tour conseguido por Nuestro vecino Alberto Contador, del quinto triunfo de Rafa Nadal en Roland Garros o de la medalla de plata de nuestro querido Jesús España en el europeo de Barcelona. También hubiera podido explayarme en temas como la huelga de los controladores aéreos, la prohibición de los corridas de toros en Cataluña pero no de los encierros y los toros embolados o de fuego, de la ausencia de convenio para el sector de seguridad privada y van para los dos años, de la crisis que no termina de terminar, o el incremento en los precios de los combustibles que se han disparado durante los meses de verano.
Pues no, he preferido dedicarme a otro asunto, cuando menos más cultural y dotado de mayor optimismo. Hoy les voy a hablar de un himno a la vida, de un texto que un hombre un buen día le escribe a su hija cuando en realidad es una composición dedicada a todos los hombres. De la obra titulada “Palabras para Julia”.
En una conversación reciente, me preguntaba un familiar, la razón por la cual, en el capítulo XXIV de mi tercera novela, “La profecía del silencio” cuyo título es, precisamente, “Palabras para Julia”, en la cita de inicio y tras doce versos muy especiales, hago referencia, como autor y procedencia del texto, a la canción del grupo musical orensano Los Suaves y no a su verdadero autor, el escritor y poeta José Agustín Goytisolo.
La razón es muy simple, yo hice referencia a este grupo porque fue a través de ellos y gracias a sus canciones como yo descubrí esta obra y por ello quería rendirles este pequeño homenaje, posteriormente conocí la versión de Paco Ibáñez, anterior a la de Los Suaves pero en la fecha que yo escribí el capítulo XXIV de mi novela, ignoraba que fuera un poema de Goytisolo, a pesar de conocer parte de su obra, no conocía su poema más conocido, que es actualmente, uno de mis favoritos junto a “A veces gran amor”.
El poeta barcelonés sufrió la desgracia de perder a su madre en un bombardeo de la guerra civil en su ciudad y este suceso le marcó profundamente. Cuando tuvo una hija le puso el nombre de su madre, Julia, como homenaje y recuerdo. “Palabras para Julia” es un poema sencillo y sin embargo precioso, escrito para su hija. En él se une el amor a ambas mujeres, el recuerdo a la mujer que le dio la vida y las recomendaciones a una hija para que transcurra por su existencia de la mejor manera posible. Son pensamientos sobre la vida sin artificios que le dedica un padre a su hija, palabras cariñosas y no obstante también duras, son consejos de un amigo que ha vivido más tiempo y que llega un momento en que no sabe qué más añadir pues todavía sigue en el camino. Es un poema lleno de esperanza y de enseñanzas que nos induce a la búsqueda de una buena vida, de vivir nuestros días con la alegría de los hombres, con la mejor disposición para convertirla en provechosa a pesar de que en ocasiones nos encontremos solos y perdidos con la certeza de no poder retroceder.
A parte de los versos con los que doy inicio al mencionado capítulo de mi novela, mis frases favoritas son las siguientes:
Un hombre solo, una mujer/ así tomados, de uno en uno/ son como polvo, no son nada./ Pero yo cuando te hablo a ti/ cuando te escribo estas palabras/pienso también en otra gente./ Tu destino está en los demás/ tu futuro es tu propia vida/ tu dignidad es la de todos.
Y también por su aplastante realismo este otro fragmento:
Por lo demás no hay elección/ y este mundo tal como es/ será todo tu patrimonio.
Recomiendo que visiten este enlace http://www.poesi.as/jag0020b.htm no se van a arrepentir, en él podrán leer el poema completo, escuchar la versión de Paco Ibáñez, pero sobre todo escuchar el poema recitado por la propia voz de su escritor.
A quienes interese leer mi novela “La profecía del silencio” la pueden adquirir en librerías de Valdemoro, informarse sobre ella en mi página http://www.angelutrillas.com/ o simplemente leerla en las bibliotecas de nuestro pueblo.
Para finalizar, la moraleja que encierra este poema, (la mía, saque cada lector la suya) es que la vida es bella, que no se puede volver atrás, que es mejor vivir la alegría de los hombres y no llantos, que es mejor tener amor y amigos pues una persona sola no es nada, que nuestro destino está en la dignidad del hombre y el mundo es todo nuestro patrimonio.
Y ya ven, yo también tengo derecho a estar equivocado y en algunas ocasiones, como en ésta, ejerzo ese derecho. Cuando escribí “La profecía del silencio”, pensaba que el creador de la letra que me maravilló, era Paco Ibáñez, y respecto al autor de la obra “Palabras para Julia”, estaba totalmente equivocado.

lunes, 6 de septiembre de 2010

CAPÍTULO IX: El Cristo de los cutro clavos


Finalizadas las vacaciones para el grueso de la tropa vulevo a intentar coger ritmo y que me jor forma de hacerlo que poniendo en el blog un nuevo capítulo.

En esta ocasión la cita es especial, El Cristo de Velazquez de Unamuno. Y también es especial el capítulo que espero os guste.

La fotografía es de un encuentro de autor en mi librería favorita, (Librería Carrero de Valdemoro) y en ella se pueden ver las portadas de mis tres novelas.




Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre
nos guían en la noche de este mundo
ungiéndonos con la esperanza recia
de un día eterno. Noche cariñosa,
¡oh noche, madre de los blandos sueños,
madre de la esperanza, dulce noche,
noche oscura del alma, eres nodriza
de la esperanza en Cristo salvador!

Miguel de Unamuno. “El Cristo de Velázquez”

CAPÍTULO IX
El Cristo de los cuatro clavos
(24-10-1625)

– Aguarde aquí vuestra merced a que le llamen-, indicó el criado al joven
pintor de cámara Diego de Silva y Velázquez-, el Rey está celebrando
audiencia con Olivares y don Jerónimo, cuando finalice la entrevista
con ellos os quiere ver.
¿Qué desearía ahora el monarca, algún otro capricho de última hora?
¿Por qué interrumpía su trabajo en aquel inoportuno momento en
que necesitaba concentración? ¿Querría el monarca felicitarle de nuevo
por el retrato ecuestre que tanta satisfacción le había causado? ¿Tendría
que ir de nuevo junto a Felipe IV a ver el retrato expuesto en el
mentidero de las gradas de San Felipe el Real?
No se hizo esperar respuesta a tanta curiosidad, en seguida se
abrieron las puertas del despacho real que era ante sala del salón del
trono. El valido Olivares y el protonotario mayor de Aragón Jerónimo
Villanueva salieron con rostro relajado, cualesquiera que hubieran sido
los asuntos tratados con el Rey habían sido satisfactoriamente saldados.
– Entrad don Diego, el Rey os aguarda- informó el Conde Duque.
Cuando el pintor entró en el despacho real sólo se hallaban en él Felipe
IV y la guardia compuesta por dos soldados.
– Adelante Diego- intervino el Rey acompañando a sus palabras de
un aspaviento de su mano-, acercaos, tengo un encargo para vuestra
merced.
– ¿Otro encargo majestad? Se me acumula la tarea, todavía estoy
trabajando en los retratos de la familia real que me habéis pedido recientemente.
– Lo sé, lo sé estimado artista, sin embargo no debéis preocuparos
de los retratos por ahora, dejadlos como están, este otro encargo es
más importante y por lo tanto tiene preferencia, se trata de un regalo,
una ofrenda a un convento, una promesa que debo cumplir para estar


a bien con Dios, y, por tratarse de un regalo a un convento deberéis
pintar una obra de carácter religioso.
– Y decidme Alteza- adujo el pintor resignado-, ¿tenéis pensado algún
tema en particular? Os lo pregunto porque no soy muy dado a pintar
escenas religiosas y sin embargo precisamente tengo empezado
aunque inacabado un lienzo de una crucifixión de Cristo que quizá sea
de vuestro agrado.
– A buen seguro que lo será, una crucifixión de Cristo es perfecto,
una obra que refleje dolor pero que a la vez transmita la esperanza de
la resurrección. ¡Vamos! Llevadme a vuestro taller y mostradme esa
crucifixión incompleta.
– Pero alteza no está incompleta, en realidad está recién empezada,
digamos muy poco trabajada, es sólo un boceto, no será de vuestro interés
lo que podáis ver reflejado en el lienzo.
– No importa Diego, no importa, vamos mostradme esa obra.
El Rey abandonó el despacho a toda prisa ante la perplejidad del
pintor y seguido a duras penas por éste.
– Y bien, ¿dónde está esa tela de tema religioso?- interrogó nada
más irrumpir en el estudio del artista.
– Por aquí señor, está al fondo de la sala, lo he apartado para poder
dedicarme únicamente a los retratos que me pedisteis.
Caminaron hacia el fondo y finalmente Velázquez señaló un cuadro
de aspecto desangelado y frío. Poco podía verse en aquel boceto apenas
comenzado, más que ver se intuía una figura crucificada. Se adivinaban
unos brazos delgados dibujando una leve curva, un paño de pureza
demasiado pequeño tal vez y los pies apoyados en una ménsula
que se suponía adosada a la cruz. Sí se apreciaba un clavo en cada uno
de los pies que permanecían muy juntos pero no superpuestos. No se
vislumbraba el rostro, ni ningún detalle del cuerpo; sin embargo, tras
la sorpresa inicial, el rey parecía complacido con lo que veía.
– Me gusta, ya puedo imaginar el resultado final, reflejará dolor pero
sin excesivo dramatismo, quiero que represente a Cristo ya fallecido
y que la figura del Mesías destaque sobre un fondo oscuro, quizá con
una luz que ilumine el cuerpo desde un lado. Los rayos, Maestro, de tu
suave lumbre nos guían en la noche de este mundo ungiéndonos con la
esperanza recia de un día eterno.
– Bueno Alteza, con todo mi respeto-, carraspeó levemente el pintor-,
no es eso exactamente lo que yo tenía en mente, yo había pensado
representar a nuestro señor todavía con vida, implorando al cielo, a
un cielo que amenazara tormenta y con una calavera a sus pies que
simbolizaría la de Adán enterrado en el Gólgota, de modo que se unieran
así en la representación los dos padres del hombre, el padre espiritual:
Cristo y el padre terrenal y primer hombre de la creación: Adán.
– No, no, no querido Diego, eso está muy bien pensado y será una
gran obra, no obstante ya la pintareis en otra ocasión, lo que yo quiero
ahora es dolor contenido, paz encontrada, arrepentimiento y absolución;
imaginad la escena, alguien muy querido ha muerto y sólo nos
alegramos porque ha pasado a mejor vida, sus pecados han sido perdonados
junto a los nuestros y otra existencia comienza, ¿lo comprendéis?


– Sí alteza, lo entiendo, ¿y cuando deseáis que esté terminada la
crucifixión?
– Cuanto antes, desde hoy sólo trabajareis en este proyecto, además
trasladaremos el lienzo al convento donde será ubicado, lo terminareis
allí y allí permanecerá por los siglos de los siglos.
El pintor de cámara del rey no perdió tiempo en protestar pues sabía
que sería inútil y se limitó a asentir y resignarse a cambiar la comodidad
de su taller por la austeridad de un convento, al fin y al cabo
quizá sería mejor así y entre los santos muros hallara la inspiración que
en los últimos trabajos le estaba faltando.
En apenas unos instantes todo fue dispuesto. Varios ganapanes llegados
al Alcázar encabezados por don Jerónimo de Villanueva aguardaban
las órdenes del Rey. Fueron conducidos al taller del pintor de cámara
donde el esclavo del pintor estaba pendiente de los últimos detalles,
el sevillano ya tenía dispuesto y protegido el cuadro junto al resto
de sus materiales. El lienzo era de grandes dimensiones, dos metros y
medio de alto por más de uno y medio de ancho, por ello, con mucho
esfuerzo y salvando múltiples dificultades lo transportaron al carruaje
cuya misión sería conducirlo hasta el convento de las arrecogidas.
El pintor de cámara compungido asistió a todo el laborioso desplazamiento,
en varios momentos temió por la integridad se su tela e imaginó,
que sin remedio, sufriría irreparables desperfectos a lo largo del
viaje, sin embargo, al atardecer, llegaron a la puerta de la capilla de
Santa Águeda.
Y puede afirmarse que causó gran expectación entre los madrileños la
llegada a la calle Ortaleza de tres carruajes escoltados por la guardia real,
uno era el conocido carruaje de los cristales, propiedad de Olivares, el
otro el del Protonotario Mayor de Aragón y en el otro aunque rigurosamente
tapado por telas y lonas viajaba el mismísimo Cristo crucificado.
Tanta fue la muchedumbre reunida en torno al convento de Santa
Águeda que diríase había sustituido en popularidad al paseo del Prado
aunque sólo fuera por un día, prácticamente todos los monjes de San
Antón y las hermanas de Santa Águeda estaban presenciando la llegada
del cuadro. Allí estaban el hermano Emilio abad superior de San Antón,
la madre superiora de Santa Águeda, el Capellán Real y el confesor
del convento y allí acababan de arribar el valido Olivares, el ayuda de
cámara del rey y el joven pintor de la corte.
La expectación contribuyó a que por el portalón del huerto del convento
de las arrecogidas saliera una mujer sin ser vista, caminó deprisa
por la calle de San Antón completamente desierta, subió por la calle
de Santa Catalina y en la confluencia con Ortaleza se detuvo para presenciar
de lejos el espectáculo. No era habitual la algarabía entre los
dos conventos, sin embargo grandes vítores y aplausos se escucharon
cuando, no sin esfuerzos y sudores, los ganapanes consiguieron entrar
el cuadro al interior de la iglesia. Fue entonces cuando ella, sor Margarita,
siguió su camino, continuó por la calle Santa Catalina, cruzó la de
Fuencarral y también la de Valverde y llegó a la de don Juan de Alarcón.
Allí golpeó su mano temblorosa una puerta y aguardó respuesta
entre tanto rezaba con gran devoción.


En ese instante, en el convento.
– Creía que me traíais un cuadro y me traéis una obra incompleta y
un huésped-. Dijo protestando el abad superior a Olivares.
– No seáis desagradecido, el huésped no es tal pues sólo acudirá al
convento para efectuar su trabajo; y en cuanto al cuadro, el Rey pudo
regalar cualquiera y sin embargo ha encargado una obra especial para
esta congregación. Satisfecho debéis estar ¿no sois de mi misma opinión
padre Francisco?
– Sí, sí, claro-, balbuceó el confesor del convento-, estamos honrados de
recibir este regalo del monarca, así debéis transmitirlo a su majestad.
Entre tanto la conversación se producía, don Diego, ajeno a todo
excepto a su cuadro, había organizado su material de trabajo para comenzar
a insertar pinceladas en él mañana mismo. Paletas, oleos y
pinceles, y un aroma especial de pigmentos y colorantes impregnaban
la soledad de la iglesia del convento sin conseguir teñirla de alegría; la
penumbra del lugar, el silencio y las sábanas arrugadas cubriendo el
cuadro, daban aspecto fantasmagórico al lienzo. Velázquez pidió que
nadie entrara en la sacristía sin estar él presente, pero su petición ante
aquella inquietante visión parecía innecesaria, nadie osaría entrar en
aquel lugar y menos si conocía los rumores y las creencias de que los
fantasmas vagaban por el edifico.
Sor Margarita vio abrirse la puerta y en ella apareció un hombre
cuando ella esperaba a una mujer.
– Vengo de parte de Olivares, quería ver a Constanza-. Dijo con poca
voz sintiendo que sus mejillas enrojecían.
– Podéis pasar, Constanza os atenderá enseguida, mi madre y yo
estamos de visita, nos iremos pronto.
Se retiró el hombre para que pasara la mujer, había visto el rubor en
su rostro pero pensó erróneamente que era causado por la vergüenza
cuando en realidad lo produjo el miedo. De todos modos, a pesar del
breve acaloramiento de la piel, no pasó desapercibida para el mozo la
belleza de la joven, y se preguntó quién sería esa hermosa dama que
decía venir en nombre del conde duque Olivares.
– No quisiera interrumpir, si Constanza está ocupada aguardaré aquí
en el zaguán hasta que termine y pueda recibirme.
– Bien, como gustéis, de todos modos comunicaré a Constanza
vuestra llegada.
La conversación que dos mujeres mantenían dentro de la casa trascendía
y llegaba en ecos difusos al exterior:
– Una familia completa de judíos portugueses, aunque tratan de
ocultar su fe y su condición de judíos, ¡claro!-, decía una de las voces.
– Y ¿cómo pretenden esconder su creencia?- Preguntó la otra voz
que aunque Margarita no lo sabía correspondía a Constanza, su posible
benefactora.
– Se han instalado en una gran casona de la calle de Infantas y han
abierto una mercería, pues bien, bajo el dosel de su morada han puesto
una gran imagen de Cristo crucificado.
– Quizá no sean judíos, no puede uno dar fe de todas las hablillas


que circulan por los rincones, de todos modos lo que sí es seguro es
que para la inquisición no pasarán desapercibidos y tarde o temprano
serán investigados, no saben donde han ido a parar.
En ese instante entró en la sala Jorge, el hijo menor del Renco.
– Constanza tienes otra visita, se trata de una mujer joven que dice
venir en nombre de Olivares, aguarda en el zaguán.
– Sí, ya se de que se trata, enseguida la atiendo.
– Nosotros nos vamos ya-, adujo Catalina.
– Sí-, afirmó Jorge como si no fuera bastante la palabra de su madre-,
por cierto yo debo ir a la taberna para ayudar a mi hermano, a
estas horas hay mucho cliente sediento.
– Y yo a casa a disponerlo todo para su regreso, desde que sucedió
la desgracia a nuestros maridos no estoy tranquila hasta que no vuelven
a casa.
Constanza asintió sin hablar. La amistad que habían trabado a lo largo
de los años los esposos se proyectó y tuvo continuidad en ellas tras
la muerte de aquellos hasta tal extremo que una era el refugio de la
otra. Tras la muerte de los dos héroes Constanza permanecía más sola,
Catalina tenía dos hijos varones y un negocio próspero, sin embargo
ella no tenía más familia que el retoño que albergaba su vientre y
de cuando en cuando la compañía, no siempre útil, de Olivares, a la sazón
el único familiar, aunque lejano, de su difunto esposo. Y fue precisamente
Olivares quien la advirtió de la posible visita de Margarita en
solicitud de cobijo, techo y comida a cambio de trabajo y compañía, no
era mala la oferta pues en verdad iba a necesitar ayuda debido a su estado,
embarazada y sola. Y sugirió el Conde Duque, de esa forma característica
en él de aconsejar ordenando, que aceptara la proposición
de la joven y le hiciera el favor de ocultarla de las miradas indiscretas
del indiscreto y viejo Madrid.
– Jorge, al salir, di a esa mujer que entre sin más demora-. Pidió
Constanza a sus invitados que ya abandonaban su hogar.
– Podéis pasar bella doncella-, dijo el menor de los hijos del Renco a
la dama haciendo una reverencia-, Constanza os recibirá de inmediato.
En esta ocasión el color bermejo de las mejillas de la novicia sí fue
causada por la vergüenza, debido a su anterior y muy reciente vida
conventual no estaba acostumbrada a galanteos. Mal disimuló la mujer
su azoramiento y huyó hacia el interior de la casa, entre tanto, Catalina,
reprochó con su mirada la galantería excesiva de su hijo hacia la
desconocida.
– Disculpad mi intrusión señora-. Se disculpó Margarita nada más
distinguir el perfil de Constanza-. Mi nombre es Margarita y hasta ayer
mismo, día en que tuvo lugar mi muerte, fui novicia de la congregación
de Santa Águeda. Por razones ajenas a mi voluntad y a la de Dios me
he visto obligada a abandonar el convento y ahora debo permanecer
algún tiempo escondida.
– No sois fugitiva de la justicia, supongo, pues de otro modo Olivares
no os hubiera enviado a esta casa.
– No, no huyo de la justicia, sólo de mi cruel destino y de los antojos
de un rey.


– Bien, en ese caso, yo necesito ayuda, estoy embarazada y sola y
precisaré auxilio con las labores de la casa y en el parto, además un
poco de compañía no me vendrá mal; sin embargo mi posición económica
no me permite pagar nada, con el pasar que el trabajo de mi marido
me ha dejado solamente podría daros comida y un discreto cobijo.
– A mí no me preocupa el dinero, sólo necesito vuestro hospedaje y
un plato, si me aceptáis yo nada os pediré a cambio, al contrario, agradecida
os estaré pues si vos no me acogéis en vuestro hogar deberé
huir de Madrid.
– Pues en ese caso os podéis quedar, os mostraré vuestra alcoba y
luego el resto de la casa para que os familiaricéis con ella.
Ya camino de la alcoba Margarita se atrevió a decir.
– Cuando aguardaba en el zaguán oí algo sobre cierta familia, al parecer
judía que se ha alojado por estos lugares.
– No os preocupéis, son habladurías y chismes que corren por el barrio,
lo mejor es no hacer caso de ciertas cosas.
– Lo sé, de todos modos a mí las habladurías no me convienen, pueden
ponerme en peligro.
– Ya comprendo, no obstante no debéis temer nada, en esta casa
sólo entra Olivares, que ya conoce de vuestra situación, y los familiares
del Renco, un amigo de mi marido fallecido, a quienes por cierto habéis
conocido pues salían cuando vos entrabais, y de quienes os garantizo
total discreción, nunca dirán a nadie nada de vuestra presencia aquí-.
Las palabras de Constanza sonaron un tanto airadas por la desconfianza
de una extraña a quien ella acogía sin recelos.
– Perdonad mi cautela, sin embargo debéis comprender mi situación,
una indiscreción aunque fuere sin mala fe pondría en peligro mi
vida o tal vez algo peor.
– Peor decís, ¿qué hay peor que perder la vida?
– La libertad doña Constanza, perder la vida no es bueno pero es
mucho peor vivirla en esclavitud permanente.
– Quizá tengáis razón, la libertad fue inventada para que las personas
la ejerzan no para ultrajarla, hacéis bien en apreciarla tanto como
a la propia existencia. Esa filosofía me recuerda a mi difunto esposo, si
bien él añadiría algún matiz, él antepondría aún a la vida y a la libertad
el honor e incluso la amistad.
¡Qué importancia tenía el honor en aquel tiempo! Algo intangible y
sin embargo perceptible, todos los hombres tenían honor y ninguno estaba
dispuesto a perderlo y por el contrario sí estaban dispuestos a defenderlo
hasta la muerte, era posible, incluso habitual, matar o morir
por honor.