martes, 24 de enero de 2012

CAPÍTULO XXVII: El misterio de las tres caras

Le miento porque lo amo mucho, demasiado, aunque él no acierte
seguramente a comprenderlo en esta España donde las palabras de
amor están prohibidas. Las voces de quienes se aman terminan a la
fuerza atrapadas: que no se oigan cuando los cuerpos están juntos. Es
casi tanto el recato, que a los amantes apenas les está permitido mirarse.
La iglesia dice que el amor únicamente es la manera bendecida
de procrear hijos para el cielo, y que todo lo demás es pecado y alboroto
de mancebías.
Antonio Martínez Llamas. “Isabel de Valois”






CAPÍTULO XXVII
El misterio de las tres caras
(19-11-1625)
El silencio eterno de la iglesia profetizaba situaciones adversas. Dentro
de la sacristía el silencio era más intenso aún pero era peor la penumbra.
Diego da Silva había apagado casi todos los hachones al terminar
su labor, se disponía a limpiar pinceles y paleta y cubrir sus lienzos
cuando sucedió lo inexplicable.
Dos pinceles se alzaron y volaron por encima de la paleta, los dos
objetos solos, levitaban como si una mano invisible, una mano de un
espíritu los empuñara. Por unos instantes permanecieron flotando en la
nada, unas gotas de pintura se deslizaron por sus cerdas y cayeron al
suelo. El pintor no se atrevía a moverse, quieto y silente presenciaba la
escena sin dar crédito a lo que veía y una mano inexistente y fantasmagórica
lanzó los pinceles contra el lienzo de su siniestra. Fueron a
impactar precisamente en el rostro de Helena que se veía reflejado en
el espejo.
– ¡Dios mío!- Acertó a murmurar el atemorizado pintor. ¿Pero qué es
esto?
Al mismo tiempo que el eco de su voz se apagaba en el interior del
recinto religioso otros dos pinceles cobraron vida e imitaron a los que
ahora reposaban en el suelo. Se elevaron, se mantuvieron unos minutos
en el aire y...
– No por favor-, gritó desesperado el pintor que temía tanto a los
fantasmas como al deterioro de su obra.
Quien quiera que fuese el portador de los pinceles no escuchó su urgente
súplica, con rapidez fulminante fueron propulsados hacia el fondo
de la habitación, contra el cuadro de su diestra en esta ocasión, impactando
con matemática precisión allí, donde debería estar y no estaba
todavía, la cara del Mesías.
– Santo cielo, ¿sois espectros que pretendéis destrozar mis obras?
¿Porqué?, o acaso ¿eres tú, Dios amado que desatas tu ira porque he
pecado bajo el cobijo de tu sagrado techo?

Los pinceles volvieron a ser inanimados objetos inocuos, el suelo
estaba manchado de pintura de varios colores y los cuadros...
– ¡Oh Dios mío!, mis cuadros.
De nuevo oyó una llave hurgando en la cerradura y enseguida la
puerta se abre. Pasos apresurados se encaminan a la sacristía, se acercan
con prisa; prisa tiene el artista por ocultar los lienzos y que nadie
pueda ver el desastre.
– ¿Os ocurre algo Diego? Me ha parecido oíros gritar-. Preguntó el
hermano portero nada más llegar a la sacristía.
– No, no pasa nada, gracias fray Timoteo, es sólo que se me han caído
los pinceles y no he podido evitar proferir una maldición, hoy ando
un poco torpe.
– Me habéis asustado, creí que os pasaba algo grave, ya sabéis de
los rumores sobre fantasmas que corren por los rincones de este edificio.
– Sí algo sé, mas no temáis, no hay motivo de alarma, lo único es
que precisaré confesión por haber blasfemado dando suelta a mi ira en
la misma casa de Dios.
– Pues en vista de que no os ocurre ninguna desgracia y mi presencia
no es necesaria os dejo que continuéis con vuestros asuntos y voy
yo a ocuparme de los míos.
– No, aguardad hermano portero, ya estaba recogiendo, si me dais
unos momentos para guardar los pinceles y limpiar el suelo antes de
que se seque la pintura salgo al mismo tiempo que vos y así no os obligo
a cerrar y abrir la iglesia tantas veces.
Fue una buena excusa pero no dejaba de ser eso, una simple excusa
pues en realidad lo que Velázquez pretendía era no quedarse solo, había
malas vibraciones en el cuarto, ocurrían sucesos inexplicables y extraños
que tomaban cuerpo dentro del convento y la soledad no era en
ningún caso recomendable en día de acontecimientos fantasmagóricos.
– ¡Qué maravilla don Diego! En verdad sois un maestro de la pintura,
un genio-. El pintor miró sorprendido al fraile que no cesaba de observar
el cuadro del Cristo crucificado-. Habéis perfilado una melena
ocultando parte del rostro del redentor, nunca vi cosa igual va a ser
una obra magistral.
Velázquez comprobó ligeramente aturdido que los churretes de pintura
que el impacto de los pinceles rebeldes habían ocasionado en el
cuadro se habían descolgado de forma caprichosa sobre la tela y había
dibujado una especie de melena que en grandes guedejas caía sobre
parte del rostro de Jesucristo.
– Bueno fray Timoteo, sabed que no es todavía definitivo-, acertó a
decir mientras tapaba el cuadro-, no digáis nada de cuanto habéis visto,
cuento con vos para conservar el secreto.
El religioso palmeó la espalda del pintor de modo amistoso y guiñó
un ojo en ademán poco acorde con los hábitos que vestía mientras
añadía:
– Mis labios están sellados.
Ya por fin en la calle se persignó tres veces seguidas el joven pintor
de la corte.

– ¡Ha sido Dios! Es un milagro-, exclamó mirando el rostro de San
Antón que inmóvil presidía el templo que se hallaba bajo su advocación.
– Sólo el Todopoderoso puede hacer estos milagros, me ha visto
confundido y me ha ayudado, ahora sé lo que debo hacer, todo está resuelto,
tengo cara para los tres rostros. ¡Gracias Dios mío!
A espaldas del pintor, en una vidriera que se alzaba a varios metros
del suelo, donde nadie humano tendría capacidad de asomarse por sus
propios medios, se dibujaba el oscuro perfil de una misteriosa silueta,
al hallarse de espaldas Diego no pudo verla, de haberla visto hubiera
sabido que ni aquel perfil ni la mano que lanzó los pinceles tenían relación
alguna con personaje divino, hubiese sabido que no fue Dios quien
protagonizó los extraños sucesos del convento de las arrecogidas, al
menos no el Dios que él pintaba en sus lienzos.
Cuando llegó al Alcázar ya le aguardaba allí el verdugo, iba acompañado
de dos familiares de la inquisición y del pequeño Fernán que lucía
grilletes y cadenas en sus muñecas y tobillos.
– Os habéis retrasado, llevamos ya un buen rato aquí esperando
vuestra llegada-, protestó Benito.
– Tenéis razón, os ruego disculpéis mi tardanza, tuve un ligero contratiempo
con el cuadro y me urgía repararlo.
– En cualquier caso nosotros hemos cumplido con la misión-, señaló
a su espalda a sus dos acompañantes y al rapaz-, tenéis un plazo de
tres días, el domingo al finalizar la procesión de arrecogida vendremos
a buscarlo.
– No es necesario decir que sois responsable tanto de su cuidado
como de su custodia-. Intervino uno de los inquisidores-. Si para alguna
de las labores encomendadas precisarais ayuda no dudéis en pedirla
al Santo Oficio, os asignaran de inmediato a un familiar que os ayude.
– No será necesario, de todos modos os lo agradezco y tomo buena
nota de ello.
– Debéis tomar apunte también de que esta situación no nos gusta
nada, por el contrario nos desagrada profundamente-. En esta ocasión
fue el otro inquisidor quien intervino-. Sabed que nos incomoda dejar a
un hereje libre sin más vigilancia que un pintor armado de pinceles.
Únicamente accedemos por tratarse de una petición directa del rey Felipe
IV.
No hubo respuesta por parte de Velázquez a quien no interesaba
entrar en confrontaciones ni discusiones estériles, todo parecía dicho,
un simulacro de silencio se instaló en la estancia hasta que una voz enronquecida
arrancó la tensión de un tirón.
– Tomad, éstas son las llaves de los grilletes-, el verdugo se acercó
a Velázquez y tendió su diestra al pintor-, no os aconsejo que se los
quitéis pero debéis tenerlas por si resultara necesario.
Entregó las llaves Benito y junto a ellas, en el mismo manojo, disimuló
un papel cuidadosamente doblado para que nadie pudiera alcanzar
a verlo, para continuar con el asunto y el fingimiento añadió:

– Y recordad, el domingo tras la procesión de arrecogida estaremos
aquí para llevarnos al arrapiezo, en esta ocasión esperamos que no haya
retrasos.
– No los habrá, aquí estaremos sin contratiempos-, adujo el pintor.
Los familiares de la inquisición seguidos de cerca por el verdugo
abandonaron el Alcázar envueltos en su tétrico halo de oscuridad y
miedo. Velázquez permaneció callado viendo alejarse al grupo que se
le antojaba el heraldo de la muerte. Pronto estuvo el artista a solas con
el muchacho, entonces se apresuró a liberarlo de los grilletes.
– Bueno ya has salido de la mazmorra, ahora debemos procurar que
no tengas necesidad de volver allí. ¿Tienes hambre?- El muchacho
asintió sin emitir sonido alguno-. Bien en ese caso vamos al taller, Juan
Pareja, mi ayudante y doña Juana, mi esposa, te procuraran alimento
y quizá también te convenga un baño.
Ya en la calma solitaria de su estudio leyó la carta que el verdugo le
entregara en secreto.
No me gustaría tener que conducir a este joven a la hoguera, mañana
os visitaré en el convento por si fuera posible salvar al chico de la
muerte. Vos no tendréis que hacer nada, yo correré con todos los riesgos.
Sonrió el pintor mientras rompía la nota en mil pedazos. Fernán saciaba
su apetito sin prestar atención a su benefactor, Velázquez preparó
los bártulos en silencio, en verdad precisaba algunos bocetos del
rostro del joven judío y mientras los tomaba no pensó en Cristo crucificado,
más bien sus recuerdos fueron para Cupido, Dios del amor, hijo
de Venus Diosa de la belleza, y así, irremediablemente, surgió en su
cerebro la nívea espalda de Helena y toda la belleza de su piel roja,
blanca, gris... y no supo si el acaloro que de súbito le atacó era causa
del amor o tan sólo del deseo.
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El fraile entró en la sacristía y se asustó al ver una figura oscura
donde no debería haber nadie.
– Buenos días fray Emilio-, saludó Velázquez al abad superior de
San Antón en voz muy baja. El religioso recuperado de su sobresalto
inicial interrogó:
– Diego sois vos, ¿cómo habéis venido hoy tan temprano?, aún no
ha amanecido.
– No podía dormir, además la inspiración es un don que cuando llama
a la puerta no debe ponérsele traba ni obstáculo no vaya a pasar de
largo, pero decidme, ¿cómo sois vos el encargado de oficiar hoy la misa
de maitines? En realidad yo aguardaba al padre Francisco.
En efecto el pintor tenía razón en su observación, aunque el abad
gustaba de madrugar no presidía los oficios religiosos de la mañana ni
los administraba, esa tarea la efectuaba el confesor del convento.
– Fray Francisco se ha sentido indispuesto, no sé que mal le aqueja
pero el galeno ha recomendado descanso y por eso hoy diré yo la misa
matinal. Don Diego ahora debéis disculparme, creo que las hermanas
ya están llegando, tengo que empezar la ceremonia y vos debéis permanecer
oculto.

Un ligero rumor de pasos cansinos y algún tímido carraspeo certificó
la presencia de las novicias en la capilla. Breves instantes después
el abad comenzó la liturgia. A lo largo de la celebración el pintor se esforzó
en captar la atención de sor Helena sin dejarse ver por el resto de
religiosas. No le resultó tarea sencilla, mas con persistente empeño, lo
consiguió; haciendo reflejos con una escudilla de plata se hizo ver y
con señas discretas le indicó que precisaba verla. Una caída de párpados
muy lenta y más prolongada de lo normal fue la respuesta de la
monja. A lo largo del día lo visitaría. En verdad tenía ganas de verla,
hacía más de una semana que no habían tenido contacto. La imperiosa
necesidad de Diego por ver a la novicia era por causa del asunto del
muchacho judío, mas él sabía bien que no era ésa la única razón.
Finalizada la misa el abad volvió a entrar en la sacristía.
– Por cierto Diego, hermanos del Santo Oficio me han informado
que tenéis un hereje bajo vuestra custodia por orden del Rey-, le espetó
sin previo aviso-, y también que os va a ser de utilidad para el cuadro
que su Majestad regala a esta congregación.
– Sí, es cierto, espero que no os moleste pues es totalmente necesario,
sin embargo la buena noticia es que o mucho me equivoco o en
menos de dos semanas el cuadro estará listo para recibir la capa definitiva
de barniz.
– Bien, me alegra la noticia, pero ¿dónde está el muchacho? ¿No habrá
huido?
– No, está en el Alcázar, hoy con los bocetos que traigo preparados
tengo material suficiente para efectuar mi tarea, como no precisaba de
él he decidido prescindir de traerlo, no es agradable pasear por Madrid
acompañado de un mozalbete encadenado.
– Está bien, vos sabréis que es lo más conveniente, yo sólo espero
con gran impaciencia el momento en que nuestro lienzo terminado
pueda presidir nuestra capilla.
Salió el abad raudo y sin aguardar respuesta, la iglesia ya estaba
vacía y al poco oyó el pintor como cerraban con llave la puerta desde
fuera. Sólo entonces destapó el retrato de Helena.
A media mañana se sintió cansado, había trabajado sin pausa, sin
tregua; se alejó de la tela con ánimo de reposar y también para poder
apreciar la evolución de la pintura. La felicidad invadió su rostro.
– ¡Perfecto! Es perfecto, qué importante es saber con exactitud lo
que debe plasmarse en el lienzo, nunca se debe perder la compostura
ante un cuadro pero tampoco debe perderse la esperanza.
Había finalizado ya el rostro de Cupido y el desaguisado que causaron
los pinceles arrojados con rabia al rostro de Helena lo había arreglado
con un pequeño truco que no sólo resultó efectivo sino que además
le dio un toque especial a la obra. Había emborronado y difuminado
el rostro para después remarcar sus contornos. Ahora el cuadro tenía
un aire misterioso, no se podía conocer la identidad de la modelo,
el espejo reflejaba una cara anónima, un arcano secreto difuso. Era
simplemente perfecto, el toque genial que sin ayuda de sus fantasmas
nunca hubiera logrado, la composición estaba casi terminada, faltaban

apenas unos retoques, añadir algunos elementos que actuarían de
símbolos con la misión de plasmar sus más íntimos sentimientos. Un
lazo de color rosáceo en las manos de Cupido sustituiría al acostumbrado
arco y flechas y simbolizaría la atadura del amor vencido por la
simple belleza. Un toque de color malva intenso en la sábana que daría
un ápice de pasión al lienzo. El negro satén del hábito sobre el cual se
tumbaba el cuerpo desnudo para realzar los tonos opaláceos de la piel.
La cortina roja a un lado y la pared marrón en el otro extremo con objeto
de dar profundidad a la habitación donde se encuadraba la escena.
En dos semanas ambas obras estarían terminadas, una de ellas prohibida
y secreta realizada en un tiempo record sería escondida hasta
que llegara la ocasión propicia de mostrarla al mundo; la otra regalo de
su majestad el cuarto Felipe al convento de las arrecogidas para saldar
sus pecados y aplacar los remordimientos de su conciencia, demasiado
trabajada y dilatada, quedaría allí en aquel escenario para presidir actos
religiosos ante la mirada de las novicias.
Empezó a impacientarse, esperaba dos visitas y ninguna de ellas se
producía, decidió no pensar y para ello lo mejor era enfrascarse de
nuevo en el trabajo, aunque en verdad no se trataba de trabajo sino de
placer dedicarse a aquellos dos lienzos ahora que por fin sabía con
exactitud lo que tenía que hacer, lo que quería hacer. Dos obra maestras
del genial pintor del siglo XVII se habrían gestado dentro de los
muros del convento de Santa Águeda.
Al cabo de un buen rato un ligero ruido se desplazo desde la techumbre
hasta el coro. Puso alerta todos sus sentidos y deseó que fuera
Helena y no un espectro desaprensivo quien producía aquel sonido.
Y sus deseos se cumplieron, un hábito oscuro apareció crujiendo sus
pliegues en el silencio del templo y la figura de su amada se materializó.
– ¡Helena, cuánto tiempo! ¡Cómo os he echado en falta!
– No tengo mucho tiempo Diego, me han destinado a trabajar en el
huerto y en la cocina, por ese motivo no he podido escaparme en los
últimos días para venir a veros, ahora mismo, en este preciso instante
corro gran riesgo estando aquí pues enseguida la madre superiora notara
mi ausencia.
– Entonces no debo enredaros más de lo estrictamente necesario.
Tengo un problema y preciso que vos me ayudéis a solucionarlo.
– Si está en mi mano dadlo por hecho.
– Quiero hacer desaparecer a un mozalbete mañana mismo...
Contó el pintor la historia de Fernán lo más rápido que pudo, abreviando
y a grandes pinceladas, después añadió el plan que había ideado
para salvarlo.
– Mañana lo traeré aquí, a mediodía me ausentaré del convento con
algún pretexto, indicaré al hermano portero que dejo al rapaz encadenado
y que me llevo las llaves. En realidad las llaves que guardaré en
mi faltriquera serán las de mi taller, las de los grilletes las dejaré en un
cajón del escritorio de la sacristía, vos liberaréis al chico entrando por
vuestro acceso secreto y lo ocultaréis en vuestra celda, al anochecer lo
sacaré por la tapia del huerto y lo pondré en libertad.

– Me gustaría hacerlo Diego, mas ya os he dicho que no me resulta
posible ausentarme de mis ocupaciones, estoy vigilada todo el día.
– Mañana os fingiréis enferma, hoy se ha encontrado indispuesto el
confesor del convento, mañana alegaréis vos sus mismos síntomas, el
galeno creerá que se debe a algún alimento y os recomendará reposo,
estaréis todo el día en vuestra celda y así tendréis libertad de movimientos.
Hacedlo por mí Helena, os lo ruego.
– Está bien, lo haré, pero ahora debo irme o me descubrirán, puede
que ya me estén buscando.
– Dadme un beso antes de partir Helena, necesito sentir el dulce
tacto de vuestros labios en los míos.
– La iglesia dice que el amor únicamente es la manera bendecida de
procrear hijos para el cielo, y que todo lo demás es pecado y alboroto
de mancebías.
– Tantas cosas dicen que sería mejor callaran y predicaran con el
ejemplo.
A un beso siguió otro más apasionado y a éste una caricia, a las caricias
les sucedieron abrazos y ya empezaban las manos a buscar secretos
bajo las ropas cuando un ruido interrumpió el contacto.
– Alguien viene, marchaos deprisa-. Dijo el pintor mientras corría
hacia la puerta para impedir que alguien entrara y así ocultar de miradas
indiscretas la retirada de su amante.
Cuando fray Timoteo entró en la iglesia seguido por el verdugo de la
corte él ya aguardaba allí, en la entrada y sin dejarles alcanzar la altura
del último escalón les abordó.
– Os esperaba Benito, salgamos a la calle, debo atender otro asunto-,
dijo con gran premura saliendo y arrastrando con su ímpetu a los
otros dos.
– Cerrad la puerta fray Timoteo y no permitáis a nadie entrar durante
mi ausencia, el lienzo se está secando y no puede ser rozado por
nada ni por nadie, ni siquiera la luz debe alcanzarle.
– Nadie entrará hasta el oficio de la tarde, podéis estar seguro.
Al salir se encaminaron hacia la Taberna del Renco, anduvieron despacio,
sin prisa, contemplando la calle y a la gente que por ella transitaba.
– ¿No está el rapaz con vos?
– No, hoy he preferido venir solo.
– Pues debe acompañaros, quiero salvarlo y es más fácil asaltar el
convento que el Alcázar Real.
– Tranquilo Benito, no será necesario ningún asalto, ahora, en la Taberna
del Renco frente a un buen vaso de tinto de Navalcarnero os explico
el plan.
Llegaron a la Taberna del Renco y tras saludar a Jorge hijo menor
del Renco y pedir una jarra de tinto buscaron una mesa discreta donde
poder hablar. Antes de poder alcanzar sus rabeles el escabel, Benito tuvo
que atender la llamada de algunos conocidos por los que fue requerido
y entre tanto Velásquez, aguardó paciente dando cuenta de la primera
copa de vino. Finalmente pudieron sentarse y conversar, el verdugo
se situó de frente a la puerta para poder estar al tanto de los movimientos
del local.

– Como os decía Benito, no será preciso asalto ninguno, he pedido
al Rey la liberación del pequeño judío precisamente para salvarle del
auto de fe.
– ¿Es cierto lo que decís?
– Tan cierto como que me llamo Diego y estoy aquí bebiendo vino
con vos, a fe que ese rapaz no morirá en la hoguera ni verá a nadie
morir en ella.
– Pues me place vuestra determinación, no os creía hombre de armas
y por ello en la misma medida que me place me confunde. Yo
quiero salvarlo porque torturé a su madre y demostró más valor que
muchos hombres duros, ¿y vos, qué os impulsa a esta aventura?
– La justicia Benito, el chico no ha hecho nada, su único delito es su
cuna, él no tiene culpa de haber nacido en el seno de una familia judía,
eso es algo que nadie elige, no es justo que por ello muera en la hoguera.
– ¡Por cierto no, no lo es! Y me alegro que así lo vean vuestros ojos,
pero ahora decidme, ¿cuál es vuestro plan?
– No me preguntéis cómo, pues no os lo diré, pero mañana lo haré
desaparecer de la sacristía donde trabajo y lo ocultaré desde mediodía
hasta medianoche. Lo más difícil será sacarlo del convento pero en la
oscuridad de la noche creo que podré saltar la tapia del huerto con él.
– No, no podréis hacerlo pintor, si el arrapiezo desaparece el convento
será vigilado, además el chico es demasiado joven y menudo, no
podrá trepar la valla del huerto.
– Pues no se me ocurre otra forma de sacarlo del convento.
– A mí sí, pero precisaríamos que estuviera oculto más tiempo, hasta
el mediodía del domingo.
– Un día entero, es difícil, pero contadme, si lo pudiéramos esconder
durante ese tiempo ¿cómo lo sacaríamos en pleno día?
– El domingo al mediodía se celebrará la procesión de arrecogida,
cuando comience todo el mundo estará pendiente del acto y se concentrarán
en la calle Ortaleza, las calles adyacentes quedarán casi desiertas.
Yo puedo lograr que un cochero aguarde en un carruaje en la
calle de Santa Catalina, en la salida trasera del convento de San Antón,
allí el carruaje pasará desapercibido, nadie lo verá y pondría a salvo al
zagal junto a unos familiares suyos.
– Pero Benito él estará en el convento de Santa Águeda ¿cómo lo
llevamos a la salida trasera de San Antón en medio de la procesión y
de la muchedumbre?
– Existe un pasadizo secreto que une ambos conventos-. Dijo el verdugo
en voz muy baja pensando que desvelaba un recóndito secreto.
– Lo sé, mas no conozco los túneles, apenas sabría llegar a la zona
de las mazmorras del Santo Oficio.
– ¿Conocéis el pasaje secreto? ¿Quién os lo ha enseñado? Es un secreto
que muy pocos privilegiados conocen.
– Nadie me lo mostró, yo lo descubrí, un día trabajaba en la sacristía
y escuché un llanto, seguí la dirección de la cual procedía y me encontré
con Fernán en una de las celdas, por eso sólo conozco los pasajes
que conducen a los calabozos. Además no sólo habría de conocer

los túneles, también precisaría conocer el interior del convento de San
Antón y yo no lo he pisado en mi vida y por tanto no conozco sus recovecos.
– Vos no, pero yo sí, además en mi condición de verdugo tengo acceso
a esos pasajes prohibidos que conducen a las mazmorras.
– En ese caso ¿cuál sería el plan?
– Vos hacéis desaparecer a Fernán como teníais previsto, lo ocultáis
hasta el mediodía del domingo, cuando finalice la ceremonia religiosa y
en los comienzos de la procesión lo lleváis por el pasadizo hasta la celda
de su madre, yo os aguardaré allí y lo guiaré hasta el carruaje, el
domingo por la tarde estará con unos familiares suyos que residen en
Alcalá. ¿Qué os parece?
– Me gusta el plan, de todos modos hay otra cosa que añadir.
– ¿Y cual es?
– Un pequeño detalle con el fin de que yo quede libre de toda sospecha
en la desaparición del mozalbete, necesito que mañana vengáis
a visitarme justo antes del mediodía, el hermano portero os acompañará
y verá como encadeno a Fernán y me llevo las llaves en la faltriquera,
saldremos del convento juntos, igual que hoy con algún pretexto
y al regresar ya no estará. El testimonio de fray Timoteo me exculpará
y se atribuirá la desaparición a la intervención de los fantasmas
que moran el convento.
– Muy bien pensado, por mí perfecto; sólo me asalta una duda, responded
únicamente si podéis y queréis hacerlo, ¿dónde ocultaréis al
joven durante tanto tiempo sin ponerlo en peligro?
– En la celda de una de las novicias-. Respondió Velázquez sin cambiar
el tono de su voz.
– ¿En la....? Ja,ja,ja... – el verdugo no pudo evitar proferir una estruendosa
carcajada a pesar de la gravedad del asunto-, pues no sois
vos nadie planeando rescates don Diego, se os dan mejor ciertas intrigas
que pintar retratos y en osadía vais parejo a muchos soldados que
conozco.
– La necesidad agudiza el ingenio, amigo mío.
Ambos reían de buen grado cuando don Gonzalo se llegó hasta su
mesa.
– ¡Vaya! Me alegra que mi vino cause estos efectos en los clientes
de la taberna.
– Don Gonzalo-, se alegró Velázquez al verle-, sentaos a disfrutar
de este néctar con nosotros.
– Sí amigo, sentaos-, adujo Benito-, bebed y reíd con nosotros
puesto que vais a ser parte importante de la fiesta, y a vos don Diego
tengo el placer de presentaros al cochero de nuestro carruaje.
Ambos le miraron con extrañeza mientras el verdugo no cesaba de
reír, Velázquez enseguida captó el mensaje, a don Gonzalo tuvo Benito,
cuando consiguió dominar su hilaridad, necesidad de explicarle toda
la historia.
– El domingo, durante la procesión de arrecogida, vais a reunir al
pequeño judío con sus hermanos.

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