Hoy se cumplen 49 años de la muerte de Frederick Fleet.
Como es uno de los personajes que más me impactaron, le dediqué un capítulo en mi libro El último secreto del Titanic. Copio y pego aquí el capítulo 26.
10 de enero de 1965
XXVI
UNA
LÁPIDA SIN NOMBRE
Testificó en el juicio, no podía ser de otro modo y, la frase más
repetida
pos sus labios fue: «Si hubiera tenido prismáticos habría
detectado
el iceberg mucho antes y lo hubiéramos esquivado. Murdoch
dio
las órdenes correctas, le faltó tiempo, apenas unos segundos
más
y lo hubiera logrado, durante toda la noche William se
comportó
como un héroe».
Aunque
consiguió sobrevivir al naufragio, en realidad fue
una
víctima más, aquella noche no la olvidaría jamás. Una larga
noche
para atormentar su recuerdo y llenar de fantasmas su
alma.
El
vigía del Titanic Frederick Fleet, bajó del nido del cuervo poco
después
del impacto y trató de ayudar al resto de la tripulación a
preparar
los botes salvavidas y organizar el rescate de los pasajeros.
Muy
pronto Murdoch se fue quedando sin tripulantes y le ordenó
a
Fleet subir a uno de los salvavidas, tripularlo y dirigirlo a una
zona
donde se hallara a salvo de la succión hasta que llegaran otros
buques
al rescate. Frederick obedeció y puso la barca de la cual era
responsable
lejos de la zona de peligro hasta que al amanecer fueron
recogidos
por el Carpathia.
El
vigía afirmó durante el juicio, y lo repitió a todo aquel que le
quiso
escuchar y pidió su opinión, que el oficial de guardia William
Murdoch
actuó correctamente en todo momento, añadió que sus
órdenes
fueron las adecuadas y a punto estuvo de lograr eludir el
témpano
con ellas, solo le faltó un poco de suerte, le faltaron apenas
unos
segundos más.
Unos
segundos más, si hubiera visto el iceberg apenas diez segundos
antes,
si hubieran contestado a su llamada unos segundos
antes...
Fleet
pasó una mala época, los años siguientes al hundimiento
fueron
muy duros. Siempre se consideró culpable del accidente del
Titanic
por no haber descubierto el obstáculo a tiempo de sortearlo.
Junto
a sus remordimientos, prestó servicio después en la armada
de
su país y participó en la primera guerra mundial y también en la
segunda
gran confrontación. No puede decirse que su vida fuera una
balsa
de aceite, más bien todo lo contrario, un mar de sobresaltos.
El
carácter alegre y desenfadado que poseía en el instante de embarcar
en
el buque de los sueños se había agriado hasta tornarse
oscuro
y depresivo.
En
diciembre de 1964 sufrió un nuevo revés, su esposa falleció.
Una
nueva depresión sobrevolaba amenazando su vida hasta que
pocos
días después, apenas dos semanas más tarde, el diez de enero
de
1965, reunió el valor suficiente o perdió el valor que le quedaba
para
afrontar una vida vacía y decidió ahorcarse. El informe de la
policía
fue tajante, aseguraba que se trató de un claro suicido inducido
por
la depresión.
Murió
en Southampton, en el lugar donde todo empezó. Fue enterrado
en
el cementerio de Hollybrook, en una tumba de beneficencia
abandonada
en el silencio y presidida por una lápida sin nombre.
Treinta
años después de su muerte, la Sociedad Histórica del Titanic
donó
fondos y pusieron en su lápida anónima una placa con su nombre.
Apenas
cinco palabras para recordarlo.
Frederick
Fleet, vigía del Titanic.
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