viernes, 9 de septiembre de 2011

La vida y la justicia




No todos tienen amigos con influencia para salvaguardar esta noche
su libertad o sus vidas. Pasada la una de la madrugada, bajo la lluvia
que rompe a ráfagas sobre la ciudad en tinieblas, una gavilla de presos
empapados y deshechos de fatiga camina con fuerte escolta. Casi todos
van despojados, descalzos, en chaleco o mangas de camisa.
Arturo Pérez Reverte. “Un día de colera”







CAPÍTULO XXI
La vida y la justicia
(12-11-1625)




La persecución le llevó lejos pero ya llegaba a su fin, no obstante, su
esfuerzo tenía aspecto de terminar siendo baldío.
El niño estaba agotado, tanto que ya llevaba un buen rato en brazos
del adulto, quien por cierto, también acusaba el cansancio. Los perseguidos
miraban atrás continuamente y veían reducirse la ventaja inicial
de forma paulatina, aún así seguían corriendo, rehuyendo la pelea, no
tenían más opciones. Al llegar a la calle de Los Siete Jardines su implacable
perseguidor ya se les había echado encima, fue entonces cuando
no tuvo más remedio el judío que finalizar la carrera, bajar el chico al
suelo y empuñar la espada.
– Aguarda aquí pequeño Fernán y descansa un instante, si algo va
mal intenta escapar.
Apenas se dio la vuelta cuando el Capitán de la Guardia de Madrid
llegó a su lado.
– ¡A fe que corréis como gacelas los judíos! Ahora comprobaremos
si manejáis con igual acierto el acero con las manos que las botas con
las piernas.
El judío no dijo nada, permaneció callado ante la bravuconada del
soldado y se limitó a esperar en posición defensiva el inminente ataque
de su enemigo. En aquel instante tan inferior debió de estimar el soldado
a su rival en la lucha que le dio la oportunidad de ser detenido.
– Si no queréis pelear tirad las armas, conservareis la vida y seréis
juzgado por el Santo Oficio.
– No gracias, el Santo Oficio ya nos ha juzgado y dudo que nos permita
conservar la vida, tengo más posibilidades luchando contra vuestra
espada que contra las llamas de vuestro Dios.
– En ese caso, si preferís que sea yo quien os mande al infierno así
será-. Dijo el guardia mientras lanzaba sus primeras mojadas contra el
adversario.
El judío se defendía como podía, con concentración y buena voluntad,
de la habilidad del contrario, sabía que el soldado era muy ducho
en el arte de la esgrima y que sólo era cuestión de tiempo que fuese
herido por su acero, sin embargo, afrontó con inusitada calma la situa-

ción esperando que la suerte le diera una oportunidad y así se limitó a
defenderse, a mantenerse lo más lejos posible del hierro del militar y
permanecer atento buscando un hueco, un descuido, una esperanza.
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Lucas percibió el odio en los ojos del soldado nada más tenerlo delante.
– Tanto peor para él-, pensó-, el odio ofusca la mente, precipita las
acciones y conduce a cometer errores-. Y no obstante él también sentía
odio, la sangre hervía dentro de sus venas y por ello no demoró la
lucha y desencadenó el ataque.
– Espero por vuestro bien y la paz de mi conciencia que hayáis venido
confesado-. Dijo lanzándose con fuerza sobre su enemigo.
Dos estocadas como furiosos latigazos que cortaron rápidas el aire
buscaron sin disimulos el pecho del oponente y luego, sin pausa y con
algo de prisa, otra mojada furiosa abajo, dirigida con fuerza y rapidez
al vientre. Mas el soldado las paró todas con su acero sin inmutarse ni
emplear gran esfuerzo, incluso se permitió hostigar al maleante cuando
éste tenía la guardia desprotegida.
– No es un principiante este bellaco-, pensó Lucas y sin embargo dijo-,
bien pensado tanto os da haber confesado o no, dar muerte a mi
compañero disparándole por la espalda os condena al infierno sin remisión
y yo os voy a facilitar el viaje.
Otro ataque furibundo siguió a sus palabras, dos estocadas rápidas
esta vez por los lados y otra al centro buscando el corazón. El guardia
paró las dos primeras con maestría y esquivó la siguiente quedando en
posición ventajosa que aprovechó para contraatacar de modo astuto
sorprendiendo al rival. Lucas percibió como el frío acero rozaba la tela
de su camisola, al percibir tan cerca el peligro no se amilanó, se encolerizó
todavía más y con mayor ímpetu se entregó a fondo en su afán
de herir al guardia.
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Tras el primer choque de hierros se concedieron distancia y escrutaron
al rival. Benito se percató en primer lugar de donde estaba pues
sobre la puerta de la cual había salido la sombra que tenía enfrente
colgaba un cartel que anunciaba: Taberna del Renco. Y luego se apercibió
de la identidad de su adversario.
– Pero don Gonzalo ¿sois vos?
– Pues claro que soy yo ¿y quién sois vos y qué hacéis en las calles
a esta hora?
– Soy Benito Jiménez y huimos del Capitán de la Guardia y de sus
hombres-. Afirmó rotundo liberándose del embozo para que don Gonzalo
pudiera ver su rostro.
– Pues a juzgar por el ruido de pisadas y hierro los tenéis aquí mismo,
entrad a la taberna, rápido y preparad vuestras explicaciones.
El verdugo y los dos adolescentes judíos entraron en la taberna del
Renco, don Gonzalo cerró la puerta y pegó el oído a ésta. Unas velocísimas
zancadas se oyeron muy cercanas, también percibió voces de al
menos dos hombres:
– Por aquí, corrían en esta dirección.

– No pueden estar muy lejos.
Una sola vela de sebo situada en la mesa más alejada de la entrada
de la taberna era la única luz que se permitieron.
– Tomad-, dijo el hijo mayor del Renco poniendo una hogaza de pan
sobre la mesa y una jarra de vino-, parecéis cansado Benito, decidme,
en que lió os habéis metido.
– En el de la vida y la justicia don Gonzalo-, respondió un tanto apesadumbrado
el verdugo-, la vida nos lleva a complicaciones, a situaciones
que no buscamos y sin querer encontramos en nuestro camino.
Una vez golpeados de sopetón por las adversidades tratamos de conseguir
justicia. Yo hoy he creído justo salvar la vida de estos dos mozalbetes
y otro más que huyó por otro lado y en ello ando esta noche
en vez de descansar tras un largo y agotador día de trabajo, buscando
justicia en contra de la ley del Dios verdadero o de la ley de sus representantes
en la tierra.
– Si esas palabras que oigo de vuestra merced salieran de otros labios
no me asombraría en absoluto, pero de vos no sólo me sorprenden,
además me preocupan.
– Hacéis mal en preocuparos, nuestra único desvelo admisible es
ocultar a los chicos por esta noche y mañana tratar de sacarlos de la
ciudad, cualquier otra cosa sería condenarlos a la hoguera implacable.
– ¿Son estos los judíos de la mercería?
– Su familia es judía, ellos son apenas unos niños, los niños de la
mercería.
– No será fácil salir de aquí, ni tampoco lo será encontrar escondrijo
hasta mañana, lo más seguro será que permanezcan dentro de la
taberna toda la noche.
– No me place traeros complicaciones ni procuraros problemas con
la justicia ni la Inquisición.
– No lo haréis, desde la muerte de mi padre esos son mis enemigos
naturales y mis peores pesadillas por lo tanto no aportaréis más fantasmas
a mis sueños de los que ya padezco. Pasad la noche aquí, con
ellos, mañana al amanecer vendré y os ayudaré a salir de Madrid.
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– Al final no vais a resultar un rival indigno-, fanfarroneó de nuevo
el Capitán de la Guardia de Madrid ante su impasible enemigo que en
esta ocasión se mostró más locuaz.
– También vos me habéis sorprendido, por desgracia para mí sois
mejor espadachín de lo que imaginaba.
– Pues lamento que penséis así porque aún no he desplegado mis
mejores tretas-. Dijo el Capitán henchido de orgullo, quiso con sus actos
confirmar sus palabras desencadenando un ataque rápido y certero.
El judío pretendió con su frase de alabanza que el Capitán se sintiera
muy superior en la lid, que se relajara y cometiera algún error. En
primera instancia sus propósitos no fueron logrados, el soldado sabía
que sentirse mejor que el rival puede llevar a la tumba y aunque lo era
no subestimaba a su enemigo y de ese modo le envió una serie de estocadas
altas que el judío retrocediendo pudo sortear no sin apuros,

después otras dos buscando sus tripas que también pudo parar y de
súbito sintió un pinchazo en el hombro izquierdo que no vio ni de donde
le llegaba. Dio unos pasos atrás trastabillando, apretó los dientes
para no aullar de dolor y continuó empuñando la espada con la diestra
sabiendo que aquello no había terminado.
– ¡Vaya!, la sangre de los judíos es igual de roja que la de los cristianos.
Aprovechó el momento de tregua el herido para despojarse de la capa
y la enredó en su antebrazo izquierdo para usarla a modo de rodela,
pues solamente con la cimitarra no sería capaz de parar los ataques
continuados y mal intencionados del Capitán.
– Veo que no tenéis intención de claudicar sino que por el contrario
pretendéis continuar la lucha.
– No quisiera pero no me dejáis más remedio.
Durante la breve conversación se había percatado de su situación:
los ataques del Capitán lo habían obligado a retroceder y perder terreno,
como consecuencia de esa retirada el niño estaba bastante alejado
de él y además se encontraba a la espalda del soldado y por tanto éste
no podía verlo mientras luchaba.
– ¡Huye Fernán, vete!
El niño no reaccionó ante la desesperada orden lanzada por su protector,
era demasiado joven y quizá veía más peligro en marcharse él
solo que permanecer allí. ¿Dónde iba a ir? El Capitán atacó de nuevo, en
varias ocasiones tuvo el herido que usar su brazo dañado auxiliado de la
capa para detener peligrosas estocadas y así, casi accidentalmente,
descubrió que aquella circunstancia le proporcionaba una oportunidad.
Cada vez que paraba un golpe con la protección de la capa quedaba
desocupada su espada y tenía un segundo, tal vez menos, para contraatacar.
Decidió intentarlo.
Una profunda estocada que iba directa a su garganta con aviesas intenciones
la detuvo con el baluarte de la capa y de inmediato se lanzó
hacia delante impulsando el filo de su arma con toda su fuerza contra
el cuerpo del Capitán.
Muy cerca estuvo de conseguir su objetivo, el soldado se vio obligado
a saltar a un lado para esquivar el tremendo sablazo, sin embargo
tras la acción, en lugar de sorprenderse y observar mayor cautela, enseguida
atacó de nuevo por el flanco izquierdo con tal contundencia
que en esta ocasión hubo de ser el judío quien se retirara a un lado con
celeridad para ponerse a salvo.
– ¡Huye Fernán, obedece! Vete de aquí, escóndete-, gritó de nuevo
a su protegido.
Y en esta ocasión fue tan apremiante la orden emanada de sus labios
que el niño sí la obedeció. Se incorporó y sin mirar atrás salió corriendo
calle abajo con toda la fuerza de sus piernas. El Capitán al oír el ruido
producido por las rápidas zancadas del muchacho se volvió a verlo.
Aquella era una ocasión regalada por su oponente que el judío no podía
desperdiciar. El espadachín herido al percibir que el rival no lo miraba ni
a él ni a su espada, se lanzó con toda su fuerza y su fe hacia delante tratando
de herir por encima de la protección del coleto a su adversario.

El Capitán de la Guardia de Madrid era un hábil guerrero y de intuición
no debía estar mal surtido pues pareció adivinar la intención de su
enemigo, se giró raudo sabiendo que a pesar de su superioridad en el
lance acababa de cometer un error. Atisbó el filo del arma dirigiéndose
a su cuerpo y se agachó justo a tiempo, el sable del judío no partió su
pecho de milagro aunque sí impactó en su rostro y abrió una brecha
larga y profunda en la mejilla. El judío supo que había fracasado en su
última oportunidad, que había estado muy cerca de obtener la victoria
en aquella jugada, sin embargo le faltó suerte.
Un sudor frío atenazó su espalda de repente y un dolor inmenso
acudió a su vientre, miró hacia abajo, al lugar que ardía con un fuego
sempiterno, allí vio la espada del Capitán metida en su estómago hasta
los gavilanes, atravesando su cuerpo de parte a parte. El adversario
había sido hábil y utilizando su impulso a la par que completaba el giro
para esquivar la estocada había aprovechado para atacar a un rival
desprotegido y endosarle un espadazo terrible. El judío, atento al resultado
de su propia acometida no supo advertir la agresión, no vio el
filo de la espada avanzar con brillos de muerte en sus hojas en dirección
a su piel.
El Capitán tiró de su espada con brusquedad y la extrajo del cuerpo
herido, el dolor se intensificó adquiriendo grado superlativo, ardían sus
tripas, se helaba su espalda y advirtió que no se podía mover, ni siquiera
cerrar sus ojos y su boca que habían quedado entreabiertos con
gesto de sorpresa y miedo, ni soltar la espada o con la capa tapar el
agujero por el que salía sangre a borbotones, nada.
Tardó pocos segundos en morir, cuando por fin cayó, desplomado,
vio al Capitán corriendo calle abajo tras la estela del pequeño Fernán.
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La batalla entre Lucas y el soldado de la guardia se había convertido
definitivamente en guerra sin cuartel, los dos atacaban sin reparos,
sin miedo a ser heridos, sin ambages ni disimulos. Buscaban quebrar la
defensa del rival y ansiaban matarlo, no había tregua y el cansancio
hacia mella en sus cuerpos.
– Te mataré aunque tenga que emplear en ello toda la noche-. Afirmó
Lucas enrabietado.
– Deberéis ser más rápido de lo que decís, la ronda de mis compañeros
no tardará en llegar y entonces sí podéis daros por acabado.
Tenía razón el soldado, ya le había pasado por la mente la circunstancia
adversa, el tiempo jugaba en su contra pues él nunca recibiría
ayuda y por el contrario su oponente sí, más pronto que tarde se llegaría
a la zona una pareja de guardias y al percibir ruido de aceros chocando
acudirían en auxilio de su compañero.
– ¡A fe qué estáis en lo cierto! En ese caso no perdamos más tiempo
ni energías en charla inútil.
Atacó al soldado con renovados bríos, una concatenación atropellada
de estocadas casi desesperadas regaló a su rival quien con apuros
consiguió mantenerse indemne. Atacaba a oleadas furiosas y cada vez
le cegaba más su odio. Por fin Lucas tuvo una buena oportunidad. El
soldado de la guardia quedó descolocado tras su apresurada defensa,

se vio encerrado contra la pared y muy próximo a ella, sin posibilidad
de retroceder, cualquier movimiento debería ser hacia delante, hacia el
enemigo.
– Ya eres mío-, pensó Lucas y lanzó con toda su alma una estocada
alta hacia el cuerpo del guardia. El soldado la paró y de ese modo las
dos tizonas quedaron trabadas. A pesar de tener las fuerzas muy menguadas
ambos empujaron el acero con rabia, con la mano derecha en
tensión apretando al enemigo, la otra buscando en el cinto ayuda para
inclinar la balanza en el cuerpo a cuerpo. Lucas buscaba su daga y los
dedos de su siniestra no acertaban a encontrarla; el guardia buscaba la
pistola, la encontró, la sacó con presteza y apuntó con ella a los ojos de
Lucas.
– Está descargada mequetrefe, habéis matado con ella a mi compañero
y vos lo sabéis-, se burló Lucas cuyos dedos ya rozaban la cazoleta
de la daga.
Tenía razón por supuesto, el arma de fuego estaba sin munición, sin
embargo el soldado la usó en forma de maza, como arma arrojadiza, y
golpeó con todas las fuerzas que supo reunir el rostro del rival con el
cañón de su pistola. Lucas se tambaleó tras recibir el impacto, la vista
se le nubló, sintió la sangre corriendo en hilillos cada vez mayores por
su barbilla. Cayó al suelo, no llegó a perder la consciencia pero muy
cerca estuvo, quedó aturdido, las piernas no respondían, pesaban los
brazos, se hallaba a merced del guardia. El soldado se acercó y apoyó
la punta de su espada en el pecho del caído dispuesto a terminar con el
enemigo. No todos tienen amigos con influencia para salvaguardar esta
noche su libertad o sus vidas.
– Con vuestra muerte queda vengada la de mi compañero-, dijo con
una sonrisa en sus labios.
– ¡Alto, no lo hagáis Esteban! Lo quiero vivo.
Era la voz del Capitán de la Guardia de Madrid, recién llegado a la
escena con un destacamento, quien apremiaba a su soldado para que
no matara al maleante. El guardia que al parecer se llamaba Esteban
se lo estaba pensando mucho, se demoraba más de lo que un soldado
debía en ejecutar la orden de su jefe.
– Ha matado a Felipe, merece abandonar este mundo-, dijo el tal
Esteban.
– Y lo hará, pero a su debido tiempo, antes de que muera debemos
interrogarle, nos será más útil por el momento vivo que finado.
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Con grandes precauciones don Gonzalo salió de la taberna del Renco
y cerró la puerta atrancándola por fuera de tal modo que los de dentro
quedaron allí, encerrados, hasta que de nuevo él viniera a abrir. Era
noche avanzada y no resultaba sensato deambular por la calle a esas
horas y menos recomendable era aún en una noche tan ajetreada como
se estaba mostrando aquélla, sin embargo él estaba prevenido, solamente
debía llegar a salvo hasta su casa donde le aguardaría la madre
desesperada y medrosa, debía evitar a toda costa tropezarse con
las patrullas de los guardias. Bajó por la calle Barquillo dispuesto a dar
un pequeño rodeo y así evitar las zonas más frecuentadas por los sol-

dados de la guardia de Madrid, y precisamente en la confluencia con la
calle Infantas oyó ruido de pisadas que hollaban cercanas y rumores de
voces. Se ocultó en la oscuridad, pegado a la pared, tratando de meterse
dentro de los ladrillos del muro, inmóvil, embozado en capa y
sombrero y con las armas a punto.
Era una patrulla de guardias, al frente de ella su capitán y por añadidura
llevaban a dos detenidos, un adulto y un niño, pasaron muy cerca
de donde él se encontraba escondido. El adulto llevaba las manos
atadas a la espalda, caminaba con dificultad y tenía el rostro cubierto
de sangre reseca; el chico tenia las manitas atadas por delante, parecía
inmensamente asustado, era el mismo que había visto, castigado
por su maestro al haberse ausentado de las clases para asistir a la fiesta
de los azotes.
– Vida y justicia-. Susurró cuando ya habían pasado de largo en dirección
a la cárcel de la corte, despejada ya estaba la calle y por tanto
prosiguió su camino murmurando-. Mísera vida y dudosa justicia.

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