martes, 2 de febrero de 2010

Caitulo I: El sepelio de dos héroes.


fotografía publicada bajo licencia de Creative Commons, autor Inthesitymad.


Os dejo aquí el capítulo I de "La profecía del silencio" es el primer episodio que nos lleva al año 1625 dos héroes han muerto y van a ser sepultados en el convento de las Arrecogidas.




Se cruzan las voces de los muertos con el fragor del agua de los ríos inferiores del paraíso que desembocan en la eternidad.
Fernando Sánchez Dragó. “La prueba del laberinto”





CAPITULO I
El Sepelio de dos héroes
(15- 10- 1625)
Las campanas de la iglesia de San Antón tocaron a muerto.
Una fina lluvia comenzaba a caer. El lamento fúnebre de los tañidos instiló de tristeza al viejo Madrid de los Austrias, en el cual la vida se organizaba por los sonidos de los bronces de sus iglesias, que no sólo dictaban los horarios, sino también cuando debían sus habitantes estar tristes y cuando alegres.
La ceremonia religiosa, oficiada por el nuevo abad superior de la Congregación de San Antón, que ocupó el puesto del difunto hermano Pascual, había sido breve aunque solemne; el silencio respetuoso de los asistentes al templo fue completo, tan sólo interrumpido por las palabras del sacerdote y tímidamente cuestionado por los sollozos ahogados de Constanza y de Catalina, anteayer esposas, hoy viudas de Alejandro Tordesillas, Capitán de la Guardia de Madrid, y de Francisco Espinosa el Renco, respectivamente.
Don Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, también asistió, compungido de dolor, al entierro de los dos héroes, y contaron mil hablillas y rumores que circularon durante algún tiempo por los mentideros de la capital, que el propio Rey, don Felipe el IV y la Reina, su esposa, doña Isabel de Borbón, también estuvieron presentes en el oficio religioso celebrado en honor de los dos valientes finados, si bien permanecieron ocultos en un oscuro y discreto palco, escondidos de las miradas del populacho y manteniendo así sus lágrimas y su tristeza en secreto.
Concluida la ceremonia, seis guardias impecablemente uniformados con atavío de gala, trasladaron a cada uno de los féretros hasta sendos coches fúnebres ornamentados con cortinas de seda oscura y crespones de luto, tirados por cuatro briosos corceles negros. Constanza y Catalina, las apenadas viudas, aunque la distancia a recorrer era brevísima y lo sabían, subieron al pescante de los carruajes para cubrir el último camino acompañando a sus esposos. El propio Olivares se situó inmediatamente detrás de los coches para abrir la comitiva de acompañamiento; los familiares, allegados, caballeros y cortesanos formaron una hilera a la diestra del cortejo, tal y como era lo habitual en estas situaciones; las damas construyeron otra fila a la siniestra, era lo apropiado y acostumbrado; detrás, amalgamados sin orden ni concierto, pero con profundo respeto, el vulgo en general: curiosos, mendigos, matachines y valentones, criados y bufones, ex compañeros, ex soldados, espadachines a sueldo, amigos y enemigos, tan sinceros como discretos.
Y vio el Conde Duque, a su retaguardia, como se situaban el hermano Emilio, nuevo abad superior de San Antón, y la madre superiora de la Congregación de Santa Águeda, ocupando el lugar que les correspondía en la comitiva, e inmediatamente detrás apreció las figuras solemnes y oscuras del Capellán Real y del Obispo de Madrid y primer juez de la Inquisición, fue entonces cuando el rictus de dolor de su rostro y su gesto de quebranto, se convirtió en arrebato de ira.
_ Aguarden un momento-, ordenó al sargento encargado de mandar la compañía de guardias y alabarderos que debían abrir el cortejo, y tras dar esta orden se dirigió hacia atrás con paso airado deteniéndose junto al nutrido grupo de religiosos. Su mirada era gélida, fría como hielo, y era la única parte de su cuerpo que acusaba frío, pues el resto ardía de rabia. El ala ancha de su oscuro sombrero se elevó y sus ojos buscaron sin disimulos ni concesiones los del Capellán Real y más adelante los del Obispo, después de dedicarles tres segundos exactos a cada uno de ellos, su mirada se centró en la del Capellán Real y espetó:
_ Caballeros-, se dirigió a ambos aliviándoles del tratamiento religioso con absoluta intención-. Si bien dentro del templo no tengo autoridad, ni soy persona apropiada para permitir o negar la entrada o la asistencia a los oficios religiosos, por el contrario aquí afuera sí tengo autoridad y voy a ejercerla. Como ministro del rey y como familiar directo de uno de los finados les ruego, o mejor aún, les ordeno, que no ensucien con su presencia este doloroso momento-, dejó de hablar y sin embargo continuó observándoles con frialdad y desprecio.
Todo en su actitud evidenciaba que les atribuía a aquellos frailes la responsabilidad de la muerte de los dos caballeros. Y en realidad, ni siquiera él sabría si le había molestado más la muerte de Alejandro Tordesillas, o que se hubieran saltado su jurisdicción para resolver el problema por éste suscitado.
_ Pero señor, nosotros...- fue el Obispo quien intentó balbucear una disculpa con sabor a sorpresa, mas el Capellán Real con un gesto airado de su mano diestra le obligó a callar, y llevando la mano despacio a la cruz dorada que brillaba en su pecho, añadió muy digno y sereno:
_ Debemos acatar el deseo expreso de la familia, será nuestra forma de exteriorizar nuestro respeto por los desaparecidos y manifestar nuestro dolor- dicho esto se retiraron ambos del cortejo fúnebre y se cobijaron en el interior del templo seguidos por la atenta y retadora mirada de Olivares.
Una vez hubieron desaparecido en el cobijo de los santos muros, el señor Gaspar de Guzmán recobró su elegante compostura y haciendo alarde de ella se dirigió al abad superior de San Antón y a la madre superiora de Santa Águeda.
_ Disculpen este desagradable incidente impropio de un acto como el que nos ocupa, les invito a hundirlo en el más profundo de los olvidos, así como también mis... momentáneos bruscos modales-, sin esperar respuesta se marchó con paso lento pero firme, ocupó el lugar preeminente que le correspondía en el acompañamiento y dirigiendo su mirada, ligeramente más cálida ya, al sargento de la guardia, asintió con gesto grave autorizando el comienzo del desfile.
No fue largo el paseo, apenas a setecientos metros del templo de San Antón giró la comitiva a la izquierda para bajar por la calle de las Infantas y de nuevo girar a la izquierda en la primera boca calle para transitar por la calle de San Antón y recorrer otros setecientos metros, hasta llegar a la entrada del huerto situado en la parte posterior del convento de Santa Águeda.
En aquel huerto había dos tumbas recién escavadas bajo la apacible sombra de un tilo. Entre respetuosos silencios y dolorosos lamentos, los dos ataúdes fueron introducidos en las fosas, cuatro frailes comenzaron a cubrir los féretros devolviendo la tierra húmeda a su lugar de origen, cuando los túmulos estuvieron terminados, los asistentes al sepelio se fueron marchando.
Quedaron los familiares más próximos que eran a su vez los más compungidos, al menos en apariencia, y también el abad, la superiora, y el valido Olivares. Al finalizar el murmullo de la última oración, los dos hijos del Renco, condujeron a Catalina, su madre y reciente viuda, hasta su casa en la calle de las Flores; el abad y la superiora desaparecieron con discreción y presteza en el interior del convento por una puerta bien disimulada entre los árboles del huerto; Constanza se resistía a abandonar el camposanto, ella sentía que todo cuanto tenía en el mundo yacía en aquella tumba, cuando en verdad, no era así, no, no era así.
Un vómito amargo y silencioso recorrió su esófago, la bilis que devolvía no era producto de su desmesurado dolor, ni producto de una repentina enfermedad, sino de su embarazo. El ser que comenzaba a brotar de sus entrañas sí era lo único que tenía en este mundo y se cruzaban las voces de los muertos con el fragor del agua de los ríos inferiores del paraíso y la vida se confundía con la muerte en aquel camposanto. Olivares le facilitó un pañuelo de seda, impregnado de un delicado perfume, para limpiarse el rostro de lágrimas, saliva y hiel; entre tanto consiguió convencerla de la necesidad de marcharse y, gentil, la acompañó para darle consuelo. Alejandro Tordesillas Capitán de la Guardia de Madrid y Francisco Espinosa el Renco, quedaron allí para siempre, sus cuerpos maltrechos vilmente acuchillados y mal remendados descansaban con dos metros de tierra madrileña sobre sus valientes pechos. Quedaron allí enterrados para siempre sus cuerpos, sí; mas no así sus atormentadas almas.
Apenas pasada la media noche Constanza consiguió conciliar el sueño. Fue entonces y sólo entonces cuando el conde duque de Olivares abandonó su compañía, afuera seguía lloviendo, era una molesta y monótona llovizna que por instantes crecía en intensidad y molestia y monotonía, por suerte para don Gaspar Guzmán, en la misma puerta le aguardaba su coche, el único de Madrid provisto de cristales. El coche recorrió la calle Don Juan de Alarcón, bajó por la calle de Santa Catalina y enfiló por la calle Ortaleza hacia la Puerta del Sol. Ordenó el viajero detener la carroza justo entre la iglesia de San Antón y la de Santa Águeda, a través del vidrio mojado se pudo ver como fijaba sus tristes ojos en la figura de San Antón que presidía la entrada de la iglesia, y a la par sus labios se movieron bajo su cuidado bigote murmurando algo; ¿una oración?, ¿una petición?, ¿una disculpa?, ¿una arrepentida jaculatoria? Sea cual fuere el asunto de su susurro fue un secreto que el cristal de su coche salvaguardó al igual que a su cuerpo salvaguardaba de la lluvia, y así, sólo él y San Antón conocieron de su existencia y contenido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sólo para que sepas que por fin he dado de nuevo con tu blog, que no sé que le pasó a la pestaña de marcadores y no conseguía encontrarlo, y ahora he llegado a través del de Ana. Tengo que leerte despacito, que me encanta cómo escribes.
un beso, Ángel