miércoles, 4 de mayo de 2011

La fiesta de los azotes



Ya vamos por el capítulo 17.
Sólo comentar de él, que todos los personajes que se mencionan en este capítulo del libro, como el acontecimiento del alumno y el maestro que se narra, son reales, son parte de la historia del barrio donde se encontraba, y encuentra, el Convento de las Arrecogidas.
La cita es muy especial, como casi todas. En esta ocasión del magnífico escritor y gran amigo Elifio Feliz de Vargas, de su cuento corto: "Leyenda urbana".









“A los que lucharon por la libertad”, reza el pedestal de piedra que soporta a la escultura. Una montaña de figuras humanas alza a una esbelta mujer alada de grandes dimensiones liberando a una paloma. La mujer tiene los brazos levantados con las palmas de las manos mirando al cielo, los ojos entornados, la sonrisa incompleta y una larga y desordenada cabellera agitada por el viento imaginario que le ciñe la túnica al cuerpo acentuando la perfección de sus formas.
Elifio Feliz de Vargas. “Leyenda urbana”



CAPITULO XVII
La fiesta de los azotes
(9-11-1625)

Necesitaba pensar con claridad pero no había forma de hacerlo dentro de aquel recinto. Si no estaba pintando y por completo embebido en el lienzo acudían a su mente recuerdos de Helena, si no estaba dibujando pinceladas y percibiendo aromas de pigmentos percibían sus pituitarias el perfume sensual de las rosas frescas, si no estaba dando pinceladas y sus manos percibían el tacto áspero del pincel rememoraban sus dedos roces de seda y tibias caricias. Desde aquella primera vez no había vuelto a ver a sor Helena y sin embargo la soñaba, y la veía, y deseaba verla y abrazarla para seguir recordándola y anhelándola.
Necesitaba pensar con claridad y no era capaz de hacerlo, necesitaba salir de allí, de su paraíso y su prisión, de su cielo y su infierno; mientras estuviera dentro del convento de las arrecogidas sólo podría concentrarse en el silencio y la soledad y el deseo de que ambos fueran rotos por la presencia de su amada.
Golpeó la puerta para que el hermano portero le permitiera salir.
_ Voy a salir unos instantes, volveré en seguida-, explicó al monje portero y raudo alcanzó la calle.
La luz solar y el movimiento de las gentes le sacaron momentáneamente del asedio de sus fantasmas y caminando hacia a la puerta del sol consiguió pensar en el Cristo de los cuatro clavos. ¿Cómo lograría dar al rostro del Mesías el gesto apropiado? Miraba a los rostros de los transeúntes, algunos le devolvían la mirada un tanto ofendidos, sin embargo ninguna facción conseguía inspirarle ni darle una idea mínima. Veía pobreza, recelos, angustias; por las calles había mendigos, ganapanes, soldados armados y con aspecto fiero, nadie que ayudara a su obra... plebeyos, maleantes, campesinos y criados, nadie de interés. ¿Por qué no podía él pintar temas imaginarios? ¿Por qué todo lo que reflejaba en sus cuadros tenía que ser real? De repente vio un rostro con claro gesto dolorido y a su lado otro patidifuso, con inequívoca expresión de estupefacción y a la vez deseo de justicia, de venganza. No le servían al pintor para sus propósitos pero capturaron su atención y también la de los demás transeúntes que miraban la escena.
Don Juan Díaz de Quiñones era el propietario del rostro atónito, maestro que ejercía su labor en una escuela pobre del barrio, y dicho señor llevaba asido por una oreja a un mozalbete y le hacía caminar a buen paso a su lado a base de tirones del citado apéndice. El chico lloriqueaba y aullaba de dolor mientras tanto los presentes miraban la escena como si de una obra de teatro se tratara, nadie hacía nada, pensarían que el joven había hecho algo malo y por tanto era merecedor del público castigo que le imponía el maestro.
Cerca de la calle de las Infantas maestro castigador y alumno aleccionado toparon con dos caballeros que les impedían el paso de modo involuntario en un principio.
_ Pero hombre don Juan, soltad al rapaz, no veis que estáis a punto de arrancarle la oreja.
_ Eso es precisamente lo que debería hacer don Gonzalo-, eran los hijos del Renco quienes interrumpían el camino del enfadado maestro-, este mozalbete es un mentiroso o su familia son unos herejes.
_ Y ¿qué se supone que ha hecho para merecer ese trato que le dispensáis tan doloroso como humillante?- Preguntó Jorge, el menor de los hermanos.
_ Ayer faltó a clase, no es la primera vez, así pues me disponía a imponerle el castigo de costumbre cuando va el muy sinvergüenza y me ofrece como disculpa y para eludir la paliza un argumento inaceptable pues el remedio resulta peor que la propia enfermedad. Alega el truhán que estuvo en la fiesta de los azotes.
_ ¡Calmaos don Juan!- Ordenó don Gonzalo que empezaba a tener la cabeza confusa-. Soltad al chico antes que lo desgraciéis de modo irreparable y contadnos la historia desde el principio pues ignoramos en que consiste esa celebración.
El maestro soltó al crió a quien mucho debía de dolerle la oreja pues al castigador le dolían los dedos de estrujarla. El rostro del chaval se relajó un tanto y algo de esperanza invadió sus facciones.
_ Eso es -, dijo Velázquez al ver el gesto de la cara del jovenzuelo mientras sacaba de su faltriquera una tiza y un pergamino arrugado y empezaba a plasmar aquel momento.
_ Miren señores-, explicaba el maestro con poca paciencia-, este granuja es hijo de esa familia nueva que se ha establecido aquí abajo, en la calle Infantas, y han abierto una mercería.
_ Sí-, dijo Jorge-, he oído hablar de ellos, se comentaba que eran judíos hasta que se acallaron los rumores cuando pusieron una gran imagen de Cristo bajo el dosel, pero continuad el relato don Juan.
_ Como os he dicho ayer faltó a la escuela y como excusa me dice que los miércoles y viernes se reúnen en la mercería varios judíos para celebrar la fiesta de los azotes. Le he preguntado en qué consiste esa fiesta aunque ya sabía yo de ciertas tradiciones heréticas aun vigentes y él me ha confirmado mis sospechas.
_ Contadnos pues que me tenéis en ascuas, ¿en qué consiste esa sospecha confirmada?
_ Los judíos tiene por diversión humillar la imagen de Cristo, se reúnen en la mercería azotan y maltratan a la imagen que tienen bajo el dosel, lo azotan a la par que le profieren insultos, burlas y blasfemias contra el sagrado.
_ Bueno cabe posibilidad de que todo sea invención del rapaz para eludir vuestros expeditivos métodos educativos.
_ Por eso mismo me dirijo a su casa, si es mentira lo moleré a palos por la ausencia de ayer y el engaño de hoy y si por el contrario resulta cierto... si fuera cierto iré derecho al palacio de la inquisición a denunciarlos como buen cristiano viejo que soy.
_ Bien pues seguid vuestro camino y completad vuestra misión pero no maltratéis más al joven hasta que no sepáis cual es su delito y si os corresponde a vos o no juzgarlo.
Continuó don Juan Díaz de Quiñones caminando por la calle de las Infantas cogiendo por el brazo al mozalbete, el chico iba más relajado aunque tenía la oreja izquierda como una berenjena en cuanto a color y tamaño se refiere. El maestro no experimentó relajación alguna y se mostraba comedido pero más acalorado. Tras el incidente los hermanos se percataron de la presencia del pintor del rey y se apresuraron a saludarle.
_ Don Diego, ¿qué hacéis pintando en mitad de la calle? ¿Acaso os ha echado el Rey de vuestro taller en el Alcázar?
_ No, no me ha echado, es que cuando la inspiración llega hay que aprovecharla y cogerla esté donde esté, además en esta ocasión debo añadir que ha venido a requerimiento de vuesas mercedes-. Los dos hermanos se miraron con expresión de no entender, Velázquez adivinando su confusión, les explicó.
_ El muchacho, cuando el maestro le ha soltado por requerimiento e iniciativa suya, ha puesto una cara cuyo gesto es precisamente el que yo quisiera imprimir en mi lienzo-. Les mostró el boceto que había pintado con presteza lleno de orgullo y ambos reconocieron la faz del muchacho.
_ No digo yo que malgastéis vuestra inspiración, pero de todos modos y aun a riesgo de resultar pesado sí me permito recordar a vuestra merced que os mantengáis alerta por si pudierais averiguar algo a cerca de la emboscada que costó la vida de nuestro padre.
_ Lo hago don Gonzalo, no lo dudéis, mas ya os advertí en su momento que mi posición no es la más apropiada para pesquisas, ya sabéis que trabajo solo y encerrado en la sacristía de la iglesia-. Al pronunciar aquellas palabras cuyos ecos reverberaban en sus oídos acudió a su recuerdo sor Helena.
_ Confió en vos-. Dijo don Gonzalo dando una palmada en su hombro-, y si me disculpáis os voy a hacer una propuesta, afirmáis que trabajáis solo en la sacristía, ¿es así?
_ Sí, a fe que es así y vos lo sabéis desde el primer día.
_ Entonces, ¿quién os prepara la tela y os muele los productos para hacer la mezcla de vuestras pinturas?, ¿quién dispone los pinceles y las brochas y lo limpia cuando habéis terminado?
_ Nadie, en este trabajo lo hago todo yo mismo.
_ Tomad entonces a mi hermano menor, Jorge, como ayudante.
_ Pero eso no es posible, ya tengo un criado que me hace esa labor, vos lo conocéis, Juan Pareja, sin embargo debido a la especialidad del lugar donde debo trabajar no es posible llevarlo.
_ ¿Por qué? ¿Acaso os lo han prohibido expresamente?
_ Pues en realidad no pero...
_ Lo suponía, nadie os lo ha prohibido, es una decisión que vuestra prudencia ha dictado pero que en cualquier instante podéis revocar.
_ En caso de que ahora llevara a un ayudante sería sospechoso que no fuera Juan el elegido y me presentara con otro.
_ Quizá algún día, no todos, con motivo o con excusa de realizar alguna tarea especial para la cual preciséis ayuda.
El joven pintor de cámara del rey quedó pensativo, abstraído por un instante y aquella duda la aprovechó don Gonzalo para no permitir dudas.
_ Ya convendremos un día que nos interese introducirnos en el convento y trazaremos un plan-, añadió sin admitir una negativa.
_ ¿Qué esperáis encontrar allí? Yo no creo que en ese convento estén las respuestas que vos estáis necesitando.
_ Vos creéis que no, yo por el contrario estoy convencido de que sí. Y ahora si me disculpáis debo ir a la taberna, tengo un negocio que atender.
_ Sí yo también tengo que atender mis negocios, voy al convento a ver si con este boceto que acabo de obtener puedo reanudar mi trabajo.
_ Yo me voy a acercar por la casa de Constanza a ver si necesita alguna cosa-. Dijo don Jorge.
_ A ver a Constanza ¿eh?- Sonrió con picardía don Gonzalo que sabía bien que el verdadero motivo de la visita de su hermano menor a la casa de Constanza tenía como objetivo principal ver a su dama de compañía, Margarita, de la cual había quedado prendado.
Cuando don Gonzalo llegó a los alrededores de la taberna del Renco un hombre con atuendo por completo negro permanecía recostado sobre la misma puerta. Estaba muy concurrida la calle a aquella hora y esa circunstancia hacia difícil una emboscada, aún así permaneció alerta don Gonzalo hasta acercarse lo suficiente al individuo como para descubrir su identidad. Era el Capitán de la Guardia de Madrid.
_ ¿Me estáis esperando capitán?- Interrogó con un ápice de sorna.
_ No, pasaba por aquí, hay mucho ajetreo por la calle y he decidido permanecer en las cercanías, de paso también me ha llamado la atención ver la taberna cerrada a hora tan avanzada.
_ Hay más de cuatrocientas tabernas en Madrid ¿por qué se interesa vuestra merced precisamente por ésta?
_ No me resulta especialmente interesante, sólo que avanzado el día como es el caso, acostumbra a estar ya abierta, habréis tenido que atender algún asunto urgente a buen seguro.
_ Eso no os incumbe, en cambio cierto negocio si debe ocupar vuestra mente pues es asunto vuestro penetrar las razones y los instigadores de cierta celada y mandar a la cárcel a quienes matan a inocentes ciudadanos.
Se quedaron mirando muy fijos, mudos, el gesto del capitán de la guardia no tenía nada de amistoso, tampoco el de don Gonzalo irradiaba simpatía.
_ Vuestras palabras me ofenden, ¿acaso pretendéis desafiarme?
_ ¿Yo? Desafiar al Capitán de la Guardia sabiendo que los duelos están prohibidos, no puedo creer que me supongáis tan torpe.
_ Están prohibidos los retos sí, mas eso no os impide que los celebréis en contra del conde de Villamediana en pleno día y en plaza abarrotada.
_ Capitán estáis tan ofuscado por vuestra inepcia que continuamente caéis en error, ¿cómo iba yo a batirme en duelo contra un gran amigo de mi padre? No busquéis duelos inexistentes y encontrad a los asesinos de guante blanco que andan sueltos por las calles.
_ No me deis órdenes-. Dijo irritado el soldado y afianzó los pies en el suelo a la par que retiraba la capa mostrando hierro y liberándolo de posibles obstáculos. Su mano diestra tocó la cazoleta de la espada y el silencio empezó a pesar.
_ ¿Me retáis o sólo pretendéis asustarme?
No hubo respuesta, simplemente más silencio, miradas que se encuentran sin haberse perdido, los dedos que aprietan con más fuerza la empuñadura del arma y el capitán extrae con parsimonia la mitad del acero del tahalí.
_ En realidad tanto os da una cosa como la otra-, dijo don Gonzalo con ironía-, supongo que ya estaréis al tanto pero aún así os advierto de ello, no os tengo ningún miedo, por el contrario, me place esta situación-, tras sus palabras también su mano diestra viajó lenta hasta coger la empuñadura de la toledana.
Algunos transeúntes se dieron cuenta del inminente combate y se detuvieron curiosos, el capitán apreció esta circunstancia que en nada le convenía y envainó por completo la espada soltando su mano de la cazoleta.
_ Esto no quedará así don Gonzalo.
El primogénito de Francisco Espinosa el Renco imitó el gesto de su rival y permitió reposar la espada mientras asentía:
_ En eso lleváis razón capitán, esto no quedará así.
Quedó sólo silencio en el umbral de la taberna del Renco, y la profecía del silencio adivinaba cuentas mal pagadas y próximas pendencias nuevas.
Don Jorge llegó a la calle de don Juan de Alarcón y antes de llamar a la puerta inspeccionó los alrededores a ambos lados. Volvió a repetir el gesto justo antes de que se abriera la puerta y entonces sus pupilas dejaron de vagar por las cercanías de la casa y de buscar fantasmas para fijarse sólo en la celestial aparición, desde aquel instante solamente tuvo ojos para Margarita.
_ ¿Cómo sois vos quien abre la puerta? Tenía por cierto que debíais permanecer oculta aunque en verdad es un crimen mantener oculta tanta belleza.
_ Sabía que erais vos quien llamaba-, respondió tratando de no hacer caso del halago-, os vi llegar, pasad, Constanza está arriba en la sala de cumplimiento.
_ Gracias, pero en realidad también os quería hablar a vos.
_ En ese caso aquí estoy, ya me habéis hallado.
_ Os he traído unos obsequios, tortitas y algunos dulces de miel, espero sean de vuestro agrado.
_ Os lo agradezco Jorge mas no debierais haberos tomado molestia.
_ No supone molestia alguna, es un regalo para enternecer vuestro corazón porque quiero confiaros el mayor de mis secretos.
_ No me carguéis con esa losa caballero si me tenéis algún aprecio, agradezco vuestra confianza, mas un secreto es asunto delicado, hay personas que matan por conseguirlos.
_ Yo en cambio moriría por los vuestros y sólo mataría a quien quisiera conocerlos para no compartirlos.
_ ¿Qué conversación tenéis de muertes y matadores?- Interrumpió Constanza.
_ No os alarméis señora-, se excusó el caballero-, no he venido a quitar la vida a nadie tan solo a ver si estabais bien y si precisabais algo.
_ Don Jorge me iba a encomendar un secreto y yo me resisto pues no soy persona apropiada. Quizá debierais señor, ponerlo al cuidado de Constanza que es dama avezada.
_ No es a Constanza a quien deseo confesar el asunto que pugna por salirse de mi pecho sino a vos, sin embargo no tengo inconveniente en que lo oiga pues así quedará constancia de mi buena voluntad e intenciones.
_ Querida Margarita creo yo que este caballero padece mal de amores y dicha enfermedad con todos sus padecimientos sois vos quien se los provoca aunque también podéis facilitarle remedio.
Margarita bajó la mirada mientras cierto rubor acudía a sus mejillas.
_ Constanza-, dijo Jorge tratando de dar a su voz un aire de dignidad excesivo-, os pido permiso para visitar esta casa con la pretensión de homenajear a vuestra camarera.
_ Es a Margarita a quien corresponde consentir o disentir, y por cierto os dejo solos para que lo habléis con comodidad.
_ No, no os vayáis señora, tengo miedo, me siento muy honrada de vuestro interés don Jorge pero
me aterra el amor, me ilusiona y sin embargo me asusta.
_ A mí me asusta vuestra belleza sin limites. Me atraen vuestros cabellos, vuestros ojos, vuestra nívea piel, el delicado calor de vuestras manos, la cadencia de vuestro pecho al compás de la respiración. Sois tan bella, amada Margarita que temo seáis para otro y no para mí.
_ Si no soy para vos no seré para nadie, aunque os parezca extraño ya he muerto una vez para no ser de nadie, mas querido caballero, debéis ser paciente y ahuyentar mis miedos día a día.
_ Así será, vendré cada día a ahuyentar el miedo, a traer mis regalos y mil requiebros, a enamorar vuestro corazón y morir con el deleite de vuestra belleza.
Un beso tan puro como un lirio en primavera selló la conversación y transcurrió el resto de la mañana entre susurros, risas y tímidas caricias. En esta ocasión el silencio profetizaba amores venideros intensos y dichosos.
Uno tras otro fue rompiendo los apuntes y alcanzando grado superlativo su mal humor. En un bastidor que reposaba en un caballete había montado el boceto que realizó en la calle tomando como modelo al muchacho judío y ahora, trataba de fabricar otro borrador, ya definitivo o con aspiraciones de serlo, tomando aquél como modelo. Manejaba espátulas y pinceles, tierras de colores y aceites, pero no alcanzaba por completo el objetivo. Consiguió rostros expresivos, bellos, dolidos, el último fue realmente interesante, reflejaba el mismo instante del óbito y conseguía dar vida y muerte a la composición, sin embargo no estaba por completo satisfecho.
Otro caballete distinto y otro bastidor y ahora tenía los dos bocetos, uno junto al otro, uno en rápido blanco de plomo y negro de carbón que reflejaba el gesto dolorido de un joven judío; otro en sofisticadas pinceladas de colores contrapuestos, pálido rostro de amarillo lánguido, cabello oscuro bermellón ennegrecido, ojos cerrados, dolor difuminado entenebrecido, mostrando al rey de los judíos.
_ No es esto lo que busco, necesito que los dos se fundan en uno solo, fusionar ambos, eso es-. Y comenzó a montar otro lienzo en otro bastidor y de repente a sus espaldas un crujir de sedas destrozó el silencio. Se volvió sin saber si la prenda que había causado el sonido era la sábana de un espectro o la túnica de una novicia y vio apenas el último movimiento de un hábito que al caer al suelo ocultó los pies y los tobillos y descubrió un mundo de blancura tibia y suave. Una ninfa en todo su esplendor.
Al ver desnuda a Helena comprendió que ella no debía estar allí, quizá tampoco él debía estar en aquel lugar, sin embargo la belleza de la sirena ya lo había engatusado, no debían estar allí, así, pero estaban, y pensó en lo sumamente débil y frágil que era mientras rodeaba la cintura de la religiosa y se dejaba llevar por los fervores del amor más apasionado hacia un suspiro de infidelidad.
Y así un día más la pintura quedó inconclusa, un día más había cometido una grave infracción de las normas mundanales que en algún instante de su existencia debería pagar.
Abandonó el convento de Santa Águeda abrumado por la preocupación y a la vez ahíto de hermosura y de sexo, se hallaba en pecado mortal y únicamente ante Dios podía confesar aunque no se arrepentía, no había hecho acto de contrición ni tenía absolutamente ningún propósito de enmienda. Sabía que regresaría al convento, sabía que volvería a pecar, tenía que terminar aquel dichoso lienzo de tema religioso y sólo era capaz de pensar en las nalgas redondas y níveas de Helena apoyadas contra el gris oscuro de su hábito convertido en sábana.
Y sólo al sentir la brisa fría del atardecer y alejarse del convento de las arrecogidas se absolvió a sí mismo de su gran culpa.
_ Venus, mi Venus ángel en forma de mujer que me conduces a la contemplación de la hermosura y al pecado, soy preso de tu belleza, siempre cautivo de mi Venus desnuda frente al espejo de plata de Cupido.
Enmudeció el joven artista y la profecía del silencio aventuró esperanza, amor, pasión y desenfreno, además de lienzos desnudos repletos de mensajes que, misteriosos, perdurarían por los siglos de los siglos.
El Capitán de la Guardia de Madrid caminaba a buen paso en dirección a la calle de las Infantas. Los cuatro soldados que le acompañaban, don Juan Díaz de Quiñones y los dos familiares de la inquisición que formaban el resto del cortejo, debían esforzarse por seguir su paso y no perder su estela. Diego Silva y Velázquez vio al grupo caminando en procesión y supo que finalmente el maestro había denunciado a la familia del niño judío ante el Tribunal de la Inquisición.
Apenas llegaron todos los componentes de la extraña comitiva bajo la figura del Cristo que en teoría había sido azotado y ultrajado por los habitantes de la casa, los soldados empuñaron sus armas y los familiares de la inquisición alzaron sus bastones. En tres ocasiones golpeó el Capitán de la Guardia la agrietada y oscura madera de la puerta. Al poco abrió un hombre que al ver quien le aguardaba en el exterior palideció por completo.
_ Sois vos Fernán Vaez dueño de la mercería-. Interrogó el Capitán.
_ Sí señor yo soy Fernán-. Respondió amedrentado el comerciante-. ¿En qué puedo serviros?
_ Y ¿se halla en la casa la tal Isabel Núñez Alonso que es vuestra esposa?
_ Sí, aquí está.
_ Pues debéis acompañarnos ambos, se os acusa de herejía y seréis interrogados por el Santo Oficio.
No cabía más miedo en el alma del portugués cuando dejó a sus hijos al cuidado de otro miembro de la familia y junto a su esposa abandonó la casa. Isabel parecía más serena que su marido, quizá el simple hecho de ser mujer le confería un aire de dignidad aunque tal vez la procesión fuera por dentro. En ningún instante alteró la mujer el gesto de su rostro ni mostró señal de encontrarse amedrentada. Las palmas de las manos mirando al cielo, los ojos entornados, la sonrisa incompleta y una larga y desordenada cabellera agitada por el viento imaginario ciñó la túnica al cuerpo acentuando la perfección de sus formas. No volvió la vista atrás, por el contrario sí lo hizo Fernán, precisamente en el instante que pasaban junto a Velázquez se giró y observó su calle, su casa, como si pretendiera guardar las imágenes en el archivo de su memoria temiendo que no iba a volver a disfrutar de ese paisaje. No disfrutó de su postrera mirada pues apreció, bajo el crucifijo que presidía la entrada a su morada, a toda su progenie lloriqueando y cuando los plañideros suspiros dejaron de oírse sólo quedó silencio.
Y el silencio barrió las calles con su profecía de fuego, dolor y muerte.

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