martes, 20 de diciembre de 2011

CAPÍTULO XXV: Pinceles, mazmorras y flechas


Ya sabéis que era Don Juan
dado al juego y los placeres;
amábanle las mujeres
por discreto y por galán.
Valiente como Roldán
y más mordaz que valiente...
más pulido que Medoro
y en el vestir sin segundo,
causaban asombro al mundo
sus trajes bordados de oro...
Muy diestro en rejonear,
muy amigo de reñir,
muy ganoso de servir,
muy desprendido en el dar.
Tal fama llegó a alcanzar
en toda la Corte entera,
que no hubo dentro ni fuera
grande que le contrastara,
mujer que no le adorara,
hombre que no le temiera.

Don Antonio Hurtado de Mendoza (1622).
“Romance a la muerte del conde de Villamediana”





CAPÍTULO XXV
Pinceles, mazmorras y flechas
(19-11-1625)



Suspiró.
Se sentía atrapado, prisionero de la oscura sacristía de la iglesia de
Santa Águeda, cautivo del Cristo de los cuatro clavos, preso de Helena
y de sus caricias.
Tenía que trabajar en el cuadro religioso que prácticamente estaba
acabado y sin embargo dedicaba su tiempo a otro que le causaba mayor
placer, a un lienzo por completo opuesto. Y así tenía, dentro de una
iglesia dedicada a recoger a las prostitutas de la ciudad y enmendarles
los renglones torcidos de su vida, dos obras pictóricas comenzadas e
inacabadas, un cuerpo de mujer desnudo de espaldas mirándose a un
espejo, y en frente a un Cristo crucificado. Aunque bien mirado ambos
trabajos tenían conexión; uno de los cuadros, el Cristo de los cuatro
clavos era una forma de expiar una culpa, era el regalo de un rey a la
Iglesia para hacerse perdonar su pecado, el otro, el de la mujer desnuda,
era una culpa, la confesión de una culpa, un pecado propio del cual
no estaba por completo arrepentido, un desliz del que no se arrepentía
en absoluto.
En el cuadro religioso no sabía conseguir un rostro apropiado que
expresara lo que quería transmitir y fuera el punto culminante de la
obra, el otro lienzo sí tenía un rostro y no obstante era mejor que permaneciera
oculto, anónimo, secreto. Un pecado de belleza. El rostro de
sor Helena.
El pintor de cámara del cuarto Felipe se obligó a trabajar en el cuadro
religioso, debía terminarlo, de hoy no pasaba, debía finalizar la pintura
y salir de allí para siempre, salir de la sacristía, de la iglesia, evadirse
del Cristo de los cuatro clavos, huir de Helena.
No, no era posible tamaño despropósito, ¿cómo iba a huir de Helena
si la amaba? La deseaba, era su ilusión, su vida.

Un ruido repentino sobresaltó su actividad. Como siempre que era
asaltado por sucesos extraños no hizo caso y trató de concentrarse en
su trabajo. No podían ser fantasmas puesto que los fantasmas no existen,
no podía, no debía ser Helena. Creyó percibir un susurro, un murmullo,
un lamento. Alguien lloraba allí o en otro mundo y el eco del dolor
reverberaba por los pasillos y llegaba casi nítido a la sacristía.
– Helena ¿sois vos? No juguéis conmigo os lo ruego, me estáis asustando.
Cesaba el sonido lastimero de cuando en cuando y enseguida volvía
a repetirse. Velázquez concluyó que no se trataba de Helena. Bastante
difícil le resultaba concentrarse en el rostro del Cristo de su lienzo en
circunstancias normales como para tener extraños sucesos alrededor
que lo despistaran todavía más.
Estuvo a punto de lanzar los pinceles contra el cuadro con gesto de
rabia y de desesperación, ya había alzado su mano diestra pero en el
último momento consiguió contenerse y simplemente los tiró con fuerza
contra el suelo. Una mancha oscura apareció en el encerado y en
ese preciso instante se incrementó la intensidad de los ruidos, definitivamente
alguien lloraba.
Salió de la sacristía armado con un hachón de tres velones encendidos,
las llamas agitadas por el aire dibujaron fantasmagóricos arabescos
en las paredes entenebrecidas de la capilla. Si llegó a pensar que
saliendo de allí se libraría del miedo se equivocó. Estuvo a punto de llamar
al hermano portero y pedirle que le abriera las puertas y le permitiera
salir y sin embargo no lo hizo y se dirigió al secreto pasadizo subterráneo
armado de determinación. En cuanto se introdujo en el pasaje
secreto y bajó por la enigmática escalera de caracol, el sonido lastimero
se incrementó y su temor también. Sabía que aquel pasaje oculto
constituía un túnel usado por los monjes para acceder a las celdas de
las novicias y lo que era más peligroso, era utilizado como calabozo de
la Inquisición. Si no tenía cuidado podía ser sorprendido por algún monje
o familiar de la inquisición y verse inmerso en un grave problema.
De todos modos la curiosidad era más poderosa que el miedo, por lo
cual, extremando las precauciones, avanzó por el pasadizo en dirección
a donde creyó que nacían los ruidos. Según sus cálculos le faltaba poca
distancia para alcanzar la zona donde se hallaban las mazmorras, en
el siguiente recodo, si su memoria no le fallaba, giraría a la diestra y ya
habría llegado.
Así fue, en efecto, al doblar la esquina se encontró con la fila de
puertas cerradas, había al menos diez celdas, sin embargo lo que capturó
su atención fue que al llegar al pasillo, donde creyó que iba a percibir
con mayor claridad los sonidos que le habían inquietado, sucedió
lo contrario, el eco de los sollozos cesó dejando una reverberación de
susurros, un rumor de voces, apenas un murmullo gutural, luego... nada;
silencio absoluto, la profecía del silencio. Sólo el crepitar de las llamas
de las velas, impulsadas por alguna corriente de aire inoportuna,
se percibía.
Avanzó Velázquez iluminando con su hachón el interior tétrico de los
calabozos. A tres o cuatro puertas al menos se había asomado y nadie

habitaba la obstinada penumbra, no obstante, en la siguiente, creyó
distinguir un bulto incipiente encima del catre, algo por completo inmóvil.
El pintor comprobó que a pesar de la extrema quietud allí había
o parecía haber un cuerpo humano con o sin vida. Avanzó a la siguiente
celda, nadie, en ésta sólo una yacija con mantas húmedas y roídas;
regresó tras su estela y de nuevo iluminó el habitáculo anterior. El bulto
extraño no había cambiado de posición, no se había movido, ¿estaría
muerto? ¿Carecería aquel cuerpo ya de alma?
– Si está muerto no ha podido llorar-. Se dijo siguiendo adelante.
Y de repente, al iluminar el ángulo más cercano de la mazmorra
contigua...
El rostro de un niño apareció al otro lado de la reja propinando al artista
un susto de muerte.
– ¡Ayúdame!, quiero salir de aquí-, chilló el arrapiezo a escasa distancia
del rostro del asombrado pintor de la corte.
Velázquez saltó hacia atrás, incluso juraría haber proferido un grito,
el candelabro cayó al suelo y las velas rodaron por el húmedo pavimento;
dos de las tres se apagaron y crearon con su ausencia un paisaje
más tenebroso. Alguien, una silueta borrosa y silente apareció fugaz,
abrazó al niño por la espalda con un brazo pues el otro aparecía
vendado y pegado al cuerpo y lo alejó de la puerta. El pintor recogió las
velas de forma apresurada y trató de iluminar con la que quedaba activa
el interior del calabozo. El niño lo miraba extrañado con lágrimas
rodando por las mejillas.
– ¿Qué haces aquí? ¿Eras tú quién lloraba?
No obtuvo respuesta y sin embrago en ese preciso momento reconoció
aquel rostro, vino a su memoria un gesto de dolor, él había pintado
esas facciones no hacia mucho tiempo.
– ¿Eres tú el muchacho a quien su maestro castigó?
Fue en ese instante, al oír la pregunta del desconocido cuando Isabel,
rauda como una centella se acercó al pintor.
– ¿Y quién sois vos? No sois soldado y no tenéis aspecto de familiar
de la inquisición, ¿qué hacéis aquí entonces, cómo habéis entrado?
– Soy el pintor de cámara del rey, estoy en el convento de Santa
Águeda pintando un cuadro, dentro de la sacristía percibí el llanto del
niño, me hallo en peligro, no debería haber venido han sido sus sollozos
y lloriqueos los que me han guiado hasta aquí.
– Pues ya os podéis ir, ya no llorará más, no volverá a molestaros-.
Respondió Isabel un tanto ofendida.
– ¿Por qué estáis aquí?- Preguntó el pintor sin atender ni dar importancia
al enfado de la mujer.
– La Inquisición nos ha hallado culpables de herejía, estamos aquí
de paso, nuestro destino es la hoguera.
Velázquez no pudo evitar deslizar su mirada hacia el niño, no se
atrevió a preguntar si él también estaba condenado a perecer en el
fuego. La mujer leyó su pensamiento e intuyó que en la mente de
aquel hombre había un sentimiento de disgusto y otro más profundo
de culpabilidad.

– Correrá mi misma suerte-, se apresuró a decir para llegar al corazón
del hombre-, es mi hijo menor y ha heredado mis pecados.
– ¡Santo cielo!-, exclamó el joven pintor impresionado-, ¿cómo se
puede aplicar un tormento tan cruel a una criatura tan frágil?
– Preguntad a vuestro Dios si en alguna ocasión llegáis a verlo.
– No creo que mi Dios apruebe esto. Al menos estoy seguro de que
no lo aprueba como tal el Dios al que yo pinto.
– Ayudadnos pintor, sois un buen hombre y yo no pido auxilio para
mí, salvad al niño, yo moriré en la hoguera pero él es inocente.
– Esperad, tengo una idea, no sé si saldrá bien pero haré cuanto
pueda por sacar al chico de aquí, rezad a vuestro Dios sea cual fuere
para que mi plan tenga éxito.
Se marchó el pintor a toda prisa sin adelantar su estrategia a la azorada
madre y dejándola con la incertidumbre, en aquel preciso instante
Isabel comenzó a rezar sin pensar en un dios concreto.
El joven pintor de cámara del cuarto Felipe llegó jadeante y sudoroso
a las puertas del Alcázar. Se había dado mucha prisa en cubrir el trayecto
que separaba el convento de las arrecogidas del palacio del monarca,
pretendía entrevistarse con el rey antes de que éste saliera en
su habitual paseo vespertino por el Prado de San Jerónimo.
Felipe IV estaba despachando algunos asuntos con el Valido Olivares,
mas la trascendencia de los mismos no debía ser excesiva pues
permitió al pintor el acceso a la sala sin remilgos.
– Pasad Diego-, dijo el monarca apenas atisbó su figura oscura-, hace
varios días que no sé nada de vos y por añadidura tampoco tengo
noticias de mi cuadro, ¿cómo va ese Cristo crucificado?
– Pues de ese asunto precisamente vengo a hablaros Majestad, tengo
un problema, he cavilado también en la solución, mas solamente
con vuestra ayuda puedo aplicarla.
– En ese caso vos diréis, yo no acierto a adivinar en que puedo resultar
útil, os escucho con atención Diego, vos Conde Duque podéis
aguardar un instante a que solucionemos los entuertos del artista.
Asintió Olivares aunque su mirada desprendía fuego, ¿cómo osaba
el Rey hacerle esperar a él como a un vulgar bufón mientras atendía en
primera instancia a un simple pintor? Velázquez que no contaba con la
simpatía del valido, desde aquel instante contó con su aversión.
– El cuadro está casi terminado-, adujo el pintor que consideraba
oportuno dar buenas nuevas antes de pedir favores-, sin embargo falta
un detalle que me tiene bloqueado y preocupado, y es que no acierto,
por más que me esfuerzo, a reflejar la expresión del rostro del Mesías
que convierta esta obra en especial.
El monarca se encogió de hombros, puso cara de sorpresa y jugueteó
con los dedos en su bigote mientras decía:
– Querido Diego sigo sin ver donde puedo yo ayudar, no sé cómo
voy a proporcionaros un rostro, explicad mejor el asunto y sin rodeos.
– Vos majestad y sólo vos me podéis proporcionar el modelo-, afirmó
Velázquez sacando un dibujo de sus ropas-, mirad este boceto señor-,
el pintor desenrolló un pergamino y en él apareció impresa la cara
de un joven con expresión de miedo y padecimiento. Velazquez lo

mostró al nieto de Felipe II buscando aquiescencia y una vez captada
su atención continuó hablando.
– Hace unos días vi por la calle a este mozalbete, éste es precisamente
el rostro adecuado mas no con este gesto de dolor. Desearía tenerlo
como modelo unos días, tomar apuntes y realizar unos bocetos
que me permitieran alcanzar el gesto sublime que persigo.
– Cada vez os entiendo menos, si sabéis a quien necesitáis como
modelo adelante, contratadlo, no veo ningún inconveniente, si se trata
de dineros yo cubriré los gastos.
– Hay inconveniente majestad y no se trata de dineros, la dificultad
es otra bien distinta, no puedo contratar al muchacho, se halla preso
de la Inquisición, encarcelado en espera del auto de fe que lo lleve a la
hoguera, este joven-, adujo señalando con su dedo índice el rostro dolorido
del rapaz-, es Fernán, el hijo menor de los judíos propietarios de
la mercería de la calle Infantas.
– ¡Dios santo!- Exclamó Olivares tomando parte por primera vez en
la conversación-, ¿no osareis poner la cara de un hereje a un Cristo
crucificado? Majestad no debéis permitir semejante oprobio.
– No es el rostro Conde Duque, se trata del gesto, de la expresión.
Majestad debéis entender que puedo terminar el lienzo pintando cualquier
cara, sin embargo de ese modo sería un cuadro normal, una pintura
del montón, prácticamente vulgar. Por el contrario, con un rictus
apropiado en el rostro se convertirá en una obra maestra, una pintura
genial, la cara del crucificado como vos mismo dijisteis al comienzo del
proyecto es lo más importante de este cuadro y supongo que por el cometido
de vuestro encargo deseáis que sea un lienzo muy especial.
– Y ¿qué gracias precisáis de mí Diego? O ¿estáis solamente solicitando
permiso para plasmar el rostro de ese niño?
– No majestad, no es sólo vuestro beneplácito lo que pido. Sé que el
mozalbete está preso mas no sé dónde se halla-. Mintió el pintor-. Necesitaría
que lo pusierais en libertad de modo temporal y lo confiarais a
mi custodia por tres o cuatro días, sólo durante el tiempo preciso para
hacer los bocetos y tomar apuntes que luego pueda trasladar al lienzo.
– Poner en libertad a un reo de la Santa Inquisición y ponerlo bajo
la custodia del pintor de la corte no es plato de gusto ni tarea fácil ni siquiera
para un rey, ¡no sois nadie vos pidiendo favores Diego!
– Si no fuera por completo necesario no os lo pediría, Majestad,
además, por si os sirve de información, el rapaz no ha hecho nada malo,
su única culpa es haber nacido en el seno de una familia judía.
– ¿Es absolutamente imprescindible la participación del jovenzuelo
para la buena marcha de la obra?
– Lo es Majestad no os quepa duda, si no fuera de ese modo no os
hubiera molestado ni desviado vuestra atención de otros asuntos.
– Olivares averiguad donde está ese jayán, el tal Fernán Vaez hijo,
que lo pongan bajo custodia de Diego de Velázquez por tres días.
Transcurrido el plazo irá a donde el Santo Oficio considere oportuno.
– Sabed Majestad-, alegó Olivares con tono contrito-, que no estoy
conforme con esta decisión.

– No es necesaria vuestra conformidad necesitamos un modelo-, le
interrumpió el Rey-, Diego precisa un rostro definitivo, yo deseo una
obra maestra de tema religioso y vos sabéis con que fin.
Las palabras del monarca fueron duras y tajantes aunque no había
alterado el tono de su voz, era evidente que su decisión no admitía réplicas.
El silencio se instaló en la sala y su profecía no auguró nada
bueno, en breve espacio de tiempo el Austria volvió a hablar.
– ¿Diego precisáis algo más?
– No Majestad, simplemente agradecer vuestra comprensión y
vuestra ayuda, no os arrepentiréis, cuando veáis el lienzo comprenderéis
que todo esfuerzo merecía la pena.
– Bien, en ese caso si no precisáis más ayuda dejadnos, tenemos
otros asuntos que tratar.
Salía ya el pintor de la sala cuando a su espalda oyó un nombre:
Juan de Tassis y Peralta conde de Villamediana y escuchó también al
Monarca que preguntaba al valido.
– ¿Qué sorpresa nos ha preparado ahora el señor Conde?
No es que Velázquez gustase de cotillear ni entrometerse donde no
era llamado, sin embargo conocía al Conde, sabía de sus correrías y
había conocido por bocas ajenas de algunas afrentas que el noble había
infringido al Monarca, por todo ello y por primera vez en su vida decidió
meterse en camisas de once varas y trató de ocultarse tras la
puerta entornada para escuchar la conversación sin ser visto.
Desde el puesto de espionaje no conseguía Diego captar todas las
palabras del diálogo. El Rey formulaba preguntas a las cuales Olivares
respondía convirtiendo poco a poco su voz estentórea en atiplado susurro.
Según las correrías del Conde llegaban a conocimiento del cuarto
Felipe el enfado del Monarca crecía considerablemente. Percibió el
pintor que el Austria sentía celos del de Villamediana, sospechaba que
entre la Reina y el Conde había algo más intenso que simple amistad
derivada de relaciones cortesanas y si bien no tenía pruebas contundentes
de traición, la simple sospecha tosigaba el alma del rey galante.
Por si esto fuera poco en los últimos tiempos el conde de Villamediana
disputaba también a su rey los favores de Francisca de Tavera y no era
Felipe IV hombre a quien gustara compartir caprichos con otros caprichosos.
El de Villamediana, tal fama llegó a alcanzar en toda la Corte
entera, que no hubo dentro ni fuera, grande que le contrastara, mujer
que no le adorara ni hombre que no le temiera.
Y sin embargo en el instante álgido de la conversación el Rey ordenó
a Olivares ir en busca de alguien y por unos momentos quedó en soledad.
Hablaba a grandes gritos creyendo que nadie le escuchaba:
– Maldito seáis Conde una y mil veces ¿quién os habéis creído que
sois para desafiar a un rey? Pagareis todas vuestras baladronadas muy
pronto.
Instantes después regresó Olivares acompañado de Alonso Mateo,
ballestero real. El cuarto Felipe dio unas breves instrucciones al recién
llegado y posteriormente lo sometió a un ligero interrogatorio.
– ¿Habéis comprendido el asunto?
– Sí Majestad, a la perfección.

– ¿Creéis que podéis efectuar la misión en soledad, con éxito y a la
par con discreción?
– Sí Majestad, no temáis, todo será como vos deseáis que sea.
– En ese caso venid a verme pasado mañana y me informáis sobre
los detalles.
– Así se hará Majestad, ¿deseáis alguna cosa más?
– No Alonso os podéis retirar.
Velázquez vio como el ballestero se dirigía hacia la puerta tras la
cual se ocultaba. Se alejó deprisa y en silencio para no ser descubierto
en infame acto de espionaje, cuando oyó que el postigo se abría de par
en par se encontraba apenas a medio pasillo, se detuvo allí mismo y
fingió contemplar un cuadro de los muchos que poblaban las paredes
del corredor. El azar lo había situado frente a un retrato del emperador
Carlos V.
– ¿Admiráis la obra de Ticiano o la personalidad del Emperador? don
Diego.
– A fe que ambas cosas son dignas de admiración, sin embargo en
este instante estudiaba las pinceladas maestras del artista.
El Rey debió considerar su jornada laboral ya finalizada pues Olivares
abandonó el salón de audiencias y llegó hasta donde se hallaban pintor y
ballestero interrumpiendo su presencia la conversación.
– Por cierto Velázquez, haríais mejor utilizando ese rostro como modelo
para nuestro Cristo y olvidaros del hereje que pretendéis pintar.
– Os equivocáis Conde Duque, yo me pregunto qué sabrá de herejías
un mozalbete que apenas levanta medio metro del suelo. En cuanto
a mi lienzo os aclararé que el rostro del rey Carlos I no puede ser útil
en un cuadro religioso, él fue guerrero no monje y su carácter se refleja
en el gesto de su cara. En definitiva señor, lo vuestro es el gobierno
del país, la política, las intrigas palaciegas-, Velázquez se crecía con su
discurso y enviaba un velado desafío al valido-, dedicaos a lo vuestro y
en lo tocante a pinturas dejadme a mí que es lo mío, de ese modo cada
cual estará a lo suyo.
– Tened cuidado pintor, las herejías y otros delitos también son cosa
mía-, adujo enfadado Olivares.
– Lo tendré en cuenta y no os preocupéis por mí, ni soy hereje ni
maleante-. Se defendió Diego dando la conversación por finalizada y
marchándose hacia su estudio.
Un cadáver apareció en la calle Mayor. Con las primeas luces del alba
del siguiente día, sus facciones tomaron forma y todo Madrid supo
de inmediato y de buena ley que habían matado al conde de Villamediana.
Apareció muerto y frío al amanecer, cerca de su casa, víctima de
una emboscada, a buen seguro, fue muerto con ánimo de robarle, o
con intención de hacerle pagar alguna deuda de honor con toda probabilidad.
Tres saetas le partieron el alma, el corazón y la garganta y todas
ellas truncaron su existencia. El conde de Villamediana como buen
dramaturgo había escrito con letras de sangre el último acto de la obra
de su vida.

Algunas personas sintieron su pérdida, fueron varias las mujeres
que lloraron al conocer la noticia de su muerte, fueron varios los maridos
que celosos contemplaron el llanto de sus esposas, uno de los más
contrariados fue el propio Felipe IV, quien sorprendido, sorprendió dos
lágrimas tristes rodando por las sonrosadas mejillas de la Reina.
El joven pintor de la corte no llegó al llanto pero podemos afirmar
sin temor a error que sintió la pérdida, además don Diego enlazó cabos
sueltos y al terminar de apañuscarlos supo que la conversación del Rey
con su valido y la posterior presencia del ballestero real tenía algo que
ver con el misterioso suceso. Supo que aquellas tres saetas habían sido
disparadas por Alonso Mateo cumpliendo órdenes directas del monarca.
Supo que las tres saetas causaron heridas mortales y sólo justificaba
la presencia de los tres impactos el deseo de asegurarse del fallecimiento
del de Villamediana. Supo que su rey era celoso además de
galante y que su ataque de cuernos lo llevó a tomar la decisión de ordenar
la muerte de su odiado Conde.
Mas la vida continuaba en el viejo Madrid de los Austrias y no era
asunto de un pintor de cámara atar cabos sueltos, ni investigar crímenes,
ni desfacer entuertos, y sí lo era por el contrario pintar cuadros.
En dos obras ocupaba Velázquez su talento al mismo tiempo y en
contra de lo que todos los días se proponía dedicaba más horas al cuadro
que representaba a Helena desnuda mirándose en un espejo que al
Cristo crucificado encargado por su rey. En el cuadro de su diestra se
alzaba el cuerpo desnudo de un hombre clavado en la cruz, la piel blanca
contrastaba con la oscuridad del fondo, faltaba únicamente terminar
el rostro para finalizar la obra. En el cuadro de su siniestra se apreciaban
con perfección y nitidez las facciones de la cara de sor Helena reflejados
en el espejo, el esplendor de la carne sonrosada mostrada en
toda su belleza resaltaba sobre los oscuros pliegues del hábito.
Estaba preparado para reanudar su trabajo y se disponía ya a iniciar
las pinceladas que darían al rostro de Cupido forma humana cuando
creyó oír la llave del hermano portero ludiendo en la cerradura. Prestó
mayor atención y percibió el chirriar de los goznes oxidados de la puerta
de la iglesia. Se apresuró entonces a ocultar el lienzo de su siniestra,
era evidente que nadie debía ver el cuerpo desnudo de Helena presidiendo
la sacristía del convento, apenas había terminado de taparlo
cuando dos sombras oscuras entraron en su improvisado estudio.
– Tenéis visita Don Diego-, informó el hermano al pintor y añadió
señalando al otro hombre recién llegado-, Benito, el verdugo de la corte
ha venido a vuestro encuentro.
– Gracias fray Timoteo, podéis marcharos y vos Benito adelante, pasad
a mi extraño taller.
El verdugo aguardó a que el monje saliera no solamente de la sacristía
sino incluso de la iglesia antes de pronunciar palabra alguna.
– ¿Trabajáis en dos obras a la vez maestro?
– No, no, al contrario-, mintió Velázquez-, en algunas ocasiones hago
copias de mis cuadros, copias exactas, o incluso réplicas con el mismo
mensaje principal del lienzo cambiando los elementos secundarios
pero siempre respetando la obra principal que en este caso es ésta.

– Y ¿por qué mantenéis oculta la copia si puede saberse?
– En realidad yo siempre tengo la costumbre de ocultar mis obras
hasta que están terminadas y en proceso de secado. Éste se halla destapado
porque estoy trabajando en él-, volvió a mentir el pintor-, un
artista debe conservar en secreto algunas de las técnicas que utiliza.
Pero decidme, Benito, ¿a qué debo la sorpresa de vuestra visita?
– Vengo a buscaros en nombre del Rey, me ha sido ordenado que
saque a un crío de su celda y lo ponga bajo vuestra tutela. Voy en este
preciso momento en su busca y quería saber dónde debo conducirlo.
– Al Alcázar Benito, llevadlo a mi taller, yo recojo mis bártulos y salgo
hacia allí de inmediato.
– Bien pues en ese caso aguardad allí, enseguida os llevo al mozalbete-.
Se marchó el verdugo dispuesto a cumplir una vez más con su
misión, aquella en verdad no le resultaba desagradable, sacar al chico
de prisión sería un placer y además de ese modo contaría con un plazo
de dos o tres días para trazar un plan cuya culminación fuera la liberación
del pequeño judío.
Al quedar solo Velázquez destapó de nuevo el lienzo de la mujer
desnuda.
– Helena, mi Venus-. Murmuró mientras comenzaba a dar unas cuidadosas
pinceladas.
Enseguida dio por terminada su labor, el rostro de Cupido, personaje
que sujetaba el espejo donde se reflejaba la faz de Helena quedó
perfilado y casi definido. Había decidido ya cual iba a ser la cara de Cupido,
Fernán Vaez, el joven judío condenado a la hoguera, sería quien
presentara el espejo de plata a la preciosa Venus desnuda.
Sonrió satisfecho y se dispuso a limpiar los pinceles antes de volver
a tapar ambos cuadros preservándolos de miradas indiscretas y entonces
algo aconteció que erizó sus cabellos y heló su sangre.

lunes, 12 de diciembre de 2011






Estás imágenes se repetirán en Zaragoza este sábado
En FNAC Plaza de España a las 20h, presentaré mis Recuerdos y Angélica Morales me presentará a mí, no necesariamente en ese orden.




El sábado día 17 a las 20h. estaré en Zaragoza presentando mi colección de relatos "Recuerdos de lluvia y Cierzo"

En la FNAC de Plaza España

Intervendrá en el acto la escritora Angélica Morales.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Un trasto inutil



El microrelato de esta semana, titulado Un trasto inutil, está ligado a un fragmento de mi segunda novela Tiempo de cerezas, la fotografía es de la presentación en Teruel de dicha novela, allá por el 2009.




Un trasto inútil.

El pie izquierdo no me quiere hacer ni caso. La mano derecha ha llevado la copa a los labios. El alcohol va nublando los sentidos. El índice y el pulgar de la mano izquierda acarician las cuencas oculares, los párpados siguen cerrados.
Pronto los abrirá, la buscará, como si no supiera que ya no está ahí, como si de una pesadilla se tratara, como si entre el alcohol y las caricias de sus dedos pudiera despertar.
Su otra pierna, la derecha, nunca volverá y, yo estaré allí para recordárselo. Con el pie izquierdo me dará unas pataditas antes de volverme a la caja, limpio, brillante, inútil zapato siempre nuevo.



Y ahora pongo los ganadores de esta semana. Me gustan bastante los dos últimos, me parecen muy interesantes y originales.


La cena es a las nueve

El pie izquierdo no me quiere hacer ni caso y se hace tarde. He dejado mi muñeca en el parque, con el resto de la mano y la mochila del colegio. Yo quisiera ir más rápido pero la carne se me cae a trocitos. Los huesos del pie asoman desnudos entre excrecencias podridas. Raspan el suelo. Si el tío Lauro no hubiera reventado mi otra rodilla con su escopeta... Suerte que no duele, pero a rastras va ser difícil llegar a tiempo. Mamá estará esperándome con la cena puesta, enfadada. ¿De donde vienes? Preguntará. Yo la abrazaré bien fuerte y me la llevaré conmigo.


El arte del disimulo

El pie izquierdo no me quiere hacer ni caso y ahí sigue acariciando su pierna por debajo de la mesa sin tener en cuenta que soy yo el que debo esquivar la mirada desconcertada aunque complacida que me lanzan esos grandes ojos negros; soy yo el que debo partir con naturalidad el entrecot a la pimienta a la vez que finjo escuchar con gran interés la aburrida conversación del marido; soy yo el que debo disimular evitando así que mi cara revele lo mucho que me agrada lo que mi desligado pie hace y lo que su hermano derecho, más osado, ha comenzado hacer.


A la pata coja hacia la luz

El pie izquierdo no me quiere hacer ni caso otra vez, así que avanzo a la pata coja hacia la luz. No es la primera vez que sucede. A lo largo de mi vida me ha jugado muy malas pasadas. En cuanto me despistaba me zambullía en un charco. Espantaba a pisotones a mis parejas de baile. Tan pronto pateaba un perro salchicha como zancadilleaba a una anciana. La última fue ayer, apenas 3 meses después de que se declarase la guerra, cuando el capitán pidió voluntarios para una misión suicida y él dio un paso al frente.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Capítulo XXIV: Palabras para Julia



Fotografía de la reciente presentación en Valencia.


Todos esperan que resistas
que les ayude tu alegría
que les ayude tu canción
... entre sus canciones.
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más aquí me quedo
... aquí me quedo.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti. Pensando en ti
como ahora pienso…. Julia.
De la canción de Los suaves: “Palabras para Julia”



CAPÍTULO XXIV
Palabras para Julia
(16-12-1999)



Estuvo todo el día pensando en la preciosa mujer que había conocido
la noche anterior, un brillo especial en sus ojos y una mueca dulce
en sus labios lo delataban.
Carlos veía a su compañero alegre y pensaba que la sonrisa radiante
que lucía Fernando en su rostro se debía a la tranquilidad de saberse
sano y a salvo de la maligna sombra del antrax, sin embargo aquella
circunstancia constituía sólo un ínfimo detalle en su felicidad, lo importante
en realidad era que el tiempo, inexorable, transcurría y se
aproximaba la hora de su cita con Julia.
No sospechaba el joven que su adorada ninfa también había pasado
el día entero pensando en su nueva conquista, incluso en aquel preciso
instante estaba hablando de él, de todos modos y como la felicidad
nunca suele ser completa, su conversación tenía lugar con otro hombre.
– Nos interesa saber absolutamente todo de ese edificio-, estaba diciendo
el hombre de aspecto elegante que ayer la siguió durante su encuentro
con el vigilante-, cualquier información es valiosa y sobre todo
nos interesaría que pudieras verle en su lugar de trabajo, que consigas
ver el terreno sobre el que deberemos movernos.
– Tranquilo sé lo que hay que hacer pero necesitaré tiempo, en las
primeras citas no puedo pedirle demasiados detalles de su trabajo.
– Lo sé, no obstante debes aprovechar cualquier mínima oportunidad
para obtener datos, no deberíamos demorarnos en ejecutar la misión
más de lo estrictamente necesario.
– Me da la sensación de que estás algo nervioso, hemos hecho esto
otras veces y no te mostrabas tan suspicaz.

– Es cierto, en esta ocasión tengo un mal presentimiento, no me
gusta ese antiguo convento, cuanto antes terminemos con el asunto
mejor y sobre todo no pases nada por alto.
– No te preocupes, pondré más atención que nunca, tienes algo más
que decirme.
– Sí repetirte por enésima vez, nos interesa saber el lugar exacto de
situación de la garita de seguridad, el horario de las rondas, los cambios
de turno de los vigilantes, ubicación de las cámaras interiores.
La sonrisa extendiéndose por el bello rostro de Julia cortó la enumeración
del hombre.
– Todo va a salir bien, y ahora si me disculpas tengo una cita.
Al mediodía había empezado a llover con cierta intensidad y todavía
continuaba el temporal, el tráfico era denso y Rafael que había decidido
ir al trabajo en coche ahora se arrepentía de su decisión. El agua
formaba pequeños ríos por los arcenes, los vehículos circulaban con
parsimonia y los ánimos de los conductores se encrespaban al verse
atrapados entre el tráfico. Cuando el eterno color bermejo de los semáforos
por fin cambiaba los automovilistas no podían avanzar pues
había otros coches bloqueando los cruces, la gente que salía de sus
trabajos no podía salir de sus garajes y no había expectativas de mejoría
a corto plazo pues la lluvia arreciaba y el volumen de vehículos en
las calles se incrementaba.
– Al menor contratiempo esta ciudad se convierte en una trampa gigante-,
dijo Rafa hablando consigo mismo y buscando el teléfono móvil
para llamar a su compañero y advertirle de su posible retraso.
El ruido de los cláxones se mezclaba con los tonos del teléfono.
– Seguridad buenas tardes-. Respondió una voz conocida al otro extremo
de la línea.
– Fernando, soy Rafa, llamaba para decirte que estoy en un atasco
y es posible que te llegue tarde.
– Pues me haces polvo compañero, precisamente hoy tengo una cita
con mis universo y no quisiera llegar tarde no vaya a cansarse de esperar
y se busque a otro.
– Intentaré llegar lo antes posible pero no te prometo nada, es complicado
moverse en esta trampa.
– Te espero, no tengo más remedio, date prisa.
Darse prisa atrapado en un atasco, qué fácil era decirlo y qué difícil
hacerlo.
---------
Un todo terreno gris se movía también lento sorteando las dificultades
del tráfico y el temporal.
– Vaya atasco-, dijo Julia-, a este paso no voy a llegar a tiempo.
– Tranquila, te esperará, merece la pena perder unos minutos por
una mujer tan atractiva.
– Gracias-, adujo Julia sorprendida ante el halago de su acompañante-,
la verdad que estás cambiado en esta misión, nunca antes me
habías hecho comentarios galantes.

– Nuestra relación es simplemente laboral, hay ciertas familiaridades
que no son recomendables y más teniendo en cuenta la especialidad
de nuestra tarea, debemos ser cuidadosos y evitar posibles conflictos.
A pesar de sus palabras la contempló un tanto arrobado por
unos instantes hasta que el sonido de un claxon lo devolvió a la realidad,
entonces recuperó su argumento-. Soy el responsable de la seguridad
de esta organización y se me exige que sea por completo eficiente.
Julia, estaba acostumbrada a las miradas masculinas, sonrió agradeciendo
la inesperada admiración de su compañero y guiñó con complicidad
uno de sus preciosos ojos azules. El todo terreno gris continuó
moviéndose con pesada parsimonia por las calles mojadas pero ya el
silencio, había extendido dentro del reducido habitáculo, su profecía.
-----
La desesperación hacia presa de Fernando conforme los minutos pasaban,
su mirada viajaba de las cámaras exteriores al reloj con rapidez
vertiginosa y de ese modo no prestó casi ninguna atención a un hombre
de edad avanzada vestido por completo de negro que llegó por la
puerta principal.
– Buenas tardes joven-, saludó al vigilante.
Fue en ese instante cuando a Fernando le llamó la atención el
atuendo del llegado, traje negro con sombrero también del mismo color,
un sacerdote pensó el joven aunque no luciera alzacuellos.
– Dígame, ¿qué quería?
– Están ustedes bien aquí dentro con la que está cayendo fuera.
– Sí, aquí al menos se está a salvo de la lluvia.
– Y ahora en estos tiempos tan modernos que ya no existen peligros,
si usted hubiera conocido este edificio en el siglo XVII, ¡cuántas
anécdotas hay impresas en estos muros!
– Sí algo me han contado, pero dígame usted ¿qué deseaba?
– Sí, en verdad están ustedes bien ahora, ya no corren tanto riesgo
como nosotros en nuestro tiempo, las monjas de Santa Águeda no
eran malas, era la Inquisición quien acosaba a sus víctimas y algunos
líderes de los estamentos religiosos que aprovechaban muy bien sus
privilegios.
– Disculpe señor, no puedo entretenerme, ¿viene a visitar a alguien
de esta empresa?
– No, en realidad es a Álvaro a quien quisiera ver.
– ¿Álvaro, aquí no hay nadie con ese nombre?
– Se equivoca joven, Álvaro está aquí, pero no se moleste ya lo he
visto y ellos también me han visto a mí, estaban allí al fondo del pasillo,
Álvaro junto a Tordesillas y Espinosa.
– Mire señor creo que se ha equivocado entrando en este recinto.
– No, ¿cómo me voy a equivocar después de tanto tiempo? No se
preocupe ya me marcho, no quiero causarle problemas sólo quiero
asegurarle que ustedes no corren peligro, lo de Álvaro fue otra cosa, él
pertenecía a otro mundo. La historia se ha quedado impregnada en los
muros de este convento y en ocasiones quiere dejarse oír, sin embargo
las almas de sus habitantes son inocuas.

– Bien pues le agradezco su información y ahora si me disculpa…
– Adiós Álvaro-. Se despidió el extraño personaje mirando al pasillo
vació-. Adiós hijo ya no le molesto más, su compañero está a punto de
llegar a la puerta del garaje. Yo soy fray Timoteo, trabajaba aquí hace
muchos años, exactamente donde usted está, tenía yo mi mesa, pero
lo dicho, no le entretengo.
Salía ya el anciano sacerdote y el vigilante pensaba que era un viejo
chiflado, cuando llegó a la puerta y antes de salir adujo una profecía.
– Y no te preocupes hijo, aunque llegues tarde, Julia te aguardará.
– Oiga espere, ¿de qué conoce usted a Julia? y ¿cómo sabe que yo
llegaré tarde y ella me esperará?
No obtuvo respuesta el fraile misterioso se marchó, Fernando corrió
tras él pero cuando alcanzó la calle no consiguió ver al hombre, había
desaparecido engullido por el asfalto.
– Ha desaparecido, no puedo creerlo, el viejo loco se ha esfumado.
Al volver al interior del edificio apreció que su compañero estaba accediendo
al recinto por el aparcamiento.
– Por fin, ése es Rafa-, murmuró consultando su reloj por quincuagésima
vez-, espero que el fraile majareta tenga razón y Julia me espere.
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Acezando llegó Rafael al puesto de control a efectuar el relevo, se
había cambiado en tiempo record y corriendo por la escalera se ajustó
la corbata.
– Ya estoy aquí, perdona por el retraso.
– No hay novedad, me voy corriendo es que tengo una cita con una
rubia increíble, mañana hablamos.
Visto y no visto, Fernando también se cambió en tiempo record bajaba
ya la escalera vestido con traje de calle y a Rafa casi no le había
dado tiempo de instalarse en la garita.
– Por cierto Rafa, ha venido un loco, parecía un sacerdote todo vestido
de negro, sombrero incluido y con una larga barba blanca dijo llamarse
fray Timoteo y decía unas cosas muy raras, entre otras que trabajó
aquí hace años. ¿Ha venido otras veces?
– Con esa descripción y ese nombre no recuerdo a nadie, ¿has tenido
problemas con él?
– No, no, sólo era un poco pesado y muy raro pero no le des importancia
pues seguro que no la tiene.
– Fray Timoteo, no lo he oído en mi vida.
– Preguntaba por un tal Álvaro y mencionó otros nombres pero su
conversación no tenía sentido.
La alarma se encendió en el cerebro de Rafael al oír el nombre de su
compañero fallecido
– Quizá su conversación si tenía algún significado-. Dijo ya hablando
solo Rafael.
------
Era una de esas mujeres a las cuales resulta imposible pasar desapercibida
y en aquella ocasión no había excepción. Eran pocos los que
se atrevían a acercarse y hablar con ella, no obstante todos los hom-

bres del local la miraban, algunos incluso le sonreían y ella devolvía
amable la sonrisa y si trataban de entablar conversación los rechazaba
con esmerado afecto.
Julia era de ese tipo de mujeres que permanecen poco tiempo solas
en un bar y así fue también en esta ocasión, un joven llegó apresurado
dirigió una rápida y aprensiva mirada al local, sonrió al detectar su presencia,
se acercó despacio mientras ella fingía no haberlo visto, el rostro
de él casi rozó el cabello de ella cuando se acercó para susurrarle
algo al oído. Julia sonrió con angelical gesto un segundo antes de besar
apasionada al recién llegado. Todos los hombres que presenciaron la
escena sintieron un repentino ataque de envidia, uno, sentado solo en
un rincón, ataviado con un elegante terno gris, no sólo sintió envidia,
también sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo pues desde que comenzara
aquel trabajo había sentido una malas vibraciones en su alma.
La pareja recién consolidada no estuvo mucho tiempo en el local,
sin importarles demasiado el aguacero salieron al exterior, la búsqueda
de un taxi libre en una tarde de lluvia era harto complicada en la zona,
así pues desistieron de dirigirse a casa de Julia la calle Serrano, como
fue la primera intención y optaron por ir a casa de Fernando, más cercana
y con posibilidad de ir andando. Bajo un pequeño paraguas se
abrazaron y entre arrumacos fueron cubriendo el camino, la presencia
de Julia le hacía olvidar el resto del mundo, el ruido de la lluvia le impedía
oír las pisadas a su espalda, alguien, enfundado en un elegante
traje gris los seguía sin perderlos de vista. A pesar del mal tiempo el
perseguidor se instaló en un portal apenas guarecido de la lluvia frente
a la casa de Fernando.
– Entonces siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando
en ti como ahora pienso, Julia-. Canturreaba sin importarle el aguacero
y de ese modo aguardó paciente.
Paciente también aguardaba Rafael a que llegara el final de su jornada,
a buen seguro se le haría más larga la noche a él que a su compañero
Fernando y para corroborar esta afirmación unos ruidos se oyeron
justo encima de su posición, en el piso de arriba donde en teoría,
ya no había nadie.
Las personas pueden permitirse el lujo de sufrir alucinaciones alguna
vez, sin embargo cuando son tan frecuentes uno empieza a pensar
que los espectros le acosan y pueden llegar el miedo, la locura, incluso
la muerte. En ese peligroso instante en que el silencio lo envuelve todo
y lo llena de malos augurios es cuando hay que luchar con todas las
fuerzas restantes y demostrar al mundo o demostrarse uno mismo que
no se trata de alucinaciones sino de hechos tangibles, que no se trata
de locura sino de simple mala suerte, es la hora de perseguir a los fantasmas,
a todos los fantasmas: a los de los edificios, a los de las personas,
a los que habitan en húmedos y fríos muros y a los que anidan
en tibias almas.
Y en esa fase estaba Rafael, persiguiendo sonidos inexistentes escaleras
arriba en un edificio vacío, buscando sombras, esquivando miedos.
Recorrió todos los despachos de la primera planta y no encontró

nada fuera de lo normal, los ruidos habían dejado de percibirse y quizá,
esta vez sí, era su imaginación que le jugaba una mala pasada. Estaba
a punto de regresar a su chiscón cuando el ascensor se puso en
funcionamiento, subía con repentina rapidez y luego bajaba a trompicones.
La sangre se heló en sus venas, ¿también esto lo habría imaginado?
¿Era una alucinación o la presencia de algún ser maligno?
Fue hacia el ascensor y pulsó el botón de llamada, oyó rechinar a la
vieja maquinaria, sin embargo el cajón no se detuvo en su planta, continuó
hacia arriba, hasta la última y se detuvo. Rafael volvió a accionar
con rabia el pulsador.
– Maldito trasto, cada día funcionas peor-. Dijo como si el ascensor
fuera un ser vivo.
La cabina de acero se cerró y el habitáculo emprendió una vertiginosa
caída, el vigilante oía el roce metálico y olía el olor a quemado del
calor generado por la fricción. La caída finalizó de improviso, como había
comenzado, el ascensor se paró en seco y sus puertas se abrieron
con brusquedad inusual.
Rafael llevó su mano diestra a la culata del revolver al tiempo que
daba dos pasos atrás, ¿acaso pensaba que podía salir alguien de un ascensor
vació en un edificio desierto? No salió nadie pero sí algo. Las luces
del interior de la cabina estaban apagadas, dentro un humo denso
y helado muy compacto. Al abrirse la puerta el vapor alcanzó el exterior
y comenzó a disiparse como niebla. Un frío horrendo llenó toda la
planta, Rafael quedó petrificado, nunca había visto nada parecido, el
frío le llegó hasta el alma, el pavor, hasta el horizonte de la consciencia.
Por nada del mundo hubiera accedido al interior del ascensor y
tampoco podía permanecer en aquel pasillo eternamente, allí ya no tenía
nada que hacer.
De improviso todas las luces del edificio se apagaron y éste quedó
sumido en la oscuridad más profunda y el frío más rotundo, apenas el
débil haz de luz de su linterna guiaba sus pasos por tan inhóspito laberinto,
sólo oía el eco de sus propias pisadas y los latidos desesperados
de su corazón, el terror se centuplicó y en nada se asemejaba al de
otras noches. El miedo le aconsejaba huir, salir corriendo a toda prisa y
alejarse de aquel edificio endemoniado, no obstante, Rafa hizo todo lo
contrario desoyó el sabio consejo que siempre facilita el temor y se dispuso
a buscar soluciones, a hacer preguntas que quizá fuera mejor no
formular, a encontrar respuestas que tal vez fuera mejor ignorar. Estaba
predispuesto para una larga y dura batalla, estaba preparado para el
peligro. Era la hora del llanto.
De nuevo ruidos, ruidos de hierros contra hierros, metales que chocan
impulsados por manos invisibles o peldaños de escaleras de acero
pisados por pesados calzados que culminan en cadenas. En un principio
pensó que eran pasos en la escalera metálica que conducía a la
cripta lo que se oía y todo su cuerpo experimentó un sobrecogedor escalofrío,
mas pronto se percató de que los sonidos procedían de algún
lugar por encima de donde él se encontraba.
– El campanario, esos ruidos que se oyen proceden del interior de
nuestro vestuario.

Hacia allí dirigió sus precipitadas zancadas y cuando llegó su curiosidad
chocó contra una puerta cerrada que a pesar de su cerrazón no
podía impedir que salieran extraños ruidos del interior del vestuario.
– La puerta está cerrada cuando siempre queda abierta y esos ruidos
desgarradores del interior, es como si alguien estuviera arrastrando
cadenas por el suelo-, una vez más se sorprendió hablando solo,
había ido en busca de respuestas y no iba ahora a quedarse sin ellas.
Revistió de audacia su valor, no ignoraba que hay puertas cerradas
que es mejor no abrir, sabía que hay umbrales que es conveniente no
traspasar, conocía que existen estancias presididas indefectiblemente
por la muerte, aun así tenía que entrar en aquel cuarto.
Desenfundó su revolver a pesar de saber de lo inútil del gesto y propino
una violenta patada a la puerta del vestuario que se abrió con
gran estrépito, al mismo tiempo cesaron los ruidos extraños de manera
tan repentina y misteriosa como habían comenzado y se volvieron a
encender las luces. Estaba apuntando hacia las taquillas cerradas con
un arma y una linterna por completo innecesarias. La normalidad parecía
haber regresado, enfundó el revolver y apagó la linterna guardándola
en su cinturón y entonces de nuevo algo extraño sucedió: unas
manos invisibles con llaves inexistentes que ludían en las viejas cerraduras
de las taquillas abrían a la vez todos los armarios.
– ¿Qué es esto?- Preguntó al viento sabiendo que no obtendría respuesta
alguna.
Las puertas se fueron abriendo de par en par como partes vivas de
un fantasma en plena zarabanda, Rafael asistía al espectáculo anonadado,
por alguna extraña razón ya no sentía miedo, se sentía a salvo
en aquella estancia repleta de misterio.
– ¿Eres tú Álvaro? Tratas de decirme algo ¿no es verdad?
No obtuvo ninguna respuesta, sin embargo la ropa de los armarios
cobró vida de repente y comenzó a salir de los lugares, donde inertes,
permanecían dobladas y guardadas. Las prendas volaban unos instantes,
levitaban fugazmente y caían de nuevo inertes, plegándose en dobleces
inverosímiles. En pocos minutos toda la ropa de los trabajadores
del servicio de seguridad, todos los uniformes de sus compañeros, se
esparcieron por el suelo de toda la habitación en un revoltijo de telas
digno de un mercadillo de oportunidades. Rafael observó algo que ya
intuía, sus prendas permanecían intactas, perfectamente plegadas y
colocadas en la perchas de su taquilla tal como él las había dejado.
– No entiendo nada, ¿qué intentas decirme Álvaro?- Gritó el vigilante
en un vano intento de obtener alguna contestación.
La única respuesta que consiguió fue que algunos armarios se cerraron
con violencia del mismo modo extraño que se habían abierto y
vaciado, otras taquillas por el contrario permanecieron abiertas, desafiando
al joven, invitándole a hurgar en el interior. Rafael no captó la
invitación y así, de las taquillas que habían permanecido abiertas comenzaron
a salir, portadas por entes inexistentes, unas bolsitas de
plástico transparente que contenían un sospechoso polvo blanquecino.
– ¿Era esto lo que me querías mostrar? Supongo que se trata de cocaína,
no es la primera vez que veo algo así.

Una mano invisible y no obstante cargada de ira fue arrojando todas
las bolsas contra el suelo, contra las paredes, contra el techo. En breves
instantes el vestuario quedó sumido en una niebla fantasmal que
producía el polvo de los paquetitos en suspensión. La habitación quedó
convertida en un campo de batalla, el desorden y la confusión reinaban
en el vestuario a pesar de que conforme el polvo caía perezoso y se posaba
sobre las ropas tiradas en el suelo, la calma regresaba a los viejos
muros del edificio.
Rafael cerró la puerta del vestuario como si con ese gesto rompiera
el hechizo y despacio, cabizbajo, se encaminó a su chiscón.
– No sé qué quieres que haga Álvaro pero sé exactamente que debo
hacer.
Nada más llegar al cuarto de seguridad cogió el teléfono y marcó un
número de móvil. No era la hora más propicia para efectuar llamadas,
de todos modos él sabía que esa circunstancia no incomodaría a quien
hubiera al otro lado de la línea. Y fue la voz somnolienta de Morales la
que respondió sin poder ocultar el cansancio.
– Sargento Morales al aparato, dígame.
– Buenas noches sargento, perdón por molestar a hora tan avanzada
de la madrugada, soy Rafael…
– Te he reconocido Rafael-. Interrumpió Morales bruscamente saliendo
de su sopor, su tono de voz denotaba alarma, todos sus sentidos
estaban alerta-. ¿Has tenido algún incidente relacionado con el atentado?
– No, no es por ese motivo la llamada, es otro asunto el que quiero
tratar y no quisiera hacerlo a través de una línea telefónica, ¿cuándo
podemos vernos?
– Si el tema es muy grave voy ahora mismo, si no es muy urgente
podemos vernos mañana a primera hora pero si no me dices de qué se
trata no puedo determinar la premura del caso.
– Son varios casos en realidad y atañen a personas de servicio en
este edificio, creo que la policía debe investigar a fondo ciertos hechos.
– En ese caso y como supongo que estás en horario laboral podemos
desayunar mañana temprano cerca de tu trabajo y me pones al
corriente ¿te parece bien?
– Sí, es perfecto, podemos quedar a las siete y media en la Taberna
del Renco, ¿sabes dónde está?
– No, pero recuerda, soy policía, creo que podré encontrarla.
– Está muy cerca del edificio donde trabajo, en la confluencia de las
calles Bárbara de Braganza y Barquillo.
– De acuerdo, estaré allí a las siete y media en punto, tú pagas los
desayunos por haberme despertado a las dos de la mañana.
– Eso está hecho, yo pago el desayuno y tú desenmascaras a los
malos.
Cansado. Exhausto se sintió al finalizar la conversación; meditabundo
y apático estuvo el resto de la noche. Ya no hizo nada más, sólo esperar,
aguardar sentado e inmóvil a que llegara la hora de irse, de salir
de allí. No hizo nada excepto pensar, debería haber efectuado dos rondas
y no las hizo, debería haber subido al menos a limpiar y ordenar el

vestuario pero tampoco. Permanecía en la silla en incomparable quietud,
con la mirada extraviada, oyendo al silencio y a todas sus profecías
mientras pensaba… pensaba en qué descubriría la policía cuando él les
facilitara las pistas de que disponía y les confesara sus sospechas; pensaba
en Álvaro; pensaba en Eva; pensaba en Rosa. Fue tan larga la noche
que tuvo tiempo de pensar también en Candelaria y ése fue el recuerdo
al que más tiempo dedicó y el que le devolvió alguna posibilidad
de experimentar lo que significaba estar vivo. Una sonrisa un tanto bobalicona
se fue dibujando en el perfil de su rostro y un repentino calor
en los labios le traslado hasta el beso de anoche. No había visto a Candelaria
en todo el día, cuando Rafael se despertó ella ya se había marchado
y cuando él salió hacia el trabajo aún no había regresado, ahora
estaría acostada en la pequeña cama de la habitación de invitados, tapada
la perla negra de su cuerpo bajo las sábanas blancas. ¿Por qué la
había besado? ¿Por qué no dijo nada inteligente tras el beso y selló la situación
con un hasta mañana? ¿Por qué no continuó besándola que era
en realidad lo que quería, lo que necesitaba, lo que anhelaba?
Llegó el alba y con el ella el ansiado momento del relevo, cuando su
compañero Fernando subió al vestuario se quedó observando su reacción.
¿Qué haría al ver el estado en que había quedado el cuarto? A
buen seguro en breves momentos aparecería dando voces de alarma y
él no le diría nada de lo acontecido.
Sin embargo no fue así, Fernando tardó cinco minutos en regresar
correctamente uniformado y sin hacer comentario alguno respecto al
desorden del vestuario. le hizo el relevo, Rafael subió despacio, sin prisas
pero con curiosidad. Al llegar al vestuario todo estaba en orden, todo
impecable como si nada de lo ocurrido durante la noche hubiera sucedido,
incluso él empezó a dudar de si en verdad había o no pasado
algo a lo largo de la noche o sólo fue un mal sueño de su mente desquiciada.
El enigma quedó resuelto cuando se agachó para atarse los
zapatos, cerca de una de las filas de taquillas y casi oculto bajo una de
ellas se veía un montoncito de un polvo blanquecino que evidenciaba la
realidad de la pesadilla.
– Álvaro has vuelto a hacer una de las tuyas, has recogido todo y
me has hecho dudar de mí mismo, afortunadamente has dejado un indicio
para que yo supiera a qué atenerme.
Salió a la calle, mas tarde pasaría a recoger el coche, ya no llovía y
un viento suave, aunque frío, paseaba por la ciudad. Se abrigó cuanto
pudo y caminando sin prisa e inmerso en sus pensamientos se encaminó
a la Taberna del Renco, no volvió la vista atrás y por tanto no pudo
ver que una figura oscura se asomaba a ese rosetón donde nadie humano
podía encaramarse por causa de su desmesurada altura, no volvió
la vista atrás y no supo que un vehículo discretamente oculto entre
el tráfico lo seguía y dos personas en su interior lo vigilaban.

jueves, 10 de noviembre de 2011

A tren muerto, tren puesto




A TREN MUERTO, TREN PUESTO


Y nada más existió hasta el próximo tren, éste ya lo había perdido, como tantos otros, era ya solamente una insignificante mota de polvo en el horizonte. Un recuerdo en el apeadero de su vida.
Quedó solo, sin embargo, una gran estación como ésta que transita tiene mucho movimiento, entre un tren y otro apenas pasa un suspiro y de repente otra luz se abrió camino en el túnel y se detuvo en su andén.

_ Hola, me llamo Teresa- dijo nada más llegar.

_ Ya te he olvidado Carolina- murmuró mirando el horizonte-, te acaba de sustituir Teresa y, la verdad, está como un tren.



AMARGA SENSACIÓN


Y nada más existió hasta el próximo tren; para él nada más existió nunca.
Su decisión urgente robó su vida. Quiso salir del vagón, eligió otra posibilidad, pero lo hizo a destiempo, el tren ya había efectuado su salida.
Él cayó de bruces en el andén. Se golpeó, con violencia, el choque de su cabeza con el cemento fue mortal.
La sangre tiñó el futuro; muchos corrimos en su ayuda pero la suerte, la mala suerte ya estaba echada.
Cuando el siguiente tren estacionó en esa vía, su alma ya había estacionado en el paraíso.
Lloré con la amarga sensación de haber ayudado a aquel desconocido a morir.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Juguetes rotos


Juguetes rotos

Como tantas veces había hecho de niño cuando rompía un juguete, lloró.
_ ¡Yo lo quería!- hubiera dicho entonces.
_ ¡Yo lo quería!- dijo ahora.
_ Pero lo has estropeado- hubiera reprochado su padre entonces.
_ Usted lo ha estropeado- le dijeron hoy.
_ No hacia cuanto yo ordenaba- hubiera dicho el niño.
_ No cumplía mis deseos- dijo hoy adulto.
_ ¿Por eso tuviste que destrozarlo?- hubiera preguntado inquisitivo el padre.
_ ¿Por eso lo mató?- preguntó el policía.
_ Era mentira, no lo íbamos a regalar a otro niño- confesaría papá.
_ No me amaba, había otro hombre- confesó llorando, compungido, como el niño mimado que nunca había dejado de ser.


Horrores nocturnos

Como tantas veces había hecho de niño se tapó la cabeza con la almohada apretando fuerte los párpados.
Sabía que apenas duraría unos minutos, luego pasaría como una mala tormenta de otoño.
Como tantas otras noches de miedo y fantasmas, los espectros sólo querían jugar, divertirse un rato a su costa, luego desaparecerían hasta la próxima noche de ritos.
Trató de evadirse y no sentir, lo conseguía, llegaba el duermevela, sólo dos detalles ahuyentaban al sopor:
De niño los fantasmas tenían la voz de su padrastro
_ Tranquilo, no te haré daño.

¿Por qué de adulto le provocaban miedo cuando de niño simplemente fue asco?

domingo, 30 de octubre de 2011

Capítulo XXIII: Callejón sin salida





Ninguna imagen mejor para este capítulo que el aguador, de Diego Velázquez.
Ni mejor cita que una frase de Antonio Muñoz Molina.





Vine a Madrid a matar a un hombre a quien no había visto nunca.
Me dijeron su nombre, el auténtico y también algunos de los nombres
falsos que había usado a lo largo de su vida secreta, nombres en general
irreales, como de novela, de cualquiera de esas novelas sentimentales
que leía para matar el tiempo en aquella especie de helado almacén.


Antonio Muñoz Molina. “Beltenebros”








CAPÍTULO XXIII


Callejón sin salida
(13-11-1625)


Ni demasiado temprano ni excesivamente tarde. Algo después del alba
un carro tirado por dos acémilas se detuvo en la puerta de la taberna
del Renco. Don Gonzalo escrutó con disimulo los alrededores antes de
desatrancar la puerta de su negocio, en el interior tres rostros aturdidos
por el cansancio y con evidentes muestras de ansiedad le aguardaban.
– Voy a ocultar a los chicos en unos toneles vacíos y fingiendo que
voy a por productos para abastecer mi taberna los sacaré de la ciudad.
– Os ayudaré-, asintió el verdugo.
Acomodaron a los chicos lo mejor que pudieron en el estrecho habitáculo
de los toneles, los subieron al carro y se despidieron.
– Me marcho, si no llego pronto a la cárcel de la corte me echaran
en falta y levantaré sospechas.
– No os preocupéis, yo me encargo de todo, esta noche venid por la
taberna, os informaré de cuanto ocurra y del paradero de los mozalbetes.
Por cierto el chico más joven no lo consiguió, vi como los guardias
lo llevaban detenido a él y a un hombre adulto, no os lo dije antes para
que no lo supieran sus hermanos.
– ¿Sabéis dónde lo han llevado?-, interrogó lacónico.
– No con certeza, por el camino que llevaban a la cárcel de la corte.
– Pronto lo veré entonces, gracias don Gonzalo por vuestra ayuda.
– Hoy por ti y mañana por mí Benito.
– Suerte chavales-, dijo el verdugo golpeando con suavidad uno de
los barriles.
La salida de Madrid más cercana a la taberna del Renco era a través
de la puerta de Santa Bárbara, a pesar de ello y teniendo en cuenta que
cuantos le conocían y algunos de los que no le conocían también, sabían
cual era la ruta que seguía cuando iba a por viandas, tomó el camino
de siempre. Por tanto bajó la calle Barquillo para enlazar con la de
Alcalá, dejó a la diestra el Prado de San Jerónimo y a la siniestra el Prado
de los Recoletos. Al salir de la ciudad enfilando el camino de Alcalá
una pareja de guardias, clientes de su taberna, le saludaron jocosos.

– Don Gonzalo traed buen vino esta vez que la última remesa era vinagre,
pura bazofia.
– El vino lo traigo bueno, ocurre que por no gastar vuestras pagas lo
vais bebiendo de tarde en tarde y al tardar tiempo en consumirlo se estropea.
El eco de las risas de los soldados le acompañaron durante los primeros
pasos de su trayecto, los chicos estaban a salvo de momento en
las afueras de la villa, alejados del peligroso Madrid del cuarto Felipe.
En la misma puerta de la cárcel de la corte el verdugo se encontró
con el Capitán de la Guardia.
– Tarde llegáis verdugo-, espetó contrariado el militar.
– A la par que vos Capitán, ni antes ni después-, respondió sin arredrarse
Benito.
– El cansancio se refleja en vuestro rostro demacrado, ¿acaso habéis
tenido la noche agitada y no habéis podido conciliar el sueño?
– Podéis jurarlo-, el verdugo tuvo la desagradable sensación de que
el Capitán sospechaba de su participación en el asalto a la mercería judía-,
he estado toda la noche enfermo, creo que padezco calentura.
– Pues mal día habéis escogido para enfermar, hoy vamos a tener
un día movido y mucha tarea que realizar. Entrad-. Dijo el Capitán cediendo
el paso con un movimiento cortes aunque fingido.
– Después de vos Capitán-, respondió Benito que había captado el
fingimiento-, ¿o acaso teméis ofrecer vuestra regia espalda al verdugo
municipal?
– Yo no temo a nadie que vos conozcáis verdugo-, dijo mal humorado
el Capitán entrando primero por no dilatar más el asunto.
Dentro de los juzgados ubicados en la propia cárcel municipal todo
el mundo parecía aguardar la llegada del verdugo.
– Benito por fin habéis llegado-, le saludó uno de los guardias-, pasad
de inmediato el juez os aguarda para daros instrucciones.
– Debéis marchar al palacio de la Inquisición-, dijo el juez como saludo-,
se va a proceder a interrogar a los judíos detenidos tras la denuncia
de la fiesta de los azotes, de camino hacia allí acompañareis a los familiares
de la inquisición que os aguardan para trasladar a un joven judío
detenido para reunirlo con su madre, el niño se llama Fernán y es hijo de
Fernán Vaez y la tal Isabel Núñez, como sabéis también presos de la Suprema,
a partir de hoy el joven correrá la misma suerte que la madre.
Cada una de las órdenes emanadas por el licenciado le golpeaban sin
piedad el corazón. Estaba escrito, al final del día sabría si Dios, tal como
él hasta hoy lo había concebido, existía en verdad o no.
– Al terminar la labor del palacio de la Inquisición os dirigiréis aquí
de nuevo, tenemos otro prisionero a quien interrogar. Ayudó a escapar
a unos judíos y mató a un soldado de la guardia, debemos averiguar
quienes eran sus compinches, bueno en realidad uno ya sabemos
quien es, Bernardino Sánchez, antiguo soldado y hasta ayer mismo
maleante y reñidor por alquiler.
– Y ¿porqué hasta ayer precisamente?
– Porque ayer fue muerto en la calle Infantas por un guardia que
custodiaba la casa de los judíos.

Cada orden un mazazo en el alma, cada frase una bofetada en la
mejilla y él, buen cristiano, ofreciendo la otra para ser de nuevo agredido.
– ¿Qué os ocurre Benito?, tenéis muy mal aspecto.
– Estoy enfermando señoría-, respondió sin mentir del todo-, esta
noche no he dormido por culpa de la calentura, mas no temáis señor,
no me impedirá el inoportuno mal realizar las misiones encomendadas.
– Si precisáis ayuda en la tarea no tenéis mas que decirlo y os buscaré
un ayudante.
– Pues ya que lo ofrecéis sería adecuado un ayudante, no por causa
de mi mal sino por los muchos detenidos que tiene la Inquisición en sus
mazmorras, serán una docena por lo menos.
– Pues no se hable más os enviaré ahora mismo un ayudante.
El verdugo, acompañando a cuatro familiares de la inquisición y al
pequeño Fernán, se dirigió hacia la casa donde la suprema tenía sus
instalaciones. En un primer momento temió que el pequeño lo reconociera
a pesar de que actuó con la cara cubierta y le asaltó el miedo de
que con su actitud pudiera delatarle, no obstante sus temores no se
confirmaron, el niño no dio en ningún momento muestra de reconocer
a quien le ayudó la pasada noche.
Ya dentro del edificio donde la Inquisición ejercía su ministerio uno
de los jueces de la Suprema, fray Anselmo ordenó que llevaran al pequeño
Fernán con su madre y que condujeran al primer prisionero, el
tal Miguel Rodríguez, a la sala de tormentos para proceder a su interrogatorio.
Dos familiares de la inquisición acompañaron al verdugo en
esa tarea, una vez abajo, en la zona de las mazmorras, Benito dijo.
– Id vosotros a por el tal Miguel Rodríguez, yo llevo al crío a la celda
de su madre.
Así lo hicieron, se separaron, el verdugo llegó a la celda de Isabel
acompañando al arrapiezo, cuando madre e hijo se vieron se fundieron
en un abrazo y dieron paso a un mar de lágrimas. La mujer preguntó al
verdugo:
– ¿Por qué lo habéis traído aquí?
– Orden de Fray Anselmo, lo siento, lo detuvieron ayer al intentar
escapar, creo que el hombre a cuyo cuidado estaban los chicos ha
muerto, en cambio los otros dos lo han conseguido, los hemos sacado
de Madrid y están a salvo.
Isabel se soltó del abrazo de su retoño, lo llevó al catre que había al
fondo de la celda y con rapidez se giró hacia el verdugo.
– Tenéis que sacar a Fernán de aquí, éste no es sitio para un niño.
– No, en realidad no lo es, tenéis razón, mas cambiar ahora la situación
será muy complicado, el Inquisidor General y el juez han decidido
que debe correr vuestra misma suerte.
– ¡No! No puede ser, el niño es inocente, no pueden hacerlo pasar
por el tormento de la muerte en la hoguera.
– Sólo por el hecho de ser hijo vuestro lo consideran culpable, yo
haré lo que pueda por ayudaros y sacarle de aquí pero os repito que es
casi imposible escapar de este edificio.

Era muy difícil escapar de la Inquisición en una época en que eran
todopoderosos, como confirmación, tras los interrogatorios efectuados
antes del atardecer, se firmaron seis sentencias de muerte en la hoguera.
Isabel Núñez y Fernán Vaez los dos primeros y estás llevaban
adherida la del pequeño Fernán, el menor de la familia, también Beatriz
Núñez, hermana de Isabel, Jorge Cuaresma, Miguel Rodríguez y
Leonor Rodríguez, todos ellos condenados a la máxima pena por el Inquisidor
General. También dictó el Santo Oficio sentencia contra la casa
donde estaba ubicada la mercería, sería derribada, demolida, y la
Corona decidiría posteriormente de que modo se ocuparía el lugar vacante
dejado por ella.
Benito había conseguido momentáneamente vencer la batalla contra
el agotamiento y en el lugar que aquél dejó vacante se había instalado
la indignación. Se dirigió veloz hacia la cárcel de la corte pues todavía
le quedaba un prisionero que torturar y además en esta ocasión
se trataba de alguien conocido, sabía su nombre, el auténtico y también
algunos de los nombres falsos que había usado a lo largo de su vida
secreta, nombres en general irreales, como de novela. Lucas.
¡Cuán curioso iba a resultar el interrogatorio! Benito torturaría sin
piedad a un hombre hasta que diera a sus interrogadores el nombre de
otro hombre, el suyo, Benito Jiménez, verdugo municipal y ahora cómplice
de asesinato, instigador de acciones violentas contra la justicia,
hostigador de actos contrarios a las ordenes del Santo Oficio.
Preparó la cámara de tortura como si nada especial sucediera, como
si de un preso desconocido para él y por completo anónimo se tratara,
después se sentó en silencio aguardando instrucciones. Percibió con
sublime claridad que se hallaba en un callejón sin salida.
El Capitán de la Guardia de Madrid solicitó permiso al juez para estar
presente en el interrogatorio, de los dos guardias designados para
llevar a cabo tal misión, uno se presentó voluntario, Esteban, aquél
que detuvo a Lucas y estuvo a punto de acabarlo, y si por él hubiera sido
hasta hubiera oficiado de verdugo en la escena que se estaba preparando.
Así pues tres militares, un galeno y un escribiente estarían
junto a Benito durante el proceso de interrogar al prisionero.
– Id por el preso-, ordenó el Capitán de la Guardia-, y de inmediato
los dos soldados y el verdugo fueron a buscarlo.
– ¡Vamos mequetrefe!-, saludó Esteban al preso con una gran sonrisa
dibujada en su rostro-, vamos a ver ahora que tal surtido de valor
estáis.
No fue precisamente bien tratado en el breve traslado de la mazmorra
a la sala de tormento, los soldados, especialmente Esteban, lo golpearon
en varias ocasiones. De todos modos Lucas parecía indiferente
a los ataques, sin embargo en varias ocasiones dirigió el reo su mirada
de soslayo hacia el verdugo intentando llamar su atención. Aunque parecía
muy calmado en realidad no lo estaba, no dolían las patadas ni
los puñetazos, solamente dolía el lacerante mordisco del miedo.
Dentro de la sala de torturas empezó el trabajo del verdugo y el calvario
del detenido. Benito procuró alejarse del resto de los asistentes a

la sesión de castigo y sobre todo tuvo cuidado en alejarse de los soldados.
Mientras procedía, como era costumbre, a desnudar al preso de
cintura par arriba Lucas le habló:
– Matadme Benito, no quiero delataros, tenéis que matarme antes
de que la tortura me suelte la lengua y vos mismo me obliguéis a confesar,
vuestro nombre.
– No puedo hacerlo.
– Debéis hacerlo, ya soy hombre muerto, quiero llevarme mis secretos
a la tumba. Moriré de todos modos pero sin sufrimientos adicionales.
– Si os mato yo también quedaré en evidencia y bajo sospecha.
– No necesariamente, conseguid un veneno, seguro que podéis, no
en vano sois verdugo, durante la tortura acercadlo a mis labios y no
dudaré, lo ingeriré como si fuera un elixir capaz de salvarme de todo
mal, pensarán que me he suicidado.
– ¡Cuidado!, se acercan los guardias.
– Mátame Benito, por el bien de todos, ¡mátame!
– ¿Por qué tardáis tanto? No tenemos todo el día-, apremió el Capitán
sin apercibirse de la conversación que mantenían preso y castigador.
– Capitán el prisionero me comenta que no se encuentra bien, tiene
dolores en el pecho y retortijones en las tripas-, respondió el verdugo
al Capitán y un poco más tarde se volvió al médico-, examinadle y determinad
si es o no conveniente proceder al interrogatorio.
Se adelantó el galeno hacia la posición del detenido sin dar tiempo
al Capitán a expresar su opinión en contrario y de paso informó a cuantos
quisieron oír:
– El juez no consentiría una declaración tomada a un reo en malas
condiciones de salud.
Benito aprovechó el instante de confusión y disputa para coger una
redoma de las muchas que había en un armario. Miró de reojo por encima
del hombro que nadie observara sus maniobras y cuando se cercioró
de ello en una jarra de agua vertió un chorro de un líquido lechoso,
tras esto colocó la jarra manipulada junto a las demás que a buen
seguro utilizaría en breve para aplicar el tormento de la toca al prisionero.
El doctor tras examinar al detenido determinó de modo solemne
que estaba lo suficientemente sano y en condiciones de ser interrogado
por los métodos tradicionales.
– El único mal que padece es el miedo, por eso tiene apretones en
las tripas-. Dijo Esteban provocando la burla general de los soldados.
El verdugo dirigió una mirada de desaprobación a las reiteradas
chanzas, allí se iba a torturar a un hombre, a infringirle un duro castigo
para producirle daños quizá irreparables y no era asunto de risas.
De todos modos Benito cumplió con su deber, sujetó a Lucas al potro y
lo ató con las cuerdas fijando después las poleas como era lo habitual,
tras esa maniobra el Capitán comenzó el interrogatorio.

– Lucas González, a todas luces sois culpable de asalto a la justicia
y asesinato de un soldado de la guardia de Madrid, con esos cargos el
garrote sería el castigo correspondiente, sin embargo, si nos informáis
de los asuntos que nos interesan, además de ahorraros un sufrimiento
largo y doloroso nosotros podíamos interceder ante el juez para que
vuestra sentencia fuera un poco más benévola. Así pues, ¿estáis dispuesto
a hablar y a informarnos de quien os contrató para liberar a los
judíos y también a decirnos quien era el compinche vuestro que logró
escapar?
– Me contrató el mismísimo Felipe el IV y el Conde Duque Olivares
en persona dirigió el ataque y fue el compinche que se os escapó-, dijo
Lucas mirando a su interrogador.
– Verdugo, dad una vuelta a ver si le quitamos las ganas de bromear
a este miserable.
Benito obedeció, y no obstante hizo gala de su pericia dando la
vuelta a la polea demasiado deprisa, de esta forma, evitaba en la medida
de lo posible, algo de padecimiento al prisionero. Un grito lacerante
salió de la garganta de Lucas y apenas hubo cesado la expresión de
dolor físico se oyó la voz del Capitán.
– Vais a decirnos ahora verdad sobre lo que queremos conocer-, puso
fin a su frase con un tremendo puñazo que descargó sobre el vientre
del preso. Este trató de encogerse después del golpe que le causó
nauseas y al tratar de mover brazos y piernas se provocó mayor tormento
con las cuerdas que lo rodeaban.
– ¿Quién os pagó por la misión y quién os acompañaba?
– ¿No os acordáis?-, respondió entre jadeos de dolor-, vos mismo
Capitán me disteis una bolsa de monedas y fray Anselmo me acompañaba
en el lance, es un gran reñidor.
– Verdugo dos vueltas seguidas como premio a este bufón.
– Aplicadle la toca al mismo tiempo que el potro, Capitán-, dijo el
verdugo antes de ejecutar la orden recibida-, esa combinación le soltará
la lengua, además esa práctica está permitida por el procedimiento,
en unos instantes lo tendréis suplicando clemencia.
– Me place esa idea-, adujo el Capitán con una mueca de satisfacción
en sus labios-, dos vueltas y dos jarras para el prisionero.
Tuvo buen cuidado Benito de aplicar primero la jarra emponzoñada;
Lucas lo miró y hasta guiñó un ojo aprobando la acción del verdugo,
luego otra jarra más y por último las dos vueltas de cuerda en el transcurso
de las cuales siguió con su intento de ahorrar dolor al torturado.
Las toses se confundieron con los alaridos de desesperación, Benito temió
que Lucas vomitara y expulsara de forma involuntaria el veneno
ingerido, mas afortunadamente eso no ocurrió.
– ¿Vais a hablar o me obligaréis a administrar más torturas a vuestro
cuerpo?
Hizo Lucas un gesto afirmativo dando a entender que sí iba a hablar,
entonces el Capitán pidió al verdugo que le sacara el paño de la boca
para que pudiera decir lo que quisiera.
– ¿Quiénes son ésos a los que habéis encubierto?

– Dos fantasmas señor-, respondió entre jadeos haciendo un esfuerzo-,
el espíritu de Alejandro Tordesillas Capitán de la Guardia de
Madrid fue quien me contrató y el espectro de Francisco Espinosa el
Renco fue quien nos acompañó en el asalto.
– Meted el paño otra vez en la boca de este asesino, dos jarras completas
y tres vueltas de cuerda-. Ordenó ahíto de ira el Capitán de la
Guardia.
Cuando comenzó a temblar todos creyeron que era de miedo; cuando
su estómago experimentó espasmos feroces y continuados pensaron
que era debido a la rápida ingestión de las jarras de agua vertidas
en su boca; cuando la fuerza de las convulsiones estuvo a punto de
seccionar muñecas y tobillos lo atribuyeron a la repentina presencia de
la llamada enfermedad del demonio que no era otra que cosa que epilepsia;
cuando brotó sangre por oídos, boca y nariz supieron que irremediablemente
se moría; cuando estallaron sus globos oculares y quedó
inmóvil y mudo para siempre sospecharon que se había envenenado.
De la cámara de tortura salieron los tres militares muy indignados y
harto contrariados, no sólo el preso había dejado este mundo sin confesar
sino que además les privó del placer de someterlo a una larga
agonía; horrorizado salió el amanuense, en su larga vida de escribano
jamás había presenciado escena tan desagradable, creyó que nunca olvidaría
lo visto en aquella sala de los horrores; confuso y aturdido quedó
el galeno que no sabía a que atribuir tan repentina y dramática
muerte.
– Benito, ¿creéis que esto ha sido obra de un veneno?
– Lo dudo-, mintió el verdugo-, nosotros no se lo hemos administrado
y él, difícilmente ha podido tomarlo dentro de la cámara sin que nos
hayamos percatado.
– Quizá no ha sido ahora mismo, existen venenos que tardan en actuar,
incluso algunos que sólo son letales con una actividad física concreta,
pudo tomar uno de esas características en la mazmorra, en algún
descuido del alcaide y los carceleros.
– Complicado, no digo que imposible pero sí muy complicado que un
prisionero pueda obtener algún tipo de sustancia letal dentro de la cárcel
de la corte.
– Se lo pudo facilitar algún compinche, o quizá algún carcelero pagado
a tales efectos.
– Estoy tan confundido como vos doctor, sin embargo os daré mi
opinión. Yo creo que al aplicar el potro y dos jarras de agua tan seguidas
hemos destrozado sus órganos internos. Otra posibilidad es que la
tortura tan dura haya agravado alguna lesión que se le hubiera causado
en la detención que creo fue muy violenta, o alguna otra provocada
por los guardias en los golpes que le han propiciado durante sus horas
de cautiverio, recordad que dijo sentirse enfermo antes de la tortura.
En cualquier caso lo cierto e inamovible es que está muerto.
– El juez no se pondrá contento con este desenlace y el Capitán de
la Guardia menos todavía, ya habéis visto como ha salido de la sala,
parecía que lo llevaban los demonios.

– Pues tendrán el Capitán y el juez que aceptarlo así, no podemos
volverlo a la vida.
Estaba extenuado y hambriento. El aire frío de la noche alivió un
tanto su aturdimiento. Se encaminó hacia la taberna del Renco lo más
rápido que pudo, iba rezando para que don Gonzalo no hubiera cerrado
ya su negocio, iba clamando al cielo, implorando que los otros dos niños
hubieran conseguido huir y estuvieran a salvo.
– Benito os estaba esperando, ya creía que no veníais-, le dijo don
Gonzalo mientras le servía una generosa jarra de morapio.
– No he podido venir antes, pero decidme, ¿qué ha ocurrido?
– Usad esa jarra para brindar conmigo, los chavales están a salvo.
El verdugo dio un largo trasiego y el néctar de Baco lo reanimó un
ápice en lo que al cuerpo se refiere, pues el corazón ya lo había animado
suficiente con la noticia del caballero.
– Contadme los detalles.
– Fue tan fácil que todavía ni me lo creo, salimos de Madrid sin complicación,
una vez dentro del bosque les permití a los jóvenes salir de
los barriles para que estuvieran más cómodos, tumbados, tapados y
ocultos por unas mantas hicimos camino hasta Alcalá de Henares. Allí
los dejé al cuidado de una familia que son de plena confianza y además
convinimos que ellos los cuidarían en tanto se hicieran los preparativos
para un viaje pues van a juntarlos con sus familiares que al parecer viven
en Toledo.
– Don Gonzalo algún día os devolveré el favor, estoy en deuda con
vos y muy agradecido.
– Algún día quizá podáis ayudarme Benito, en la tarea de encontrar
al asesino de mi padre.
– Pues me place que me hagáis ese comentario. He oído por aquí y
por allí que vais haciendo muchas preguntas incomodas, eso os acarreará
problemas, tened mucho cuidado y en lo tocante a mi colaboración
contad conmigo en cuanto pueda ayudaros.
– Por ahora sólo puedo encomendaros que tengáis bien abiertos los
ojos y los oídos, si de algo os consiguierais informar me ponéis al corriente.
– Haré cuanto pueda, pero vos haced caso de mi advertencia, manteneos
a salvo.
Iba pensando, según caminaba, que tenía bien merecida una suculenta
cena y un largo descanso. De repente se detuvo, estaba junto al
convento de Santa Águeda también denominado de las arrecogidas,
frente a la iglesia de San Antón. Fijó su mirada en la imagen del santo,
se persignó y murmuró una breve oración, después reanudó su camino
hablando consigo mismo.
– Al final va a ser cierto, Dios existe, aprieta pero no ahoga.
En la iglesia de Santa Águeda anexa al convento, en una ventana circular
de su fachada principal, se dibujó una figura oscura, era imposible
que ser humano se asomara al ventanal pues se elevaba más de cinco
metros desde el suelo, se diría que era una aparición evanescente, fantasmal,
la representación de un verdugo despidiendo a otro verdugo. El
espectro, lentamente, como la noche, como una débil niebla, se disipó.

jueves, 20 de octubre de 2011

Síndrome de Estocolmo


Síndrome de Estocolmo




No pude evitar mirar de reojo la puerta del apartamento. Volver mi rostro, mirar el anverso de esa puerta, contemplarla por el lado desconocido.
Sentí vértigo, miedo, nostalgia…
Vértigo de mi recién estrenada libertad soñada, tan lejana y de repente… hallada. Vértigo por dejar atrás una larga experiencia, tan agobiante como enriquecedora
Miedo a la resurrección de mi pesadilla, aunque, tras el disparo no volvió a moverse, después el portazo, nada se oyó.
Nostalgia de un amor imposible desde el mismo instante en que nació hasta el momento, éste, en que murió.
No puedo evitar una lágrima de despedida, conozco el nombre de esta enfermiza necesidad mía: Síndrome de Estocolmo.






Secreto



No pude evitar mirar de reojo la puerta del apartamento, no pude evitar levantarme de un salto, abandonar el escritorio, recorrer la habitación con rápidos pasos y asegurarme de la posición de bloqueo de los cerrojos.
Sabía que estaban al otro lado, que no necesitaban abrir la puerta para traspasar el umbral, no obstante, encerrada me sentía más segura y podía regresar a mi trabajo.
Memorizaba el texto del documento conforme lo descifraba, no iba a ser tan imprudente de dejárselo escrito. Una vez archivado en mi cerebro encendí un pequeño fuego para destruirlo. Cuando finalmente logren entrar, no podrán matarme, el secreto estará solamente escrito en mi memoria.

lunes, 10 de octubre de 2011

El casero siempre llama dos veces





RELATO COMPLETO.


Título: El casero siempre llama dos veces

Primera sombra: Despertar

Unos pasos en la escalera le sacaron del ligero duermevela en que se hallaba sumida. Había dormido mal; fatal, demasiadas cervezas entre estómago y cerebro y viceversa. Tuvo que levantarse para ir al baño en un par de ocasiones; entre el dormitorio y el escusado y viceversa. Tantos paseos por el pasillo en sombras la desvelaban y también el calor, y también los ronquidos etílico-anaeróbicos de su pareja.
No tenía que madrugar. No había puesto el despertador. Quería simplemente despertarse cuando ya no tuviera más sueño, cuando estuviera cansada de dormir y, sin embargo… los pasos inoportunos hollando la fría piedra de la escalera la habían despertado.
Miró a su diestra, Nick dormía a su lado, entonces ¿de quién eran las pisadas que recorrían las mesetas y peldaños de su escalera? ¿Quién había en la casa además de ellos dos? ¿Quién y cómo había entrado?
Se levantó impulsada por el muelle de su resolución dispuesta a averiguarlo, por un instante pensó despertar a Nick pero un ronquido seco y ahogado, ahogó su intención, entre lo que ella tardara en explicar y él en despertar y comprender, podía pasar demasiado tiempo.
Fue al baño en primer lugar, entre el dormitorio y el escusado sin viceversa, no solamente por miccionar de nuevo los últimos reductos de las cervezas ingeridas la noche anterior, también por armarse con las tijeras que había en la repisa superior del armario del espejo. Si alguien se había colado en su casa y había interrumpido su descanso se iba a llevar un buen corte

Segunda sombra: El salón solitario

Sombras en la escalera, por lo demás, nada, nadie. Los ruidos habían cesado, al final seguro que todo fue un sueño o una pesadilla o viceversa. Caminando despacio, descendiendo entre sombras, llegó a la segunda planta, allí estaba el salón en penumbra.
Entró.
Con la poca luz y las muchas sombras que proporcionaban unos tímidos rayos de sol que profanaban las rendijas de la vieja persiana pudo ver, a la derecha, el sofá azul. Ese era el de ver la televisión puesto que estaba situada justo enfrente. La pantalla del aparato, plagada de sombras, apagado en negro, reproducía no obstante una imagen confusa, difusa. Una secuencia profusa de película de terror. La silueta de una mujer patidifusa, atemorizada, armada con unas tijeras con las que podía incluso herirse a sí misma. Era un reflejo, su imagen, su película, su sombra.
Las puertas del armario estaban cerradas como siempre, ¿no habría nadie dentro? No, desechó la posibilidad de abrir para cerciorarse. En la pequeña mesita, la de tomar el café, que estaba junto al sofá azul de ver la televisión, reposaba, olvidado, un vaso sucio de restos pegajosos.
Al otro lado las dos mecedoras, ambas quietas y vacías. El otro sofá, el amarillo, el de dormir la siesta las tardes de calor porque a él llegaba nítido el aire de la ventana cercana. Cercana y actualmente cerrada a cal y canto. Junto al sofá amarillo de dormir la siesta estaba la mesa de no comer, puesto que por norma general y siempre que no hubiera invitados, hacían las comidas abajo, en la cocina. Y alrededor de la mesa de no comer, las cuatro sillas de madera de un color tan claro, tan cálido y tan brillante…
Frente a ella estaban los cuatro cuadros anárquicamente alineados, cuatro fotografías antiguas de diferentes rincones del pueblo, cuatro amuletos en realidad, recuerdos colgados en la alcayata del destiempo condenados al cobrizo amarillo del olvido, cuatro recuerdos que no eran los suyos.
Encima de la mesa, junto a las llaves que usó de madrugada para entrar, un billete de 50 euros arrugado y monedas sueltas. Si había entrado alguien desde luego no tenía intención de robar.
Escuchó ruidos de nuevo en la planta de abajo, de nuevo pasos sigilosos, inoportunos, pisadas intrigantes por la escalera. Al mismo tiempo, sobre la mesa, un zuñido molesto, un objeto se movía retozando debajo del billete arrugado que con un temblor inquietante se desplazó en pos de las monedas.
El móvil.
Puesto en modo silencio el celular vibraba sobre la mesa al producirse una llamada y a pequeños tirones se aproximaba, sigiloso, inoportuno, intrigante, travieso, a las monedas y las llaves.
_ Diga- susurró con miedo de alarmar a quien la alarmaba.
_ Señorita Cora soy Fran, el casero…
El casero, precisamente hoy, precisamente ahora, qué inoportuno, qué mala sombra, ojalá no hubiera contestado, el casero siempre llama dos veces.


Tercera sombra: La cocina

Susurraba entre sombras, no quería, no podía alzar la voz.
_ Fran no es buen momento, acabo de despertar y tengo una resaca de espanto, además pasa algo raro en la casa, oigo ruidos, cualquier asunto seguro que puede esperar.
_ No señorita no puede esperar,- mientras oía las palabras del casero quien por cierto también murmuraba bajando la voz todo lo posible, quizá por simpatía o por inercia, salió del salón y comenzó a descender hacia la cocina-, hoy es día uno de julio ¿recuerda? Son más de las doce de la mañana, debían haber abandonado la casa, tengo que limpiar, esta tarde vienen los nuevos inquilinos.
_ ¡Maldición!- exclamó en un susurro ahogado, bajaba los peldaños de dos en dos, sobrevolándolos, apenas rozándolos para no hacer ruido con sus pisadas y murmuraba de forma prácticamente incomprensible-, no me acordaba de la fecha, lo siento, pero ¿cómo sabe usted que seguimos en la casa?
Llegó a la puerta entreabierta de la cocina, dentro había alguien, seguro, se percibían roces de telas, una respiración amortiguada y un sordo murmullo susurrado.
_ ¿Cómo voy a saberlo?- Empujó la puerta de un puntapié, con decisión, con el móvil en la oreja izquierda y las tijeras alzadas en la diestra, entró a la cocina y entonces… oyó lo mismo por su oído izquierdo, es decir por el móvil, que por su oído derecho, es decir en vivo y en directo-. Estoy en mi… estoy en su… estoy en la cocina.
Quedaron petrificados, mirándose incrédulos, sin dejar de apretar los celulares contra sus pabellones auditivos. El casero abría los ojos hasta el infinito y recorría el cuerpo de la mujer de pies a tijera, que se alzaba un palmo sobre su cabeza y viceversa, la inquilina no pestañeaba, en silencio y en absoluta quietud trataba de relacionar la imagen con alguna explicación lógica.
_ Qué susto me ha dado Fran, oí ruidos, creía que era un ladrón o un asesino o un violador…
_ Pues soy yo, entré con mi llave, venía a limpiar la casa y me di cuenta de que todavía estaban dentro- hablaban por teléfono, mantenían la comunicación y los móviles les trasladaban una millonésima de segundo más tarde y, por segunda vez, sus palabras-, tenga cuidado con esas tijeras, se puede hacer daño o hacérselo a alguien o incluso hacérmelo a mí.
_ Creo que esto ya no es necesario- dijo la inquilina mostrando el móvil y las tijeras y percatándose entonces y sólo en ese momento de su situación.
Había salido con tanto miedo y tanta urgencia de la cama y la noche anterior había hecho tanto calor. No se había puesto nada, ninguna prenda por encima de su cuerpo y estaba prácticamente desnuda, solamente unas minúsculas braguitas tipo tanga ocultaban una ínfima parte de su anatomía. Y encima eran blancas y finas y se trasparentaban…
Los ojos de Fran, ya acostumbrados a la penumbra de las sombras, devoraban el exuberante cuerpo de Cora y se encendía su deseo mientras ella apagaba el móvil.
_ No ya no es necesario eso- dijo sin que la inquilina llegara a saber a ciencia cierta si el casero se refería a los instrumentos que mostraban sus manos o a la tela translúcida que ocultaba su sexo.
_ Disculpe mi aspecto, me acosté tarde y me acabo de despertar.
_ No hay nada que disculpar, al contrario es de agradecer tanta belleza. Nunca me pareciste demasiado guapa pero tu cuerpo es de una hermosura arrebatadora, tanto que ardo en deseos de besarlo todo entero.
Fran dejó el móvil en la pila sin percatarse de que estaba llena de agua y dio un par de pasos hacia Cora que permanecía inmóvil tratando de taparse.
_ Qué vas a hacer, ni se te ocurra acercarte más…
Puso sus manos en los pechos que se agitaban con la respiración, la empujó hasta apoyarla en la pared y clavó los labios en sus labios acallando sus protestas.
Cora correspondió al beso apasionado, era dulce, le quitaba la sed que la resaca le producía, pero de repente abrió los ojos y empujó con fuerza a Fran apartándolo de ella, la tijera se enganchó en la camisa del casero y se la arrancó. Entre sombras apreció Cora su torso fuerte, los músculos de los hombros, los brazos, unas gotitas de sudor que perlaban la piel y cayendo, la conducían irremisiblemente al deseo.
_ Ten cuidado con las tijeras Cora- dijo abalanzándose de nuevo sobre ella.
Al segundo beso sus manos dejaron de palpar la tela translucida, tiró fuerte de ella, con todo su deseo y le arrancó el tanga, ella alzó su brazo diestro y la poca luz del mediodía que se filtraba por las rendijas de la persiana proyectó, sobre la espalda del casero, la amenazadora sombra de unas tijeras.

Cuarta sombra: Tijeras cuchillos y viceversa

Las tijeras golpearon con fuerza la espalda de Fran que ni se inmutó ni interrumpió sus besos ni sus caricias ni disminuyó, en modo alguno, su desbocado deseo, por causa del impacto accidental.
Junto a las tijeras, en el suelo, estaba el móvil que también había caído segundos antes por estar a menos altura y también por esa circunstancia no golpeó al casero, como hicieron aquéllas, aunque rozó uno de sus tobillos.
Ahora las manos de Cora, sin objetos que entorpecieran sus movimientos, estaban libres, aunque permanecían muy ocupadas tratando de desabrochar el pantalón de Fran.
_ Espera- dijo el casero impaciente-, yo lo haré.
Se separó un poco, apenas una zancada hacia atrás y se liberó del incordio de la ropa bajando los pantalones hasta los tobillos. Ahora tuvo que dar varios pasitos cortos para acercarse al punto de partida.
_ Ahora aguarda tú- dijo Cora apartándose de él-, no quiero estar de pie pegada a la pared.
Se dirigió a la mesa y empezó a tirar los objetos y restos de la última comida de ayer, de la última cena. Algunos platos cayeron al suelo y también algunos cubiertos, un vaso se rompió en mil pedazos. A Fran los ruidos de los cristales y metales lo excitaban aún más y, más aún, la visión de Cora de espaldas a él, barriendo la mesa, con esas nalgas blancas que bailaban al ritmo de los ruidos de la cubertería incitándole a la locura… a una mayor locura.
Con pasos cortos llegó hasta ella, hasta los glúteos respingones donde sin preámbulos instaló su órgano masculino.
_ ¡He dicho que esperes!- dijo Cora girándose y mostrando un cuchillo de filo brillante y amenazador al tiempo que se sentaba en el filo de la mesa para de inmediato añadir-, ahora sí, a qué estás esperando.
Fran no se hizo esperar, pronto quedaron unidos, pegados, adheridos por la pasión irrefrenable. Sus labios apretados violentamente contra los de Cora, los pechos de la inquilina estrujados contra el torso del casero, sus sexos fundidos en uno…
Las manos de Fran arañando la espalda de la mujer, la mano izquierda de Cora aferrando la nuca de su rival, en la diestra los dedos se agarraban a un cuchillo que de vez en cuando pinchaba, sin llegar a herir, la espalda del casero.
_ ¿Por qué siempre tienes objetos peligrosos y cortantes en las manos?
_ ¡Cállate y no dejes de besarme!
Jadeos y gemidos quedaron ahogados en un beso y viceversa. El combate cuerpo a cuerpo entró en una espiral de ritmo frenético que no podía durar mucho más. Así fue. Los labios se separaron, ambos echaron la cabeza atrás, Cora alzó la mano derecha armada con el peligroso cuchillo, Fran sujetó con la siniestra la muñeca de la mujer por miedo a que en un espasmo le descargara un golpe mortal. De puntillas en el vertiginoso precipicio del orgasmo se hallaban cuando a su espalda surgió una sombra proyectada desde el umbral y un grito cruzó el quicio de la puerta para mezclarse con el grito incontenido e incontenible del casero.
_ ¡Aaaaahhhhhhh!- Chilló Fran perdiendo toda su fuerza en el último empujón.
_ ¡Qué coño está pasando aquí!- gritó Nick sin dar crédito a sus ojos y alzando su escopeta.
_ Siempre tienes que joderlo todo- espiró Cora insatisfecha dirigiéndose… ¿a Fran? ¿A Nick?, o viceversa.



Quinta sombra: la sombra de una duda razonable


_ ¡Qué significa esto!- gritó de nuevo Nick al tiempo que con su diestra cogía por los hombros a Fran y lo zarandeaba-, ¿qué haces con mi mujer?
Fran perdió el equilibrio, los pantalones trababan sus tobillos, no pudo apoyarse, trastabillo y cayó estrepitosamente golpeándose con la cabeza en el suelo, el golpe lo dejó ligeramente aturdido, sin embargo distinguió el tacto frío del filo de unas tijeras junto a su mano diestra.
_ ¡Qué haces con mi mujer no! ¡Imbécil!- dijo Cora con un ronquido ahogado y forzando el llanto-. Lo correcto es preguntar qué le haces a mi mujer, no ves que me está… me está…él me ha…
_ ¡Maldito bastardo!- exclamó Nick comprendiendo la situación o, creyendo comprender la situación o, viceversa y, mientras continuaba hablando, el punto de mira de la escopeta se instalaba en el cuerpo del casero- Dime qué le has hecho a Cora antes de que te pegue un tiro.
Fran estaba ligeramente aturdido por el golpe pero comprendió en seguida la situación: su inquilino creía que él… Cora le había dicho a su marido que él… y por culpa de esa sucia mentira ahora él estaba a punto de…
_ No le he hecho nada-, gritó en su defensa para después, atiplando la voz añadir-, bueno nada que ella no quisiera que le hiciera, se me insinuó, estaba desnuda y me provocó, hasta limpió la mesa para estar más cómoda, yo no soy de piedra…
De nuevo la escopeta cambió de diana y se dirigió a las curvas de Cora que seguía sentada sobre la mesa y con el cuchillo en la mano.
_ ¿Tú le provocaste? ¿Te mostraste desnuda al casero y te insinuaste? Entonces eres tú la que debe morir.
_ Le crees a él y no a mí, ¿estás ciego?, mira ahí en el suelo las bragas rotas, los cubiertos, en el forcejeo hemos tirado la vajilla de la mesa, con mucho esfuerzo he podido coger el cuchillo y estaba intentando clavárselo para librarme de su acoso pero él me sujetaba la mano, ¿acaso no lo has visto?
Fran se levantó con ímpetu y casi volvió a caer, se sentía ridículo con los pantalones por los tobillos, con su miembro a la intemperie oscilando alicaído tras el esfuerzo y el susto y, asiendo las tijeras con su mano diestra como si fuera una costurera vilipendiada.
_ No ha habido forcejeo, ella tiró al suelo los objetos de la mesa, prefería hacerlo sobre el mantel y no apoyada en los azulejos fríos de la pared.
Nick también se sentía ridículo, en calzoncillos, eligiendo blanco o diana, táchese el que no proceda, armado con una escopeta que ni sabía con certeza si estaba o no cargada y con una gigantesca resaca que le impedía razonar y sólo le producía sombras y dudas y viceversa.
_ No sé a cuál de los dos voy a matar primero- movió la escopeta de un lado a otro, de izquierda a derecha, de la diana al blanco, de la mujer al hombre y viceversa-, a la zorra o al violador, al bastardo o a la ramera…
Cora también se sentía ridícula, desnuda, insatisfecha, sentada en el borde de la mesa aunque cruzando las piernas pudibunda, aferrada al cuchillo… al menos la resaca se había evaporado con tantas y tan variadas emociones.
_ Encima de ultrajada tengo que aguantar ser insultada y tendré suerte si no soy asesinada.
Nick sufrió un escalofrío, la resaca, su desnudez, las palabras de su mujer o una mezcla explosiva de todas esas circunstancias le hicieron temblar y, como consecuencia de esa contracción, sus dedos adoleciendo gafedad, torpes, engarabitados, se enredaron con el disparador. Afortunadamente la escopeta no estaba cargada y sonó un click en vez de un bang. A pesar de eso o precisamente por ello Cora palideció.
_ Has apretado el gatillo, has querido matarme- dijo incrédula porque su marido hubiera sido capaz de dispararle y porque a pesar de todo la suerte la mantenía viva. Y se puso en pie amenazándole con el cuchillo.
_ Has dicho que te he violado-, decía Fran indignado mientras amenazaba a su amante con las tijeras-, ¿cómo has podido hacerlo después de ofrecerte de forma descarada y pedirme que te besara?
_ Has roto mi matrimonio, he estado a punto de matar a mi esposa- adujo Nick apuntando de nuevo al casero e introduciendo un cartucho en la recámara, ahora sí estaba cargada, si pulsaba el disparador no habría vuelta atrás, viaje de ida sin viceversa.


Sexta sombra: Sangre, sombra y viceversa.

En ese inoportuno instante llegué yo, imprudente, curioso, inconsciente, sin llamar dos veces, sin llamar, casi sin hacer sombra.
La escena era ridícula, me hubiera reído de buena gana si no hubiera formado yo parte de ella. Cora en pie, junto al borde de la mesa, desnuda, con las piernas muy juntas tratando de esconder sus vergüenzas con la siniestra, en la mano diestra un cuchillo enorme y en su rostro una expresión agresiva, a pesar de todo bella, inmensamente atractiva.
Fran de pie manteniendo el equilibrio a duras penas, a penas duras, los pantalones enredados con sus zapatos, sin camisa, envuelto en sudor y con su miembro bailando la danza del absurdo; patético, inmensamente lamentable.
Nick de espaldas a mí, por encima de su barriga fofa una escopeta, por debajo unos calzones de corazones de un mal gusto reprobable, extravagante; la antítesis del deseo, inmensamente desagradable.
Mi llegada inesperada les sobresaltó a los tres, todos se volvieron a mirarme, todos apuntaron sus armas hacia donde yo me hallaba y ese gesto fue el que ahogó mi risa y despertó mi miedo.
De repente se escuchó un disparo, una bala me partió el pecho y una fuerza terrible me propulsó contra la pared a unos metros de donde me hallaba. Mi sangre tiñó de tragedia algunas baldosas del pasillo.
Fran no aguardó más acontecimientos, lo vi desde el suelo donde quedé inmóvil aunque con los ojos abiertos. Se abalanzó sobre Nick y sin permitir reacción alguna le clavó las tijeras en el pecho. El ruido fue horrible, como cuando cae un melón al suelo y estalla; la cara de sorpresa del agredido una mueca terrorífica, como cuando te pisa el pasajero más obeso del autobús y te hace polvo el juanete. El corazón se lo habían partido, primero al descubrir la traición de su esposa, después al hincarse las tijeras en su pecho. Cayó estrepitosamente. Estrepitosamente muerto. Pasó a mejor vida sin viceversa.
_ Estás loco, le has matado.
_ Pues claro que lo he matado ¿acaso pretendías esperar a que nos matara él a nosotros? Mira lo que le ha hecho a ése desgraciado- dijo enfadado, excitado y señalándome a mí con su dedo tembloroso.
_ Y ahora ¿qué hacemos? Irás a la cárcel, nos juzgarán.
_ No pasará nada, limpiaremos las tijeras quitando mis huellas, tu las cogerás poniendo las tuyas y declararemos que tras sufrir un arrebato de celos y de golpearme a mí en la cabeza, Nick trató de matarte con la escopeta; el primer disparo fue fallido y el segundo alcanzó a ése,- de nuevo me señaló con el dedo tembloroso y me llamó “ése” ¿acaso no sabía cómo me llamaba? No, probablemente no lo sabía-, antes de que pudiera hacer un tercero te defendiste, no querías matarlo pero no supiste calcular dónde le asestabas el golpe. Yo corroboraré todas tus palabras con mis palabras y con la herida de mi cabeza, te declararán inocente, fue en defensa propia, quedaremos los dos en libertad y además nos hemos librado de la pesada carga de tu esposo, viviremos juntos y felices por siempre Cora.
No se preocuparon de mí en ningún instante, no me auxiliaron, ni me miraron y, eso me dolió más que la herida, como si yo no estuviera, como si yo no hubiera recibido un disparo y lo peor de todo fue que el plan de Fran tuvo éxito, todo ocurrió como el lo había dicho, exculparon a Cora, se libraron de la molesta presencia de Nick, con quien Cora se había casado por dinero y al poco tiempo iniciaron una vida juntos.
Se olvidaron de todo, del marido muerto; del inquilino asesinado, a la sazón el mismo; del homicidio; del inherente juicio; de las sombras que los acechaban y, lo que más me dolió, más incluso que la propia muerte; se olvidaron incluso de mí… de Viceversa…



Séptima sombra: El polizón

Y sin embargo yo no había olvidado nada, tengo muy buena memoria y recuerdo lo sucedido a la perfección, aunque aconteciera en mi otra vida.
No puedo soportar ver a este imbécil con Cora, no puedo ver a mi dueña en brazos de un asesino aunque su crimen la haya liberado de alguien a quien ella nunca quiso. Tampoco creo que ame a Fran, no, estoy seguro, no es amor, es simplemente sexo o necesidad de percibir un poco más de dinero.
No pude declarar en el juicio, claro es normal, ¿cómo iban a permitirme hacerlo? A mí, a un pobre diablo. Fui el único testigo de lo sucedido pero siempre tendría que permanecer callado, siempre debería vivir con el secreto mordiéndome las entrañas.
No, no podría confesar jamás y sin embargo, también yo había tomado una decisión. Cora será mía o de nadie, no permitiré que siga conviviendo con un asesino.
Y así un buen día llegó mi oportunidad, llegó el momento propicio, iban a realizar juntos, los dos, un trayecto en coche hasta un pueblo vecino, para hacer unas compras y yo, me colé como hacía casi siempre. Fran conducía, siempre era él quien conducía, yo abandoné mi escondite, dejé de ser polizón para ser pasajero y mimoso, rocé el tibio hombro de Cora.
_ Hola amigo- dijo abrazándome mimosa, sorprendida de verme pero contenta de mi aparición-, has decidido acompañarnos, bien, así el viaje será más interesante.
_ No veo yo el interés-, dijo Fran sin mimo de ninguna clase, jamás se alegraba de verme y fijó sus ojos en los míos mientras me chillaba-, ¡al contrario, eres un estorbo, un maldito intruso!
No pude contenerme, no pude aguardar más, ¡tranquila Cora, agárrate fuerte, yo te libraré de este imbécil!, pensé mientras sucumbiendo a mi impulso me abalanzaba sobre él.
Arañé su rostro con todas mis fuerzas, clavé mis uñas en sus ojos, mordí sus manos para obligarle a soltar el volante. Sangró como lo que era, como un cerdo, sus alaridos de dolor superaron en decibelios los gritos de sorpresa de Cora y se elevaron incluso por mis roncos gruñidos de desesperación.
Desesperado fue el volantazo de Fran, nos sacó de la carretera, el muy imbécil en vez de girar a su izquierda lo hizo a la derecha, hacia el lado de Cora y, esa absurda maniobra suya nos precipitó por el barranco, seguro que lo hizo adrede, apuntando el objetivo al asiento del copiloto para que el peor golpe se lo llevara Cora, para salvar su asqueroso culo.
Finalmente Cora no sería mía, no sería de nadie. Fran sobrevivió, ya saben, mala hierba…
Cora murió en el acto, al menos sé que no sufrió y no comprendió lo que pasaba por lo cual no creo que me guarde rencor.
Yo salí despedido en la primera vuelta de campana, me golpeé contra las rocas, creo que morí al instante porque no recuerdo haber sufrido. ¡Qué destino tan cruel fallecer tantas veces en tan pocos días!
Fran tardó mucho tiempo en recuperarse de sus heridas y cuando por fin salió del hospital se llevó la sorpresa de su vida. ¡Qué satisfacción experimenté al ver su cara! No pude contener la risa cuando la policía lo detuvo acusándole de provocar el accidente para liquidar a Cora y quedarse con su dinero, que en realidad era de Nick.
Lo declararon culpable de asesinato, qué curiosa la justicia de los hombres, cuando era culpable lo liberaron declarándolo inocente y, ahora, inocente de verdad, y no obstante, encarcelado. Lo tenía merecido y Cora, aunque me apena su muerte, también merecía un castigo, si hubiera existido un onceavo mandamiento ellos también lo hubieran incumplido.
Ahora es tarde para arrepentimientos. La oscuridad ha cubierto el escenario, ya no hay viceversa, solamente sombras, es muy tarde ya.


Octava sombra: Qué mala sombra

Y es tarde también para mí, el accidente me costó la vida, otra más de mis siete vidas, al final será cierta esa creencia esotérica y supersticiosa que nos concede a cada uno de nosotros siete existencias.
Son siete los días de la semana, los siete mares, los siete colores del arco iris. Siete son los sacramentos, los siete pecados capitales, las siete maravillas del mundo, las siete notas musicales y los siete enanitos de Blancanieves. ¿Por qué no iba yo a tener, como todos los demás, siete vidas? De hecho ya he quemado seis, ésta, la actual, la que disfruto y vivo ahora, es, si no he perdido la cuenta y mi cálculo no me engaña, la última y definitiva. Y voy a aprovecharla a conciencia, no me queda casi nada por hacer, sólo una hazaña tengo pendiente, torturar a Fran incluso en la cárcel.
Como todos los días me dispongo a visitarle en su celda. Me cuelo por donde siempre, paseo impunemente por los pasillos y corredores hasta que uno de los guardias sale a mi encuentro. Me saluda.
_ Buenas tardes Sombra, ¿otra vez por aquí?
Todos me llaman Sombra, debe ser por mi pelo completamente negro, o quizá por el futuro oscuro que le espera a Fran, mi único familiar vivo y para siempre a la “sombra”. No sé cuál de los guardias me lo puso pero me gusta el nombre, aunque debo reconocer sinceramente que me gustaba más el anterior, tal vez porque lo recuerdo pronunciado por los dulces labios carnosos y sensuales de Cora. No me lo adjudicó ella, fue aquél otro novio que tuvo, no recuerdo como se llamaba, el melenudo, el único que amó, el que dejó para casarse con el dinero de Nick. Me bautizó con el nombre del grupo musical donde tocaba la guitarra, Viceversa, un poco absurdo pero siempre mejor que Micifuz, Silvestre, Tigrecito o similares. El que no me gusta nada es el nombre que me puso Fran, no, ése no me gusta, es despectivo, se percibe su odio.
A diferencia del guitarrista melenudo que me adoraba, Fran siempre me ha odiado. Aunque el sentimiento fue recíproco, es decir yo también lo odiaba a él con mis siete almas. De todos modos, a pesar de nuestras diferencias, yo siempre le llamé a él por su nombre, jamás se me ocurrió decirle “Puto hombre”, por eso no me gusta cuando me llama “Puto gato”.
_ ¡Guardia venga a la celda! Ya esta aquí otra vez este puto gato.
Se desgañita jurando y perjurando que toda la culpa es mía, que fui yo el culpable, que yo provoqué el accidente. Se deja la garganta, se rompe la voz chillando que yo le ataqué, que arañé sus ojos, que mordí sus manos para hacerle perder el control del coche y yo, me mondo de la risa cuando los guardias le contestan.
_ ¡Fran cálmate!, es sólo el gato de tu amada, se ha quedado solo, eres su única familia, es normal que venga a visitarte. No tengas tan mala sombra.
_ No es mi familia, es el asesino de Cora ¿no lo entienden? ¡Ese puto gato sólo viene a reírse de mi desgracia!
¡Qué divertido, dedicar en exclusiva mi última vida a amargarle la vida!
¡Qué divertido llenar sus días de carcajadas, de Sombra y Viceversa!