sábado, 8 de mayo de 2010

Capítulo V: Eterno toque de difuntos.


Os dejo el capítulo V de La profecía del silencio para celebrar la presentación en Madrid. y os pongo una fotografía en la cual estoy rodeado de bellezas, a mi derecha Eva López, la escritora de mi primera y tercera novelas. A mi izquierda Rosa, la tabernera de la Taberna del Renco, dos protagonistas principales de mis obras.

La cita es de Javier Marias y su libro "Mañana en la batalla piensa en mí"

«Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta
entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre
recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el
momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el
tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir
junto a nosotros».
Javier Marías. “Mañana en la batalla piensa en mí”

CAPÍTULO V
Eterno toque de difuntos
(22–10–1625)

Una semana había pasado el Rey fuera de Madrid, alejado de la corte y
alojado en el palacio de Aranjuez, allí se había entregado prácticamente
por completo a una de sus aficiones favoritas, la caza. Y en el transcurso
de esa semana pocas cosas había echado de menos, pues tal era
ya la comodidad y el lujo del inacabado palacio ribereño y la tranquilidad
y calma de sus jardines aledaños que en realidad, faltarle, no le
había faltado nada. Por no carecer, ni siquiera careció de compañía femenina
en el lecho, pues no en vano un par de cortesanas fueron vasallas
de su señor de buen grado. Sin embargo los afeites, perfumes,
sedas, y singular belleza de éstas mencionadas damas, si bien consiguieron
hacer olvidar al cuarto Felipe a su Reina doña Isabel de Borbón,
a su simpatía, inteligencia y lindeza, de manera momentánea, no
consiguieron causar desmemoria en cuanto se refería a los encantos, la
suave y pálida piel y el núbil vientre de la novicia Margarita. ¿Cómo olvidar
belleza tan pura y desbordante?

Y precisamente durante el transcurso del viaje de regreso a Madrid
fue cuando más la recordó. Se había detenido la comitiva real en Valdemoro,
en la posada del Peregrino, justo en las confluencias de las calles
Sartén y Mediodía; pararon allí a permitir descanso a las cabalgaduras
en las cuadras y a ingerir algún alimento que caldeara los cuerpos
y ayudara a combatir el frío. Y allí se encontraban los viajeros. Y
allí se hallaba el posadero con cara radiante viendo ya repleta su bolsa,
pues en otra ocasión ya tuvo suerte de que la comitiva real hiciera alto
y reposara en su casa no haría más de seis o siete meses; y en aquella
otra vez acertó el mesonero a enviar a su hija para atender la mesa
del Rey entre tanto él se ocupaba de preparar el condumio y así, el
Austria, se encaprichó, como en él no resultaba inusual, aunque sólo
fuera temporalmente, de la moza. Así pues solicitó al posadero los servicios
de su bella hija y éste a su vez se excusó alegando la temprana
edad y la virginidad de su retoño. Aquello no hizo sino incrementar el
interés del monarca, quien acabó por salirse con la suya, como en él no
resultaba inusual, y accedió a los encantos de la moza, previo pago de
una buena cantidad de ducados al tabernero.
He ahí la explicación de que apenas el carruaje real se detuvo en la
puerta de la bodega, Matiste, que así se conocía al tabernero, ordenara
a su hija cambiar su atuendo por otro limpio, y más vistoso, y así
una vez apañuscada atendiera con celeridad, mimo y zalamería a su
majestad.

No obstante en esta ocasión a Felipe IV los turgentes pechos que
asomaban por el generoso escote de la mesonera y que ésta hacia bailar
con picarona habilidad muy cerca de sus reales pupilas, le despertaron
más el recuerdo de otros que el deseo de éstos, así pues lo único
que solicitó el Austria al posadero, y de inmediato, fue papel, pluma
y tintero.

Escribió con algo de prisa un mensaje, luego dobló el pergamino con
cuidado y finalizada la tarea hizo llamar a uno de los jinetes de su séquito.
– Llevad de inmediato este billete a don Francisco García Calderón,
confesor del convento de las Arrecogidas– ordenó el Rey enérgico y
sin embargo en voz baja para que nadie excepto el portador del mensaje
pudiera escuchar su destino.

Partió el jinete con premura pues ciertas órdenes del Rey, aunque
fueran pronunciadas entre susurros, no admitían demora en su ejecución.
Breves instantes después de la marcha del mensajero ordenó el
monarca la partida de la comitiva dejando así a la hija del mesonero
compuesta y sin novio y al propio tabernero descompuesto y sin bolsa.
Por el contrario, en un rostro irradiaba la felicidad, una sonrisa se dibujaba
en los labios del Rey cuando reemprendieron la marcha, con el
vaivén del carruaje le sobrevino un ligero sopor y así se abandonó al
sueño y al recuerdo.

El mensajero llegó al convento de las Arrecogidas y al galope de su
montura entró por el huerto situado en la parte trasera del edificio. Enseguida
se acercó allí el confesor del convento quien leyó el mensaje
aunque estaba seguro de conocer el contenido de la carta de antemano.
Estoy ya de camino a Madrid, esta noche visitaré el convento, es mi
deseo que tengáis todo preparado para mi llegada.

– ¿Debo aguardar respuesta?– interrogó el mensajero ansioso por
retirarse a descansar.

– No– respondió escueto el confesor, quien por cierto ya había emprendido
camino hacia el interior del convento. No finalizó el recorrido
previsto pues en un jardín que separaba el huerto del cementerio se
hallaba trabajando sor Margarita.

– Esta noche tendréis visita– espetó sin mediar saludo previo.

– ¿Acaso no se hallaba en Aranjuez?

– Sí, mas ya está de regreso, me ha enviado un billete anunciando su
llegada y solicitando que todo esté preparado para su visita nocturna.

– De acuerdo, él es el Rey y nosotros sus siervos, por tanto así se
hará, todo estará preparado.

– ¿Estáis segura? Quizá exista otra solución menos dramática.

– Quizá exista otra, sin embargo yo ya he elegido ésta.

– Entonces... ¿ejecutamos el plan? ¿Estáis dispuesta a asumir el
riesgo?

– Estoy dispuesta a todo, incluso a morir.

– Vos sabéis mejor que nadie que con estas cosas no se juega, sólo
Dios puede disponer de las vidas de sus criaturas.

No hubo respuesta ni más palabra pronunciada que el propio canto
de los pájaros, se miraron fijamente a los ojos por unos interminables
segundos; parecía un desafío, una lucha interminable, sin embargo no
lo era, era un silencio que albergaba una profecía, era un diálogo mudo
en el cual, sin hablar, todo quedó dicho. Sin duda el silencio de
aquella noche ocultaba una profecía, aquella quietud de camposanto
anunciaba que alguien había muerto o presagiaba que no tardaría en
morir.

Una silueta oscura y sigilosa caminaba en dirección a la iglesia de
San Antón. Otras dos igualmente oscuras y no menos sigilosas seguían
la estela de los pasos de la primera. Iban todos juntos a pesar de caminar
separados y se trataba de gentes de calidad a juzgar por sus
vestiduras, aunque a hora tan avanzada y tan inapropiada para andar
por las calles madrileñas bien podía haberse tratado de malhechores.
Los tres caminantes ocultaban su identidad embozados en sus capas y
calados hasta las cejas sus sombreros. A pesar del frío aquella noche
no llovía ni nevaba, por ello Felipe IV había decidido acudir a la cita que
el mismo se había concertado en el convento de las Arrecogidas a pie,
era más trabajoso a fin de cuentas, sin embargo no dejaba de resultar
más sencillo ocultar a dos escoltas que esConder de miradas indiscretas
el llamativo y conocido carruaje real.

La primera silueta oscura pasó junto a la puerta de la iglesia de Santa
Águeda sin detenerse y por el contrario se paró unos metros más
adelante, de los otros dos uno se acomodaba en la reja forjada que daba
paso a la puerta del convento mientras el tercero franqueaba esa
puerta y golpeaba una sola vez el portalón de madera. Como de costumbre
un monje que aguardaba no muy lejos de la entrada abrió ante
la llamada. Tal como era también acostumbrado el Rey entró sin pronunciar
palabra y casi sin mirar al monje, sin embargo éste cambió la
rutina y sí habló aunque en tono tan bajo que diríase llegaba a ser medroso.

– Majestad, si me lo permitís tengo algo que comunicaros.

– Pues hacedlo deprisa, no me hagáis perder tiempo.

– Lo siento majestad, son malas noticias– balbuceo don Francisco.

– Bien, pues decid lo que sea y acabemos pronto– ordenó impaciente
el nieto de Felipe II.

– Sor Margarita ha muerto– respondió sin rodeos el confesor del
convento.

Quedó inmóvil el Rey Galante, alzando la frente, muy erguido y con
la mirada un tanto extraviada, pasaba el tiempo y el silencio se adueñaba
de la escena. Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con
una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre
recuerda, tanto fue así que don Francisco García Calderón se sintió
en la obligación de añadir más información.

– Cuando recibí vuestro billete ya se hallaba indispuesta, sentía un
dolor incesante y muy fuerte en la boca del estomago y se quejaba de
frío.– Hizo una pausa, el Rey continuaba silente, ausente, el confesor
siguió hablando–. Examiné el iris de sus ojos y no indicaban enfermedad,
toqué su frente y no aprecié calentura, envié a una hermana en
busca del médico, cuando llegó ya se hallaba postrada en el lecho y era
victima de desmayos y una rigidez como nunca vi otra. El médico la dio
por desahuciada nada mas verla, apenas tiempo tuve de administrarle
la extremaunción. Con gran pena y dolor vimos morir a nuestra hermana
entre grandes sufrimientos.

– Es la historia más inaudita que he oído nunca– adujo el Rey
abandonando su ensimismamiento.

– Quizá sea así mi señor, mas es la triste realidad.

Se despojó de su sombrero el nieto de Felipe II y se quedó mirándolo
como si en él hubiera respuesta a los enigmas.

– Conducidme hasta donde esté su cuerpo–. ordenó de manera repentina.

– Pero majestad–, balbuceó el confesor– eso va contra toda norma
conventual, el cadáver se halla en la capilla siendo velado por las hermanas
de la congregación para recibir mañana cristiana sepultura.

– Conducidme hasta su ataúd, si es cierto que ha muerto quiero
verla por última vez y despedirme de ella.

Era inútil tratar de convencer al Rey de la inconveniencia de aquella
acción y don Francisco lo sabía; era peligroso contradecir una orden directa
de un monarca y el monje lo sabía, por todo ello o porque en realidad
era lícito permitir la visita, el confesor accedió sin más trabas.

– Se hará como ordenáis, seguidme– añadió solemne el fraile.
Recorrieron la corta distancia que los separaba de la capilla con paso
ligero y silencio respetuoso. La escena que presenciaron al entrar
era lúgubre. Una débil luz, procedente de cuatro velones que estaban
en cada una de las esquinas del cajón, mantenía en penumbra la zona
próxima al altar donde se hallaba un féretro abierto, media docena de
novicias murmuraban rezos entre continuos suspiros y gimoteos, dentro
del cajón, amortajada, ataviada con su hábito, yacía sor Margarita,
sujetando entre sus manos y sobre su pecho una cruz; de no ser por la
inmensa palidez de su rostro y la horrible quietud diríase que estaba
dormida.

Felipe IV quedó a escasa distancia del cadáver, en silencio, inmóvil,
hierático. Don francisco trató de adivinar que clase de sentimiento embargaba
su corazón; dolor, sorpresa, contrariedad. Nadie excepto el
propio Rey lo sabía con certeza, sin embargo la tristeza se había instalado
en su alma.

Por muy largo tiempo estuvo allí, cual si de una estatua de cera se
tratase, como si no concediera crédito a lo que sus ojos veían, finalmente
hizo una profunda inspiración, se persignó y sigiloso salió de la
capilla. Una vez en el exterior volvió a calarse su sombrero negro, tras
sus pasos había salido el confesor que se había detenido un metro a su
espalda. El Rey sin volverse a mirar a don Francisco dijo.

– Mañana encargaré a mi pintor de cámara don Diego de Velázquez
que seleccione una de sus mejores obras religiosas y que ese cuadro
elegido, sea entregado a este convento en honor de doña Margarita;
también mañana a la misma hora de su sepelio, regalaré a la congregación
un gran reloj que marcará todas y cada una de las tristes y largas
horas de su ausencia.

– Gracias alteza, sor Margarita os agradecerá vuestros gestos desde
el cielo, tenedlo por cierto.

El monarca miró el camino que le restaba por recorrer hasta la salida
del edificio.

– Nunca volverán mis pies a pisar este suelo– murmuró con gesto
distante, y sin más despedida se marchó. Y no mintió el monarca galante
pues jamás volvió a entrar en el convento de Santa Águeda, mas
no hizo lo mismo con otros conventos a los cuales continuó visitando
con asiduidad, el de San Plácido, el de la Encarnación y también el todavía
inexistente, pues se construiría más tarde, de la Paciencia de
Cristo.

Y no tardó en olvidar a sor Margarita pues a novicia muerta novicia
puesta, aunque en realidad algún recuerdo siempre afloró a su mente.
Y no supo el Rey, pues jamás prestó atención a los tañidos del reloj
regalado al convento, que las campanadas de aquel artefacto cuando
marcaban las horas, tenían un claro sonido de luto.

Y decían las monjas de la congregación de Santa Águeda que el reloj
del convento al marcar las horas tocaba a muerto y reflejaba así,
con su continuo, con su eterno toque de difuntos, la tristeza que el monarca
galante no pudo o no supo exteriorizar.

– Ya pueden dejar de llorar, se ha marchado– dijo el confesor del
convento.

Al instante cesaron los llantos y se escuchó alguna tímida risa. Una
de las monjas se levantó de su lugar y ayudó a sor Margarita a salir de
su macabro habitáculo.

– Parece que hemos tenido suerte en el negocio– adujo la muerta
acabando de resucitar.

– Sí, se lo ha creído todo, ha jurado no volver a pisar este convento– confirmó don Francisco–. Mas debo confesar que todavía me tiemblan
las piernas.

– Pues libérese de temblores padre Francisco que nos queda lo más
difícil, o mucho me equivoco o el Rey enviará a alguien de su entorno
para presenciar el sepelio en su nombre, habrá que hacer más teatro.

– Sí, habrá representación y no será fácil interpretar, si el Austria
envía a alguien habrá de hacerse el reconocimiento del cadáver abriendo
el ataúd.

– Pues abierto estará y yo dentro de cuerpo presente– adujo sor
Margarita con convicción–. Se hará el reconocimiento y la entrega dentro
del convento y luego en el traslado al sepulcro, a lo largo del camino,
haremos el cambio.

– Espero por vuestro bien que todo salga según vuestro deseo o seréis
enterrada y sepultada en vida.

– Enterrada seré, y con ayuda de esta congregación y la de Dios,
también seré olvidada.

1 comentario:

CumbresBlogrrascosas dijo...

No lo he leído, espero a hacerlo de un tirón, con el libro entre las manos, pero aprovecho que pasaba por aquí para saludar.

Un abrazo.