miércoles, 14 de abril de 2010

CAPÍTULO III: El preludio de la muerte


Para celebrar que ya se ha publicado "La profecía del silencio" dejo en el blog otro capítulo. Espero que os guste.







El Luto lo envolvía todo. Velos negros cubrían candelabros e imágenes en las iglesias, telas de ala de cuervo colgaban de los balcones. En las ventanas paños de urdimbre retorcida y bruna. Hasta se mandó tamizar con fundas oscuras la luz ya mortecina de por sí de los faroles en vísperas de día tan señalado.
Pedro Casals. “Las hogueras del rey”

CAPITULO III
El preludio de la muerte
(15-10-1625)

Seguía lloviendo, el ruido de las gotas de lluvia al impactar con el suelo amortiguaba el sonido de las ruedas de los carruajes, fue por ello que ni el conde duque Olivares ni su cochero advirtieron la presencia de otro coche detrás del suyo. No se trataba de una emboscada, afortunadamente para ellos, el segundo carruaje se detuvo precisamente en el mismo lugar donde instantes antes había estado detenido el del valido Olivares, entre la entrada al convento de las Arrecogidas y la iglesia de San Antón.
Y la cortina gris de la lluvia no hubiera impedido al ocupante del primer carruaje, de haberlo podido ver, reconocer tan ilustre carroza e identificar así al viajero, al hombre para el cual trabajaba y ante el único que tenía que rendir cuentas en este mundo.
Y no hubiera gustado nada al cuarto Felipe ser visto ni ser reconocido, aunque fuera por el hombre en cuyas manos había depositado el gobierno del país, no le interesaba que nadie metiera sus narices en sus asuntos nocturnos pues aquella noche oscura y lluviosa estaba protagonizando una de sus secretas escapadas, secreta al menos en teoría pues en la practica no lo eran tanto y mil rumores circulaban por Madrid divulgando e incluso exagerando su fama de mujeriego empedernido y de asaltador nocturno de conventos en pos de apetitosas novicias.
Unas semanas atrás su ayuda de cámara y benefactor del convento, don Jerónimo de Villanueva había comunicado al Rey la inusitada belleza de una de las novicias de reciente incorporación, el monarca galante no pudo resistirse a conocer a la bella novicia y con la complacencia del benefactor y del confesor del convento concertó un encuentro. Después de ese momento el nieto de Felipe II quedó cautivado, tal fue la impresión recibida que ordenó a su ayuda de cámara organizar visitas periódicas a la celda de sor Margarita.
Y así, sin escolta, sólo acompañado de su cochero más fiel y discreto, llegó al convento de Santa Águeda, bajó del pescante el conductor y tras otear a ambos lados de la calle y comprobar que estaba libre de miradas indiscretas abrió la portezuela, raudo salió un personaje embozado en su capa y oculto el rostro bajo el sombrero, presto cruzó la calle entrando en el convento de Santa Águeda y desapareció de la oscura, peligrosa e intrigante noche madrileña. Después de dos golpes suaves en la puerta que apenas pudieron percibirse, alguien desde el interior abrió con sigilo el portillo, alguien, un monje que sin duda esperaba a la visita a pesar de lo intempestivo de la hora. El recién llegado y aquel que facilitó su entrada no se miraron apenas, el monje cerró la puerta con el mismo sigilo con que la abrió; el Rey se adentró en los oscuros pasillos del convento.
Y a pesar de la oscuridad reinante en los corredores del sacro lugar el cuarto Felipe se desenvolvía con rapidez, enseguida alcanzó su objetivo como si de un fantasma se tratara en lugar de un humano, sin ser visto ni oído, sin alterar la monotonía silenciosa de la noche conventual. Aunque en realidad sí alteró parte de la paz del lugar, pues entró en una celda donde una novicia ocupaba ya su catre y fingíase dormida y en paz aunque estaba despierta y aguardando. Aguardando a su destino. Aguardando a su rey.
El recién llegado se despojó del sombrero y algunas gotas de lluvia cayeron de él mojando el suelo de la habitación. Un cabello rubio, largo y ligeramente rizado quedó en libertad, quizá lo que había quedado sin libertad era la joven novicia que entre las sábanas se cobijaba.
_ Margarita, ¿no estaréis dormida? Me he retrasado pues he sufrido un tropiezo-, adujo el Rey, mas enseguida calló, él era el Rey y no tenía que dar demasiadas explicaciones a nadie ni siquiera en asunto de amoríos-, bueno estoy aquí que es lo que interesa.
Se desprendió de la capa y muy pronto ocupó el lecho junto al inmóvil cuerpo de la novicia, pues cuando hay mujer bella y joven de por medio aunque sea monja, cualquier hombre, rey o mendigo, se lanza al abismo, aunque sea el inocuo abismo de una sabana blanca. Rozaron sus dedos la piel de la mujer, sus labios buscaron los labios, algunas palabras apenas susurradas se perdieron entre los negros cabellos de la novicia y el frío del invierno se desvaneció fundido en el fuego de la pasión.
Y afuera seguía lloviendo, y el agua arrastraba la suciedad de las calles purificando levemente los infectos callejones de Madrid, entre tanto dentro del convento algunos cuerpos y algunas almas se embarraban un poco más convirtiéndose en pecadoras.
No hizo toda la noche el Rey dentro de los santos muros, a lo sumo un par de horas después desandaba los oscuros pasillos con silencioso y raudo caminar. Al alcanzar la zona próxima a la salida un hábito oscuro le acompañó caminando unos pasos tras él.
_ Estas visitas cada vez más frecuentes pueden ser peligrosas majestad-. Se permitió comentar aquel que caminaba por detrás en un alarde de valor.
_ Vos corréis poco riesgo y sois recompensado generosamente por ello-. Adujo el Rey sin detener su caminar ni volver la vista atrás.
_ Tenéis fuera de estos muros, a vuestra total disposición, damas, actrices e incluso princesas, ¿por qué no liberáis de vuestras citas a los conventos de Madrid?
_ Ahorrad vuestros consejos para quien los solicite o quien los precise don Francisco y limitaos a confesar novicias y abrir la puerta o cerrarla cuando sea necesario.
Aguardó el Rey a que el monje le facilitara la salida sin dignarse dirigirle una mirada, don Francisco García Calderón, confesor del convento abrió la puerta principal del recinto hizo una seña al cochero del carruaje que aguardaba al final de la calle donde no llegaban las luces de los fanales, cuando el carruaje se aproximó y se detuvo junto al acceso del convento el monje abrió la reja del exterior. Una figura oscura fue vista y no vista pues con rapidez abandonó el convento y alcanzó el asiento de atrás del carruaje y éste enseguida desapareció de las calles embarradas de Madrid adentrándose en el Alcázar Real.
El hermano Francisco confesor del convento se personó en la celda donde sor Margarita ya había ocultado su blanca joven y suave piel bajo el áspero camisón.
_ Supongo que precisareis de confesión-. La joven novicia no respondió a la pregunta, el fraile dibujó en el aire la señal de la cruz mientras argüía-. Podéis consideraos absuelta de pecado, mañana hablaremos y nos ocuparemos de las formalidades eclesiásticas, ahora sólo descansad.
_ No necesito confesión, yo no soy culpable de esta situación, necesito un milagro que me libere de estas intrusiones.
_ Por lo poco que he podido hablar con vuestro visitante no me da la sensación de que eso vaya a suceder, a día de hoy sólo la muerte lo podría alejar de vuestro hechizo.
La conversación se extinguió como se extinguió la tenue luz del candil del confesor al abandonar la celda; sin embargo las últimas palabras de don Francisco flotaban entre las cuatro paredes del cuarto y sobre todo tenían eco en el cerebro de la compungida monja “sólo la muerte lo alejaría de vos, sólo la muerte lo alejaría, sólo la muerte lo alejaría”.
_ Así será, la muerte lo alejará de mí, es cierto, sin embargo él no va a morir, entonces, si no muere él, tendré que morir yo. El Luto lo envolverá todo, velos negros cubrirán candelabros e imágenes en la iglesia, telas de alas de cuervo… paños de urdimbre retorcida y bruna…

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