martes, 20 de diciembre de 2011

CAPÍTULO XXV: Pinceles, mazmorras y flechas


Ya sabéis que era Don Juan
dado al juego y los placeres;
amábanle las mujeres
por discreto y por galán.
Valiente como Roldán
y más mordaz que valiente...
más pulido que Medoro
y en el vestir sin segundo,
causaban asombro al mundo
sus trajes bordados de oro...
Muy diestro en rejonear,
muy amigo de reñir,
muy ganoso de servir,
muy desprendido en el dar.
Tal fama llegó a alcanzar
en toda la Corte entera,
que no hubo dentro ni fuera
grande que le contrastara,
mujer que no le adorara,
hombre que no le temiera.

Don Antonio Hurtado de Mendoza (1622).
“Romance a la muerte del conde de Villamediana”





CAPÍTULO XXV
Pinceles, mazmorras y flechas
(19-11-1625)



Suspiró.
Se sentía atrapado, prisionero de la oscura sacristía de la iglesia de
Santa Águeda, cautivo del Cristo de los cuatro clavos, preso de Helena
y de sus caricias.
Tenía que trabajar en el cuadro religioso que prácticamente estaba
acabado y sin embargo dedicaba su tiempo a otro que le causaba mayor
placer, a un lienzo por completo opuesto. Y así tenía, dentro de una
iglesia dedicada a recoger a las prostitutas de la ciudad y enmendarles
los renglones torcidos de su vida, dos obras pictóricas comenzadas e
inacabadas, un cuerpo de mujer desnudo de espaldas mirándose a un
espejo, y en frente a un Cristo crucificado. Aunque bien mirado ambos
trabajos tenían conexión; uno de los cuadros, el Cristo de los cuatro
clavos era una forma de expiar una culpa, era el regalo de un rey a la
Iglesia para hacerse perdonar su pecado, el otro, el de la mujer desnuda,
era una culpa, la confesión de una culpa, un pecado propio del cual
no estaba por completo arrepentido, un desliz del que no se arrepentía
en absoluto.
En el cuadro religioso no sabía conseguir un rostro apropiado que
expresara lo que quería transmitir y fuera el punto culminante de la
obra, el otro lienzo sí tenía un rostro y no obstante era mejor que permaneciera
oculto, anónimo, secreto. Un pecado de belleza. El rostro de
sor Helena.
El pintor de cámara del cuarto Felipe se obligó a trabajar en el cuadro
religioso, debía terminarlo, de hoy no pasaba, debía finalizar la pintura
y salir de allí para siempre, salir de la sacristía, de la iglesia, evadirse
del Cristo de los cuatro clavos, huir de Helena.
No, no era posible tamaño despropósito, ¿cómo iba a huir de Helena
si la amaba? La deseaba, era su ilusión, su vida.

Un ruido repentino sobresaltó su actividad. Como siempre que era
asaltado por sucesos extraños no hizo caso y trató de concentrarse en
su trabajo. No podían ser fantasmas puesto que los fantasmas no existen,
no podía, no debía ser Helena. Creyó percibir un susurro, un murmullo,
un lamento. Alguien lloraba allí o en otro mundo y el eco del dolor
reverberaba por los pasillos y llegaba casi nítido a la sacristía.
– Helena ¿sois vos? No juguéis conmigo os lo ruego, me estáis asustando.
Cesaba el sonido lastimero de cuando en cuando y enseguida volvía
a repetirse. Velázquez concluyó que no se trataba de Helena. Bastante
difícil le resultaba concentrarse en el rostro del Cristo de su lienzo en
circunstancias normales como para tener extraños sucesos alrededor
que lo despistaran todavía más.
Estuvo a punto de lanzar los pinceles contra el cuadro con gesto de
rabia y de desesperación, ya había alzado su mano diestra pero en el
último momento consiguió contenerse y simplemente los tiró con fuerza
contra el suelo. Una mancha oscura apareció en el encerado y en
ese preciso instante se incrementó la intensidad de los ruidos, definitivamente
alguien lloraba.
Salió de la sacristía armado con un hachón de tres velones encendidos,
las llamas agitadas por el aire dibujaron fantasmagóricos arabescos
en las paredes entenebrecidas de la capilla. Si llegó a pensar que
saliendo de allí se libraría del miedo se equivocó. Estuvo a punto de llamar
al hermano portero y pedirle que le abriera las puertas y le permitiera
salir y sin embargo no lo hizo y se dirigió al secreto pasadizo subterráneo
armado de determinación. En cuanto se introdujo en el pasaje
secreto y bajó por la enigmática escalera de caracol, el sonido lastimero
se incrementó y su temor también. Sabía que aquel pasaje oculto
constituía un túnel usado por los monjes para acceder a las celdas de
las novicias y lo que era más peligroso, era utilizado como calabozo de
la Inquisición. Si no tenía cuidado podía ser sorprendido por algún monje
o familiar de la inquisición y verse inmerso en un grave problema.
De todos modos la curiosidad era más poderosa que el miedo, por lo
cual, extremando las precauciones, avanzó por el pasadizo en dirección
a donde creyó que nacían los ruidos. Según sus cálculos le faltaba poca
distancia para alcanzar la zona donde se hallaban las mazmorras, en
el siguiente recodo, si su memoria no le fallaba, giraría a la diestra y ya
habría llegado.
Así fue, en efecto, al doblar la esquina se encontró con la fila de
puertas cerradas, había al menos diez celdas, sin embargo lo que capturó
su atención fue que al llegar al pasillo, donde creyó que iba a percibir
con mayor claridad los sonidos que le habían inquietado, sucedió
lo contrario, el eco de los sollozos cesó dejando una reverberación de
susurros, un rumor de voces, apenas un murmullo gutural, luego... nada;
silencio absoluto, la profecía del silencio. Sólo el crepitar de las llamas
de las velas, impulsadas por alguna corriente de aire inoportuna,
se percibía.
Avanzó Velázquez iluminando con su hachón el interior tétrico de los
calabozos. A tres o cuatro puertas al menos se había asomado y nadie

habitaba la obstinada penumbra, no obstante, en la siguiente, creyó
distinguir un bulto incipiente encima del catre, algo por completo inmóvil.
El pintor comprobó que a pesar de la extrema quietud allí había
o parecía haber un cuerpo humano con o sin vida. Avanzó a la siguiente
celda, nadie, en ésta sólo una yacija con mantas húmedas y roídas;
regresó tras su estela y de nuevo iluminó el habitáculo anterior. El bulto
extraño no había cambiado de posición, no se había movido, ¿estaría
muerto? ¿Carecería aquel cuerpo ya de alma?
– Si está muerto no ha podido llorar-. Se dijo siguiendo adelante.
Y de repente, al iluminar el ángulo más cercano de la mazmorra
contigua...
El rostro de un niño apareció al otro lado de la reja propinando al artista
un susto de muerte.
– ¡Ayúdame!, quiero salir de aquí-, chilló el arrapiezo a escasa distancia
del rostro del asombrado pintor de la corte.
Velázquez saltó hacia atrás, incluso juraría haber proferido un grito,
el candelabro cayó al suelo y las velas rodaron por el húmedo pavimento;
dos de las tres se apagaron y crearon con su ausencia un paisaje
más tenebroso. Alguien, una silueta borrosa y silente apareció fugaz,
abrazó al niño por la espalda con un brazo pues el otro aparecía
vendado y pegado al cuerpo y lo alejó de la puerta. El pintor recogió las
velas de forma apresurada y trató de iluminar con la que quedaba activa
el interior del calabozo. El niño lo miraba extrañado con lágrimas
rodando por las mejillas.
– ¿Qué haces aquí? ¿Eras tú quién lloraba?
No obtuvo respuesta y sin embrago en ese preciso momento reconoció
aquel rostro, vino a su memoria un gesto de dolor, él había pintado
esas facciones no hacia mucho tiempo.
– ¿Eres tú el muchacho a quien su maestro castigó?
Fue en ese instante, al oír la pregunta del desconocido cuando Isabel,
rauda como una centella se acercó al pintor.
– ¿Y quién sois vos? No sois soldado y no tenéis aspecto de familiar
de la inquisición, ¿qué hacéis aquí entonces, cómo habéis entrado?
– Soy el pintor de cámara del rey, estoy en el convento de Santa
Águeda pintando un cuadro, dentro de la sacristía percibí el llanto del
niño, me hallo en peligro, no debería haber venido han sido sus sollozos
y lloriqueos los que me han guiado hasta aquí.
– Pues ya os podéis ir, ya no llorará más, no volverá a molestaros-.
Respondió Isabel un tanto ofendida.
– ¿Por qué estáis aquí?- Preguntó el pintor sin atender ni dar importancia
al enfado de la mujer.
– La Inquisición nos ha hallado culpables de herejía, estamos aquí
de paso, nuestro destino es la hoguera.
Velázquez no pudo evitar deslizar su mirada hacia el niño, no se
atrevió a preguntar si él también estaba condenado a perecer en el
fuego. La mujer leyó su pensamiento e intuyó que en la mente de
aquel hombre había un sentimiento de disgusto y otro más profundo
de culpabilidad.

– Correrá mi misma suerte-, se apresuró a decir para llegar al corazón
del hombre-, es mi hijo menor y ha heredado mis pecados.
– ¡Santo cielo!-, exclamó el joven pintor impresionado-, ¿cómo se
puede aplicar un tormento tan cruel a una criatura tan frágil?
– Preguntad a vuestro Dios si en alguna ocasión llegáis a verlo.
– No creo que mi Dios apruebe esto. Al menos estoy seguro de que
no lo aprueba como tal el Dios al que yo pinto.
– Ayudadnos pintor, sois un buen hombre y yo no pido auxilio para
mí, salvad al niño, yo moriré en la hoguera pero él es inocente.
– Esperad, tengo una idea, no sé si saldrá bien pero haré cuanto
pueda por sacar al chico de aquí, rezad a vuestro Dios sea cual fuere
para que mi plan tenga éxito.
Se marchó el pintor a toda prisa sin adelantar su estrategia a la azorada
madre y dejándola con la incertidumbre, en aquel preciso instante
Isabel comenzó a rezar sin pensar en un dios concreto.
El joven pintor de cámara del cuarto Felipe llegó jadeante y sudoroso
a las puertas del Alcázar. Se había dado mucha prisa en cubrir el trayecto
que separaba el convento de las arrecogidas del palacio del monarca,
pretendía entrevistarse con el rey antes de que éste saliera en
su habitual paseo vespertino por el Prado de San Jerónimo.
Felipe IV estaba despachando algunos asuntos con el Valido Olivares,
mas la trascendencia de los mismos no debía ser excesiva pues
permitió al pintor el acceso a la sala sin remilgos.
– Pasad Diego-, dijo el monarca apenas atisbó su figura oscura-, hace
varios días que no sé nada de vos y por añadidura tampoco tengo
noticias de mi cuadro, ¿cómo va ese Cristo crucificado?
– Pues de ese asunto precisamente vengo a hablaros Majestad, tengo
un problema, he cavilado también en la solución, mas solamente
con vuestra ayuda puedo aplicarla.
– En ese caso vos diréis, yo no acierto a adivinar en que puedo resultar
útil, os escucho con atención Diego, vos Conde Duque podéis
aguardar un instante a que solucionemos los entuertos del artista.
Asintió Olivares aunque su mirada desprendía fuego, ¿cómo osaba
el Rey hacerle esperar a él como a un vulgar bufón mientras atendía en
primera instancia a un simple pintor? Velázquez que no contaba con la
simpatía del valido, desde aquel instante contó con su aversión.
– El cuadro está casi terminado-, adujo el pintor que consideraba
oportuno dar buenas nuevas antes de pedir favores-, sin embargo falta
un detalle que me tiene bloqueado y preocupado, y es que no acierto,
por más que me esfuerzo, a reflejar la expresión del rostro del Mesías
que convierta esta obra en especial.
El monarca se encogió de hombros, puso cara de sorpresa y jugueteó
con los dedos en su bigote mientras decía:
– Querido Diego sigo sin ver donde puedo yo ayudar, no sé cómo
voy a proporcionaros un rostro, explicad mejor el asunto y sin rodeos.
– Vos majestad y sólo vos me podéis proporcionar el modelo-, afirmó
Velázquez sacando un dibujo de sus ropas-, mirad este boceto señor-,
el pintor desenrolló un pergamino y en él apareció impresa la cara
de un joven con expresión de miedo y padecimiento. Velazquez lo

mostró al nieto de Felipe II buscando aquiescencia y una vez captada
su atención continuó hablando.
– Hace unos días vi por la calle a este mozalbete, éste es precisamente
el rostro adecuado mas no con este gesto de dolor. Desearía tenerlo
como modelo unos días, tomar apuntes y realizar unos bocetos
que me permitieran alcanzar el gesto sublime que persigo.
– Cada vez os entiendo menos, si sabéis a quien necesitáis como
modelo adelante, contratadlo, no veo ningún inconveniente, si se trata
de dineros yo cubriré los gastos.
– Hay inconveniente majestad y no se trata de dineros, la dificultad
es otra bien distinta, no puedo contratar al muchacho, se halla preso
de la Inquisición, encarcelado en espera del auto de fe que lo lleve a la
hoguera, este joven-, adujo señalando con su dedo índice el rostro dolorido
del rapaz-, es Fernán, el hijo menor de los judíos propietarios de
la mercería de la calle Infantas.
– ¡Dios santo!- Exclamó Olivares tomando parte por primera vez en
la conversación-, ¿no osareis poner la cara de un hereje a un Cristo
crucificado? Majestad no debéis permitir semejante oprobio.
– No es el rostro Conde Duque, se trata del gesto, de la expresión.
Majestad debéis entender que puedo terminar el lienzo pintando cualquier
cara, sin embargo de ese modo sería un cuadro normal, una pintura
del montón, prácticamente vulgar. Por el contrario, con un rictus
apropiado en el rostro se convertirá en una obra maestra, una pintura
genial, la cara del crucificado como vos mismo dijisteis al comienzo del
proyecto es lo más importante de este cuadro y supongo que por el cometido
de vuestro encargo deseáis que sea un lienzo muy especial.
– Y ¿qué gracias precisáis de mí Diego? O ¿estáis solamente solicitando
permiso para plasmar el rostro de ese niño?
– No majestad, no es sólo vuestro beneplácito lo que pido. Sé que el
mozalbete está preso mas no sé dónde se halla-. Mintió el pintor-. Necesitaría
que lo pusierais en libertad de modo temporal y lo confiarais a
mi custodia por tres o cuatro días, sólo durante el tiempo preciso para
hacer los bocetos y tomar apuntes que luego pueda trasladar al lienzo.
– Poner en libertad a un reo de la Santa Inquisición y ponerlo bajo
la custodia del pintor de la corte no es plato de gusto ni tarea fácil ni siquiera
para un rey, ¡no sois nadie vos pidiendo favores Diego!
– Si no fuera por completo necesario no os lo pediría, Majestad,
además, por si os sirve de información, el rapaz no ha hecho nada malo,
su única culpa es haber nacido en el seno de una familia judía.
– ¿Es absolutamente imprescindible la participación del jovenzuelo
para la buena marcha de la obra?
– Lo es Majestad no os quepa duda, si no fuera de ese modo no os
hubiera molestado ni desviado vuestra atención de otros asuntos.
– Olivares averiguad donde está ese jayán, el tal Fernán Vaez hijo,
que lo pongan bajo custodia de Diego de Velázquez por tres días.
Transcurrido el plazo irá a donde el Santo Oficio considere oportuno.
– Sabed Majestad-, alegó Olivares con tono contrito-, que no estoy
conforme con esta decisión.

– No es necesaria vuestra conformidad necesitamos un modelo-, le
interrumpió el Rey-, Diego precisa un rostro definitivo, yo deseo una
obra maestra de tema religioso y vos sabéis con que fin.
Las palabras del monarca fueron duras y tajantes aunque no había
alterado el tono de su voz, era evidente que su decisión no admitía réplicas.
El silencio se instaló en la sala y su profecía no auguró nada
bueno, en breve espacio de tiempo el Austria volvió a hablar.
– ¿Diego precisáis algo más?
– No Majestad, simplemente agradecer vuestra comprensión y
vuestra ayuda, no os arrepentiréis, cuando veáis el lienzo comprenderéis
que todo esfuerzo merecía la pena.
– Bien, en ese caso si no precisáis más ayuda dejadnos, tenemos
otros asuntos que tratar.
Salía ya el pintor de la sala cuando a su espalda oyó un nombre:
Juan de Tassis y Peralta conde de Villamediana y escuchó también al
Monarca que preguntaba al valido.
– ¿Qué sorpresa nos ha preparado ahora el señor Conde?
No es que Velázquez gustase de cotillear ni entrometerse donde no
era llamado, sin embargo conocía al Conde, sabía de sus correrías y
había conocido por bocas ajenas de algunas afrentas que el noble había
infringido al Monarca, por todo ello y por primera vez en su vida decidió
meterse en camisas de once varas y trató de ocultarse tras la
puerta entornada para escuchar la conversación sin ser visto.
Desde el puesto de espionaje no conseguía Diego captar todas las
palabras del diálogo. El Rey formulaba preguntas a las cuales Olivares
respondía convirtiendo poco a poco su voz estentórea en atiplado susurro.
Según las correrías del Conde llegaban a conocimiento del cuarto
Felipe el enfado del Monarca crecía considerablemente. Percibió el
pintor que el Austria sentía celos del de Villamediana, sospechaba que
entre la Reina y el Conde había algo más intenso que simple amistad
derivada de relaciones cortesanas y si bien no tenía pruebas contundentes
de traición, la simple sospecha tosigaba el alma del rey galante.
Por si esto fuera poco en los últimos tiempos el conde de Villamediana
disputaba también a su rey los favores de Francisca de Tavera y no era
Felipe IV hombre a quien gustara compartir caprichos con otros caprichosos.
El de Villamediana, tal fama llegó a alcanzar en toda la Corte
entera, que no hubo dentro ni fuera, grande que le contrastara, mujer
que no le adorara ni hombre que no le temiera.
Y sin embargo en el instante álgido de la conversación el Rey ordenó
a Olivares ir en busca de alguien y por unos momentos quedó en soledad.
Hablaba a grandes gritos creyendo que nadie le escuchaba:
– Maldito seáis Conde una y mil veces ¿quién os habéis creído que
sois para desafiar a un rey? Pagareis todas vuestras baladronadas muy
pronto.
Instantes después regresó Olivares acompañado de Alonso Mateo,
ballestero real. El cuarto Felipe dio unas breves instrucciones al recién
llegado y posteriormente lo sometió a un ligero interrogatorio.
– ¿Habéis comprendido el asunto?
– Sí Majestad, a la perfección.

– ¿Creéis que podéis efectuar la misión en soledad, con éxito y a la
par con discreción?
– Sí Majestad, no temáis, todo será como vos deseáis que sea.
– En ese caso venid a verme pasado mañana y me informáis sobre
los detalles.
– Así se hará Majestad, ¿deseáis alguna cosa más?
– No Alonso os podéis retirar.
Velázquez vio como el ballestero se dirigía hacia la puerta tras la
cual se ocultaba. Se alejó deprisa y en silencio para no ser descubierto
en infame acto de espionaje, cuando oyó que el postigo se abría de par
en par se encontraba apenas a medio pasillo, se detuvo allí mismo y
fingió contemplar un cuadro de los muchos que poblaban las paredes
del corredor. El azar lo había situado frente a un retrato del emperador
Carlos V.
– ¿Admiráis la obra de Ticiano o la personalidad del Emperador? don
Diego.
– A fe que ambas cosas son dignas de admiración, sin embargo en
este instante estudiaba las pinceladas maestras del artista.
El Rey debió considerar su jornada laboral ya finalizada pues Olivares
abandonó el salón de audiencias y llegó hasta donde se hallaban pintor y
ballestero interrumpiendo su presencia la conversación.
– Por cierto Velázquez, haríais mejor utilizando ese rostro como modelo
para nuestro Cristo y olvidaros del hereje que pretendéis pintar.
– Os equivocáis Conde Duque, yo me pregunto qué sabrá de herejías
un mozalbete que apenas levanta medio metro del suelo. En cuanto
a mi lienzo os aclararé que el rostro del rey Carlos I no puede ser útil
en un cuadro religioso, él fue guerrero no monje y su carácter se refleja
en el gesto de su cara. En definitiva señor, lo vuestro es el gobierno
del país, la política, las intrigas palaciegas-, Velázquez se crecía con su
discurso y enviaba un velado desafío al valido-, dedicaos a lo vuestro y
en lo tocante a pinturas dejadme a mí que es lo mío, de ese modo cada
cual estará a lo suyo.
– Tened cuidado pintor, las herejías y otros delitos también son cosa
mía-, adujo enfadado Olivares.
– Lo tendré en cuenta y no os preocupéis por mí, ni soy hereje ni
maleante-. Se defendió Diego dando la conversación por finalizada y
marchándose hacia su estudio.
Un cadáver apareció en la calle Mayor. Con las primeas luces del alba
del siguiente día, sus facciones tomaron forma y todo Madrid supo
de inmediato y de buena ley que habían matado al conde de Villamediana.
Apareció muerto y frío al amanecer, cerca de su casa, víctima de
una emboscada, a buen seguro, fue muerto con ánimo de robarle, o
con intención de hacerle pagar alguna deuda de honor con toda probabilidad.
Tres saetas le partieron el alma, el corazón y la garganta y todas
ellas truncaron su existencia. El conde de Villamediana como buen
dramaturgo había escrito con letras de sangre el último acto de la obra
de su vida.

Algunas personas sintieron su pérdida, fueron varias las mujeres
que lloraron al conocer la noticia de su muerte, fueron varios los maridos
que celosos contemplaron el llanto de sus esposas, uno de los más
contrariados fue el propio Felipe IV, quien sorprendido, sorprendió dos
lágrimas tristes rodando por las sonrosadas mejillas de la Reina.
El joven pintor de la corte no llegó al llanto pero podemos afirmar
sin temor a error que sintió la pérdida, además don Diego enlazó cabos
sueltos y al terminar de apañuscarlos supo que la conversación del Rey
con su valido y la posterior presencia del ballestero real tenía algo que
ver con el misterioso suceso. Supo que aquellas tres saetas habían sido
disparadas por Alonso Mateo cumpliendo órdenes directas del monarca.
Supo que las tres saetas causaron heridas mortales y sólo justificaba
la presencia de los tres impactos el deseo de asegurarse del fallecimiento
del de Villamediana. Supo que su rey era celoso además de
galante y que su ataque de cuernos lo llevó a tomar la decisión de ordenar
la muerte de su odiado Conde.
Mas la vida continuaba en el viejo Madrid de los Austrias y no era
asunto de un pintor de cámara atar cabos sueltos, ni investigar crímenes,
ni desfacer entuertos, y sí lo era por el contrario pintar cuadros.
En dos obras ocupaba Velázquez su talento al mismo tiempo y en
contra de lo que todos los días se proponía dedicaba más horas al cuadro
que representaba a Helena desnuda mirándose en un espejo que al
Cristo crucificado encargado por su rey. En el cuadro de su diestra se
alzaba el cuerpo desnudo de un hombre clavado en la cruz, la piel blanca
contrastaba con la oscuridad del fondo, faltaba únicamente terminar
el rostro para finalizar la obra. En el cuadro de su siniestra se apreciaban
con perfección y nitidez las facciones de la cara de sor Helena reflejados
en el espejo, el esplendor de la carne sonrosada mostrada en
toda su belleza resaltaba sobre los oscuros pliegues del hábito.
Estaba preparado para reanudar su trabajo y se disponía ya a iniciar
las pinceladas que darían al rostro de Cupido forma humana cuando
creyó oír la llave del hermano portero ludiendo en la cerradura. Prestó
mayor atención y percibió el chirriar de los goznes oxidados de la puerta
de la iglesia. Se apresuró entonces a ocultar el lienzo de su siniestra,
era evidente que nadie debía ver el cuerpo desnudo de Helena presidiendo
la sacristía del convento, apenas había terminado de taparlo
cuando dos sombras oscuras entraron en su improvisado estudio.
– Tenéis visita Don Diego-, informó el hermano al pintor y añadió
señalando al otro hombre recién llegado-, Benito, el verdugo de la corte
ha venido a vuestro encuentro.
– Gracias fray Timoteo, podéis marcharos y vos Benito adelante, pasad
a mi extraño taller.
El verdugo aguardó a que el monje saliera no solamente de la sacristía
sino incluso de la iglesia antes de pronunciar palabra alguna.
– ¿Trabajáis en dos obras a la vez maestro?
– No, no, al contrario-, mintió Velázquez-, en algunas ocasiones hago
copias de mis cuadros, copias exactas, o incluso réplicas con el mismo
mensaje principal del lienzo cambiando los elementos secundarios
pero siempre respetando la obra principal que en este caso es ésta.

– Y ¿por qué mantenéis oculta la copia si puede saberse?
– En realidad yo siempre tengo la costumbre de ocultar mis obras
hasta que están terminadas y en proceso de secado. Éste se halla destapado
porque estoy trabajando en él-, volvió a mentir el pintor-, un
artista debe conservar en secreto algunas de las técnicas que utiliza.
Pero decidme, Benito, ¿a qué debo la sorpresa de vuestra visita?
– Vengo a buscaros en nombre del Rey, me ha sido ordenado que
saque a un crío de su celda y lo ponga bajo vuestra tutela. Voy en este
preciso momento en su busca y quería saber dónde debo conducirlo.
– Al Alcázar Benito, llevadlo a mi taller, yo recojo mis bártulos y salgo
hacia allí de inmediato.
– Bien pues en ese caso aguardad allí, enseguida os llevo al mozalbete-.
Se marchó el verdugo dispuesto a cumplir una vez más con su
misión, aquella en verdad no le resultaba desagradable, sacar al chico
de prisión sería un placer y además de ese modo contaría con un plazo
de dos o tres días para trazar un plan cuya culminación fuera la liberación
del pequeño judío.
Al quedar solo Velázquez destapó de nuevo el lienzo de la mujer
desnuda.
– Helena, mi Venus-. Murmuró mientras comenzaba a dar unas cuidadosas
pinceladas.
Enseguida dio por terminada su labor, el rostro de Cupido, personaje
que sujetaba el espejo donde se reflejaba la faz de Helena quedó
perfilado y casi definido. Había decidido ya cual iba a ser la cara de Cupido,
Fernán Vaez, el joven judío condenado a la hoguera, sería quien
presentara el espejo de plata a la preciosa Venus desnuda.
Sonrió satisfecho y se dispuso a limpiar los pinceles antes de volver
a tapar ambos cuadros preservándolos de miradas indiscretas y entonces
algo aconteció que erizó sus cabellos y heló su sangre.

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