domingo, 28 de noviembre de 2010

Capítulo XI: Un retrato ecuestre condenado a desaparecer



El capítulo XI de La profecía del silencio.
Acompañado de un cuadro de Velazquez, Olivares a caballo, evidentemente no es el cuadro del que se habla en el capítulo.
La cita es de un buen libro de Eduardo Chamorro, finalista del Premio Planeta en el año 1992.
Se supone que a partir de aquí la novela engancha al lector, espero que así sea y no podáis resistir el impulso de leerla.






El rey mandó exponer el retrato que le hice en la calle Mayor, frente
a la puerta de la iglesia de San Felipe. Ahora todo el mundo sabe mi
nombre. El maestro Pacheco le ha hecho saber a Juana su intención de
venir a visitarnos. No sé si se le podrá disuadir de ese proyecto. Tras
unos meses de ajetreo, llevo tan sólo unos días en calma.

Eduardo Chamorro. “La cruz de Santiago”



CAPÍTULO XI
Un retrato ecuestre condenado a desaparecer

(25-10-1625)

Llovía.
Una vez más llovía sobre las ya embarradas calles del viejo Madrid,
el persistente calabobos caía sobre la vida, la libertad e incluso sobre el
honor de los ciudadanos. El honor, qué importante era el honor en
aquellos tiempos.
A Velázquez, como buen sevillano que era, no le gustaba la lluvia
aunque la admiraba, y no obstante, en Madrid el aguacero presagiaba
incomodidades y malos olores. Las calles se llenaban de una bahorrina
inmunda donde el lodo cedía protagonismo y se amalgamaba con simple
y llana porquería.
Diego debería caminar bajo el aguacero y sobre el resbaladizo lodazal
hasta el convento de Santa Águeda donde con un poco de suerte y
algo de inspiración trabajaría todo el día. Se despidió brevemente de
su esposa.
– Si quieres puedes acercarte al convento más tarde-. Dijo.
– Según está de lluvioso el día y las calles llenas de barro no creo
que sea una idea acertada.
– Tienes razón-, adujo el pintor besándola en la frente-, nos veremos
en la cena.
Salió del alcázar real bien envuelto en su capa y cobijado bajo un
amplio sombrero negro, y, por supuesto sin olvidarse de ceñir a su cinto
la espada, que no eran aquel Madrid ni aquellos tiempos propicios
para andar desarmado. Comenzó a caminar, y aprovechando que no
era excesivo el torrente de agua, lo hizo despacio. A decir verdad no
tenía demasiadas ganas de enfrentarse con aquel lienzo y pensó que
paseando quizá llegaría la inspiración y si no llegaba al menos retrasaría
el instante temido de permanecer como una esfinge frente a la tela.
Subió por la calle Mayor y no pudo evitar llegarse hasta las gradas
de la iglesia de San Felipe. Allí estaba expuesto para la admiración de
todo el público madrileño el primer retrato ecuestre que el pintor sevillano
hizo del rey y el cuadro que le abrió las puertas de la corte de Madrid
y del mundo. Tan contento estaba el cuarto Felipe con aquel retrato
que tenía previsto llevarlo luego de su pública exposición al nuevo

salón del alcázar donde debería reunirse con otros retratos como el de
Carlos V pintado por Tiziano.
Velázquez admiró su propia obra, en verdad era un buen lienzo. Se
apreciaba a Felipe IV, joven, apuesto, de porte galante, cubierto con
ostentoso sombrero oscuro, mirada directa, amplia, casi desafiante, altivo
vuelo hacia atrás de sus bandas rojas de general, en la mano diestra
un bastón de mando, en la siniestra aferradas las riendas manejando
al brioso corcel como si con la misma fuerza manejara los designios
del gobierno de su patria. Y el caballo, poderosa cabalgadura guerrera
que alza las manos apoyado sólo en las patas traseras, y así en majestuosa
corveta inmóvil deja espacio bajo sus manos para representar
una batalla. Toda la obra se caracterizaba por unas pinceladas minuciosas,
contundentes, detalladas, y los colores perfectamente elegidos,
vivos y naturales a la vez, impecablemente conseguidos.
– ¡Qué gran obra!- Susurró para sí mismo el artista-. El Rey mandó
exponer el retrato que le hice en la calle Mayor, frente a la puerta de la
iglesia de San Felipe. Ahora todo el mundo sabe mi nombre.
Sin embargo fue necesario despertar del sueño y regresar al mundo,
llegó a la Puerta del Sol y desde allí alcanzó la calle Ortaleza para
desembocar en el convento de las arrecogidas. Un monje le facilitó la
entrada al convento y el acceso a la capilla.
– La madre superiora y el abad de San Antón han dado orden de
que le facilitemos cuanto sea menester. He puesto cuatro candelabros
dentro de la sacristía, creo que será suficiente luz para vuestra labor, si
precisarais algo más sólo tenéis que pedirlo.
Asintió el pintor con gesto de su testa tras la disertación del fraile.
– También ha dado ordenes la superiora de respetar a la congregación
de religiosas, deberéis permanecer dentro de la capilla sin dejar
que os vean las hermanas y no podréis abandonar la sacristía durante
los oficios religiosos.
– Entonces deberé permanecer encerrado en la iglesia-, preguntó el
pintor un tanto alarmado.
– Si queréis salir sólo tendréis que golpear la puerta y yo os abriré
cuantas veces sea preciso.
Asintió de nuevo con el mismo gesto anterior aunque no le gustó la
idea de estar apresado entre los muros de la capilla. La iglesia del convento
estaba sumida en una oscuridad casi absoluta, apenas dos hachones
sobre el altar, cuyas llamas oscilaban perpetuas empujadas por
corrientes inoportunas, iluminaban la zona próxima a la sacristía aunque
también fabricaban inquietantes sombras y alarmantes sonidos similares
a quejidos molestos. En contra posición a la oscuridad del templo
estaba la excesiva iluminación interior de la sacristía. Cuatro grandes
centelleros situados en cada una de las esquinas sumaban un total
de veinte velones encendidos, allí el problema principal era la falta de
ventilación, era una estancia pequeña, con un armario en el que se hallarían
las vestiduras eclesiásticas propias de cada ceremonia. En la sala
el humo de las velas se convertía en aroma desagradable que flotaba
en vaharadas malignas.

Diego se quedó solo y encerrado, el sentimiento que abordó al pintor
fue el de haber cruzado los umbrales del purgatorio. De todos modos
se concentró en su trabajo, retiró con energía y determinación las
sábanas que cubrían el lienzo y corrigió levemente su posición, después
comenzó a preparar las paletas, los pinceles y los pigmentos, los
colorantes, las tizas y sanguinas. Cuando ya parecía tener todo preparado
para comenzar a trazar pinceladas en la tela se dirigió al candelabro
que quedaba en frente de su posición y apagó todos los hachones.
Un humo denso se esparció por la estancia, olía a vela vieja recién apagada,
a cera mal quemada y este nuevo aroma se mezcló impío con el
perfume de las pinturas. Todas aquellas circunstancias fabricaron en la
sala una esencia desconocida para él hasta entonces, llegó a sentirse
mareado por el olor jamás percibido, atmósfera irrespirable, etilamina.
La sacristía se llenó de un terrible hedor a espectro.
– Necesito respirar, salir de aquí.
Y en ese instante se abrieron las puertas de la iglesia y el templo se
fue poblando de religiosas silentes y de luz creciente.
– El oficio religioso del mediodía, ahora no puedo salir, las monjas
no deben verme.
Alguien entró en la sacristía con prisa sobresaltando al artista.
– Don Diego, ¿estáis aquí? Al no oír nada de ruido he creído que ya
os habíais marchado, ¡por cierto no es así! Y veo además que habéis
empezado ya vuestra tarea.
– Sí-, acertó a responder Velázquez pese a su tremenda sorpresa y
los continuos vahídos que sufría causados por las emanaciones de la
sacristía que el hermano Emilio, abad del convento de San Antón, parecía
no percibir.
– Un asunto más don Diego, ya lo sabréis y no obstante me permito
recordároslo, no debéis salir ahora, pero no os alarméis, el oficio religioso
será breve.
Mientras duró la conversación que prácticamente fue un monólogo
el abad compuso su hábito y salió sin despedirse para oficiar la ceremonia.
Cuando don Diego oyó al hermano Emilio musitar sus primeras frases
no pudo domar su curiosidad y con cautela se asomó por una rendija
que quedó en la puerta mal cerrada. Había allí no menos de dos
docenas de monjas sentadas en los primeros bancos de la iglesia y entre
todas ellas sólo un hombre, el hermano Francisco confesor del convento.
Sorprendió al pintor de cámara del cuarto Felipe que algunas de las
religiosas eran realmente atractivas, ahora alcanzó a comprender y no
sin razón las habladurías de la corte, aquellas que referían aventuras
de nobles que asaltaban los conventos por la noche para obtener las
atenciones carnales de las novicias, y claro, aquella congregación que
según tenía por oído y por cierto se alimentaba principalmente de las
mujeres descarriadas que poblaban las mancebías de la ciudad tendría
más popularidad que cualquier otra por la ligereza de sus pobladoras y
por la inusitada belleza de éstas.

Al menos cinco novicias contó que destacaban por sus encantos sobre
el resto; ojos claros bajo cejas muy negras, piel blanquecina en el
rostro y medias melenas rubias e incluso pelirrojas que escapaban de
los rigores del hábito en desordenadas y rebeldes guedejas, voluminosos
bustos adivinados apenas bajo la opresión del forjado. No obstante
lo que más poderosamente atrajo su atención fueron las manos de las
monjas: manos finas, dedos largos y tan blancas como si las hubieran
tratado con solimán.
Y de repente uno de aquellos níveos rostros lindos se elevó ligeramente
y los preciosos ojos verdes descubrieron su mirada clavándose
en las pupilas espías del artista. Trató de ocultarse veloz pero la mirada
limpia, bella, serena, lo había cautivado y sabían ella y él que volvería
a asomarse a la ranura.
Y así es, y de nuevo las miradas confluyen y ahora una sonrisa adorna
e ilumina aún con más intensidad el bonito rostro tiñéndolo de arcana
complicidad.
– Me ha descubierto, no debo permitir que las novicias me vean.
La ceremonia parecía haber acabado, las religiosas salieron con el
mismo paso lento procesional con el cual entraron, las luces se fueron
apagando devolviendo la oscuridad al templo. El abad de nuevo entró
con prisa en la sacristía en esta ocasión acompañado del confesor del
convento.
– Ya os dije que seríamos breves don Diego, además, por hoy, ya no
seréis molestado hasta última hora de la tarde-, informó el abad.
– Sabréis que está próximo a celebrarse el oficio al oír el toque de
oración-, añadió el confesor.
– Gracias, lo tendré en cuenta-, balbuceó el pintor sin saber añadir
nada más.
– Bien, ya podéis proseguir vuestra tarea-, adujo el abad que había
cambiado de nuevo sus hábitos y ya salía de la sacristía-. Nosotros nos
vamos.
De nuevo quedó en soledad, confusión y silencio.
– No sé si seré capaz de dar una sola pincelada en este ambiente
tan hostil y en tiempos tan aciagos-. Pensó en voz alta-. Bueno al menos
ya no apesta a fantasma sino que por fin huele a taller de pintura.
Empujado por la contundente determinación de una súbita inspiración
comenzó a trabajar en el cuadro. En varias ocasiones sintió presencias
a su espalda, se sintió espiado, a veces se giraba veloz tratando
de sorprender a quien fuera y nada había tras él, en otras ocasiones
ensimismado como se hallaba en su obra no hacia caso de esa sensación
incómoda.
– La luz no es lo más importante, ni tampoco lo son las sombras. Lo
trascendente es el dolor y también el tiempo, ¡ya lo tengo, ya lo tengo!
Estoy en el buen camino.
Sintió dos pupilas incandescentes clavándose en su espalda y sin
embargo no hizo caso, no quiso mirar atrás otra vez para no descubrir
nada y continuó con su trabajo y con sus pensamientos.
– Un fondo oscuro, incluso negro por completo, la cruz en tonos marrones
y una figura de Cristo con los músculos detallados y llenos de

luz, claroscuros, y el rostro con gesto de dolor apaciguado, sufrimiento
y paz al unísono, el detalle de los cuatro clavos y el tiempo, breves instantes
tras la muerte.
Movió el pincel que viajó de la paleta al lienzo y dejó de pensar en
voz alta, sin embargo el silencio no reinó en la sacristía, una voz se alzó
nítida a su retaguardia.
– ¿Habláis cuando pintáis o pintáis cuando habláis?
Se volvió aterrado y al hacerlo, patinó el pincel y manchó de modo
desafortunado una zona del cuadro. Creyó que sus ojos encontrarían
un fantasma tras él y en cambio vieron una aparición celestial. De modo
que era cierto, sus proféticas sospechas y sensaciones se habían
confirmado, alguien lo espiaba.
– Me habéis asustado-, dijo reconociendo los ojos verdes de la monja
que captó su atención durante el oficio-, además he manchado el
cuadro, ¿cómo habéis llegado aquí?
– ¿Es éste el cuadro que el Rey nos regala a cambio del fallecimiento
de sor Margarita? ¿Sois vos el pintor de cámara del rey?
– ¿Cómo habéis entrado si la puerta está cerrada con llave desde
fuera? ¿Quién sois y porque razón venís a inquietarme?
– ¿Vamos a seguir formulando preguntas y dejándolas sin respuesta?-,
dijo la novicia dejando escapar una risita divertida.
– La superiora y el abad me han dicho que ninguna monja puede
verme, no deberíais estar aquí.
– ¡Por cierto no! Sin embargo no os preocupéis, la vida conventual está
regida por muchas normas pero casi nadie las cumple a raja tabla y la
superiora y el abad menos que ninguno- sonrió con picardía.
– Yo debo cumplirlas, soy un invitado y debo gratitud y respeto.
– Vos no habéis hecho nada, soy yo quien se ha colado en donde no
debiera.
– ¡Por cierto sí! Y ¿cómo lo habéis hecho?
– Callad, se oyen pasos, alguien viene.
– Ocultaos bajo las sábanas de protección del lienzo, ¡deprisa!
Apenas la monja se terminaba de ocultar apareció el hermano portero
en la sacristía.
– Perdón por la intrusión Don Diego, me envía el padre Francisco,
confesor de este convento para que os traiga algo de comer-. Dejó una
bandeja que traía con una taza humeante, un trozo de pan y una copa
de vino sobre una pequeña mesa-. La sopa está recién hecha y se conserva
caliente, os hará bien, si precisáis algo más estaré en mi puesto.
– Gracias-, dijo escueto el artista rogando para que el monje se fuera
cuanto antes de la sala. Y sus ruegos fueron escuchados pues enseguida
salió y desapareció en la oscuridad eterna del pasillo dejando la
puerta de la iglesia cerrada con llave.
– Podéis salir, ya se ha ido-. Afirmó Velázquez con un suspiro de alivio.
– Era el hermano Timoteo, menos mal que no me ha visto, es un
viejo chismoso.
– Será mejor que os vayáis, todavía me tiemblan las piernas, si hubiera
descubierto vuestra presencia hubiera llegado a oídos del rey que
desobedezco las órdenes de mis anfitriones y no sé que hubiera hecho.

– Sí, no temáis, aguardaré unos instantes a que el hermano Timoteo
llegue a su puesto y enseguida me iré; entre tanto podíais contestar
alguna de mis preguntas anteriores, ¿os parece?
– Soy Diego de Silva y Velázquez, pintor del Rey de España y este
cuadro en el cual trabajo lo ha encargado el monarca para expiar algún
pecado, supongo... y ¡por cierto sí!, casi siempre que pinto hablo, o a
decir verdad pienso en voz alta.
– Muy bien, gracias, ahora seré yo quien proceda a responder a vuestras
preguntas yo soy Helena y procedo de la mancebía de Lavapies donde
trabajé casi un año, ahora soy sor Helena; hasta vos he llegado desde el
cielo-, señaló con sus preciosos ojos glaucos hacia la cúpula del campanario-,
no con ayuda divina sino atravesando un pasadizo, un palomar que
comienza cerca de la zona donde están las celdas de las hermanas y comunica,
por un angosto paso, con el campanario de la capilla. No es difícil
pasar de un lado al otro, sólo hay que ser cauto y no resbalar, pues si pierdes
pie puedes terminar cayendo al patio.
– Pues tened mucho cuidado en el regreso.
– Lo tendré, descuidad, no quiero acabar estrellada entre los tilos, y
por cierto, perdonad el mal rato que os he hecho pasar y disculpad la
mancha que por mi culpa hicisteis en el cuadro, ¿podréis arreglarlo?
El pintor ya no se acordaba de la desafortunada pincelada, había experimentado
tantos sentimientos en tan poco tiempo que aquel recuerdo
había quedado postergado.
– Lo arreglaré, no os preocupéis, no es demasiado grande ni está en
una zona conflictiva, además, se supone que soy un gran pintor.
Sonrió sor Helena dejando a Velázquez prendado de su belleza y se
marchó sin mediar más despedida. De nuevo quedó el sevillano en soledad,
comió de buena gana y con gran apetito las viandas que le trajeron
y después siguió trabajando. Estaba satisfecho con su labor y
sorprendido al mismo tiempo de haber conseguido reiniciar el trabajo
en una obra abandonada sin gran esfuerzo; estaba insatisfecho, aunque
en verdad no sorprendido, de pensar mucho tiempo en la belleza
sin par de la novicia recién conocida.
A media tarde percibió el toque de oración, en esta ocasión no fue el
abad sino el padre Francisco confesor del convento de Santa Águeda
quien entró en la sacristía, se cambió el habito a toda velocidad y celebró
el oficio religioso sin prestar atención a la presencia del pintor. Durante
la santa misa no dejó de observar a Helena, su belleza le cautivaba,
en ocasiones ella también miraba hacia donde él se hallaba y
sonreía con pícaro gesto. Al finalizar la ceremonia quedó la última, fue
la encargada de apagar los hachones de la capilla y al salir, ya libre de
las miradas indiscretas de sus compañeras, se giró hacia la sacristía y
guiñó con encanto fascinante uno de sus ojos glaucos.
Velázquez recogió sus materiales dando la jornada por terminada,
lavó los pinceles y guardó con mimo todas sus pertenencias, no quiso
tapar el cuadro pues las pinceladas conseguidas no habían secado lo
suficiente. Salió del convento de Santa Águeda y se dirigió con prisas al
Alcázar Real. Tan apresurado fue que no apreció la ausencia de la lluvia.
Apenas llegó preguntó por el Rey.

– Su Majestad no está en Madrid, la Reina y él han salido hacia
Aranjuez esta tarde.
– ¿Aranjuez decís? Y ¿será muy larga su ausencia?
– No lo sé de cierto pero supongo que sí, escuché una conversación
de la reina con el Conde de Villamediana y hablaban de toros, teatro y
fuegos artificiales que iban a celebrarse.
– Muchos festejos son esos, llevarán varias semanas.
– Sí, además tened en cuenta que si la caza es buena el Rey no tendrá
prisa por volver.
Por un instante el pintor un tanto desolado pensó enviarle al monarca
un mensajero con una carta, no le parecía prudente continuar trabajando
entre los muros del convento cerca de la bella Helena. Alegaría
al rey, como motivo de su espantada, miedo a los fantasmas que
decían habitaban el convento o cualquier otra excusa, excepto mencionar
la verdad sobre su miedo a sucumbir a los sensuales encantos de
una religiosa. Sin embargo lo pensó mejor, no era conveniente molestar
al Rey ni obligarle a cambiar una decisión ya tomada por éste, tampoco
era conveniente ahora, reiniciados los trabajos, mover de nuevo
el lienzo y someterlo a engorroso transporte. No, no haría nada por el
momento, terminaría el cuadro cuanto antes y seguiría después con los
retratos encargados por su majestad ya en el refugio de su taller dentro
del Alcázar.
– ¿Cómo ha transcurrido el día querido?
– Bien-, respondió siendo excesivamente breve a la pregunta de su
esposa-, creo que al final va salir una buena obra de ese lienzo, y ahora
vamos Juana, tengo apetito y es ya la hora de la cena.

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