jueves, 23 de agosto de 2012

Añagazas del tiempo y la memoria


Es 23 de agosto, Santa Rosa de Lima, una fecha especial en mi primera novela Silbando en la oscuridad. Coinciden en ella el cumpleaños y elsanto de una de las protagonistas y el aniversario de un terrible accidente de tráfico.

Os dejo completo el capítulo XVIII: Añagazas del tiempo y la memoria, que se inicia con una cita brutal del libro Tensión, escrito por el Doctor Christiaan Barnard.


Desenrolló una tira de papel higiénico y la dobló varias veces. Miró aquella cosa que estaba en el borde del asiento. Era rosada y lisa, con la cabeza muy grande y los miembros pequeños . . . Debía estar al principio de su duodécima semana.

Lo miró y vio que era varón. Empleó el papel doblado para empujar a su hijo dentro de la taza, arrojó igualmente el papel y soltó el agua del depósito volviéndose de espaldas.

TENSION Dr. Christiaan Barnard


Capítulo XVIII: Añagazas del tiempo y la memoria


Oscuridad y silencio.

Una gota de sudor resbalaba sin prisa por la frente, ni siquiera el extenuante calor de agosto impedía su profundo letargo. A las once en punto sonó el despertador. Situado frente al espejo, únicamente una silueta borrosa pudo percibir. La imagen fue enfocándose con paciencia sublime. Los ojos hinchados por la falta de sueño, barba de dos días, facciones demacradas. . . debería darse una ducha fría para despertarse por completo.

_ Parezco un muerto viviente- murmuró dirigiéndose a la bañera.

Media hora después salía del agua, se vistió y se echó a la calle. La expectación por el fenómeno astronómico era increíble. El tráfico estaba paralizado, la gente nerviosa corría con artilugios varios para presenciar el suceso sin dañarse. Las gafas especiales para observar el eclipse estaban agotadas en todas las ópticas desde hacía varias semanas.

La Taberna del Renco estaba abarrotada, todos los clientes decidieron hacer coincidir el tiempo de su almuerzo con la hora del eclipse. De repente, la muchedumbre salió a la calle, parecía un ejército perfectamente adiestrado y sincronizado, ejecutando una orden. El local, antes repleto y ruidoso, quedó así en silencio y soledad.

Álvaro y Rosa quedaron justo en el umbral de la puerta, no pretendían ir más allá, pero tampoco les hubiera sido posible avanzar más entre la muchedumbre. Iban armados con unas lentes especiales para el acontecimiento.

A las doce en punto la temperatura descendió de improviso, la luz se apagó, anocheció y reinó un silencio expectante. El sol comenzó a desaparecer y diez minutos después se apagó por completo. La luna eclipsando al astro rey. En el cielo oscuro había un ojo brillante, como si un cíclope gigantesco observara la tierra antes de atacarla y engullirla. Había un disco oscuro, la pupila, rodeado de una orla roja incandescente, el iris, y un halo blanco de la corona solar en todo su esplendor, la esclerótica. Álvaro susurró al oído de Rosa:

_ El sol es cuatrocientas veces mayor que la luna, sus diámetros coinciden porque está cuatrocientas veces más lejos.- Percibió el olor a café de aquel cabello negro, sintió la suavidad de sus mejillas en su piel, y ese contacto, incrementó la belleza del eclipse.

_ Gracias por la aclaración- murmuró Rosa-, el fin del mundo es precioso, ¿no crees?

Se habían abrazado sin apenas darse cuenta, comenzaba a verse de nuevo el sol, lentamente, como un nuevo amanecer, volvió la normalidad. Todavía llevaban puestos los absurdos lentes cuando se besaron. Alguien pasó a su lado diciendo:

_ El mundo sigue, regresen a sus trabajos, todo sigue igual, con su grandeza y su miseria, con problemas insolubles y multitud de buena gente sufriendo en silencio.

Cuando sus labios se despegaron Rosa dijo:

_ Ya has cumplido tu promesa, ahora debo seguir trabajando, el mundo sigue adelante.

_ Y yo debo continuar durmiendo, esta noche trabajo de nuevo.

_ ¿Soñarás conmigo?- preguntó ella mimosa.

_ Te lo prometo.- Y otra vez se besaron aunque ya sin los baratos espejuelos molestando en sus rostros.

Rosa fue a casa a la hora de comer pero no quiso despertarle. Dormía plácidamente abrazado a la almohada, con la expresión relajada de un niño, parecía haber ahuyentado a sus fantasmas de forma definitiva, expulsado a los demonios de su conciencia. Así podría descansar sin pesadillas ni sobresaltos.

Cuando despertó, Rosa ya se había marchado, así eran sus vidas durante seis días a la semana, convivían bajo un mismo techo sin apenas verse. Pasó por la Taberna del Renco antes de incorporarse a su puesto, ya no tomaba coñac, a ella no le gustaba que lo hiciera, tomaba un café a su gusto: “Caliente, amargo, fuerte y abundante”, y se llevaba un termo lleno para templar los ánimos en la larga noche de vigilia.

Caminó hasta el convento, ese día cuando Álvaro llegó al trabajo supo que algo no iba a funcionar bien. Fue un presentimiento traducido posteriormente en certeza. Estaba destinado a saborear el miedo de las sombras, no en vano era el día del eclipse total de sol, el día del fin del mundo.

En la primera ronda ya experimentó esa desagradable sensación de ser observado, la inquietante certeza de no estar solo, de ser secretamente acompañado, espiado. En la siguiente ronda, encontró algunas luces encendidas, esas mismas que él había dejado apagadas, puertas abiertas, las cuales él había cerrado.

Sus músculos ya estaban tensos, sus nervios a flor de piel, cuando hizo la tercera ronda. Conforme avanzaba por los pasillos sonaban los teléfonos. No todos al mismo tiempo, como si se tratara de una avería, no, siempre el teléfono del despacho de su izquierda, una sola llamada, y se cortaba. Continuaba avanzando por el pasillo, otro despacho, otra solitaria llamada, un solo tono y se cortaba. Y así en todas y cada una de las oficinas del edificio. Finalizada la ronda se derrumbó en la silla, asustado. Volvieron los recuerdos angustiosos, sofocantes. Viejos temores nublaron sus ojos, vívidas pesadillas atenazaron la boca del estómago. Un tic nervioso de repente en la comisura del labio. Quedó solo, bajo la luz de la linterna, silbando en la oscuridad, con el alma de un difunto entre las manos trémulas, y la bestia visceral del miedo en las entrañas. Él lo ignoraba, pero hacía tres siglos y medio, en el transcurso de un eclipse total de sol, hubo una extraña muerte en el convento de las Arrecogidas.

Ruido.

Un ruido estrepitoso se escuchó en la escalera, a su espalda. Alguien bajaba a toda prisa los peldaños metálicos, provocando un gran escándalo. Salió corriendo decidido a ver de quien se trataba, pero allí no quedaba nadie. Se situó frente a la escalera, desenfundó el revolver y apuntó al vacío. Su corazón desbocado pugnaba por reventar el pecho y escapar, los ojos desorbitados de terror.

No vio nada, pero al tiempo que cesó el ruido, con el último eco de la última pisada en el último peldaño, notó algo frío, una fuerza helada empujándole, haciéndole perder el equilibrio y caer. Aturdidos los sentidos, no por el golpe, sino por lo ocurrido, logró levantarse no sin esfuerzo y se encerró en la garita con llave.

Tensión, angustia, frío. ¿Por qué el frío es compañero inseparable del pánico? Resultaba difícil no dejarlo todo, abandonar el arma y el uniforme allí mismo, tirarlos y salir corriendo, huir. Sin embargo decidió quedarse quieto, no haría más rondas, ignoraría cuantos sonidos se produjeran, no levantaría la vista más allá del pequeño habitáculo donde se encontraba.

Dejaría transcurrir la noche, incluso estaba dispuesto a dejarse vencer por el cansancio si éste llegaba y entregarse al sueño, estaba firmemente decidido a dejar pasar el tiempo sin más... pero si había más. El viento había desatado las maromas que mantenían aferrados a los fantasmas y éstos se disponían al aquelarre.

Por una de las cámaras interiores pudo ver diez o doce figuras vestidas con hábitos oscuros, eran monjes, no se apreciaban sus rostros pues estaban cubiertas sus cabezas con las capuchas de los balandranes. Los uniformes negros con los cordones morados, coincidían con la vestimenta de la congregación de San Antón. Desfilaban en procesión por el pasillo que desembocaba en la puerta trasera del edificio, despaciosamente. Al llegar al portón, que estaba cerrado con llave y cuya única llave permanecía en el bolsillo del vigilante, salían a la calle sin necesidad de abrir el postigo, atravesándolo. Después, ya en la calle, desaparecían, la cámara exterior no recogía sus imágenes, como si hubieran atravesado una barrera invisible, como si hubieran pasado a un mundo paralelo, a otra extensión del tiempo, a una desconocida dimensión.

Álvaro estaba realmente aturdido, nunca hubiera creído posible aquello que estaba sucediendo, había oído ruidos, voces y extrañas risas, había sentido el impacto de una gélida fuerza derribándole, había visto encenderse solas las luces y volverse a apagar inexplicablemente, pero nunca jamás hubiese pensado en la posibilidad de ver fantasmas a través del circuito cerrado de televisión. Estaba viendo espectros del pasado, eso eran exactamente aquellas figuras, eso eran las imágenes arrojadas a través del monitor. Fantasmas.

Tras un breve paréntesis, comenzaron a verse hábitos negros con las esclavinas blancas, uniforme éste de la congregación de Santa Águeda, al igual que los anteriores, llegaban a la portezuela, la atravesaban y se diluían. Una docena de éstas nuevas apariciones desfilaron parsimoniosas, tras ellas, un hábito completamente blanco con una cruz dorada en el pecho y una cogulla blanca con esclavina negra, vestimenta propia del Abad Superior de San Antón y la Madre Superiora de Santa Águeda y finalmente un caballero negro con amplio sombrero, con el cual se mantenía oculta su identidad, como la de todos los demás aparecidos.

_ ¡La procesión de Arrecogida!- murmuró Álvaro tan perplejo como asustado.

Suplicó la misericordia de que el reloj llegase pronto a marcar la hora de salir, pero tardaron tanto en llegar las siete de la mañana como nunca habían tardado, y cada segundo fue un tormento, cada minuto un martirio, cada hora una pena estoicamente sobrellevada. El tiempo carecía de prisas, una milésima solicitaba permiso a otra para transcurrir. Finalmente llegó la demostración patente de que todo pasa y todo llega, y así las agujas del reloj alcanzaron el tiempo de la liberación.

Rosa tenía el desayuno preparado y dispuesto sobre la mesa, como todas las mañanas. Adivinó enseguida, nada más verle, las penurias nocturnas sufridas por su compañero de piso, traía grabado en el rostro el sobresalto y el dolor.

_ Tómate el café y olvídalo todo- dijo sin más preámbulos.

_ No puedo olvidar, es imposible. En ese edificio, muertos y vivos pasean cogidos de la mano, el tiempo se detiene y las pesadillas son eternas. Además, lo percibo, según voy aproximándome al edificio ya sé como van a ir las cosas, lo presiento, es como si yo fuera parte del pasado o del futuro de esa construcción, pero donde no encajo y, eso es seguro, es en el presente. Ése no es mi lugar, o tal vez sea mi sitio pero en todo caso, no mi tiempo. No lo sé, me vuelvo loco por momentos.

Rosa cogió sus manos frías y temblorosas y le habló con extrema suavidad:

_ Debes encontrar una solución, tomar una decisión. Si no puedes trabajar a gusto allí debes dejarlo.

_ No, ya llevo casi cinco meses en ese servicio, debo aguantar, resistiré un poco más, conseguiré soportar seis meses para obtener la renovación del contrato, y una vez firmada la prórroga pediré el traslado o pediré el turno de día.

No se habló más del asunto, las noches siguientes fueron más tranquilas, incluso, en días posteriores, Álvaro se permitió bromear sobre el asunto diciendo:

_ El eclipse alteró a los fantasmas, ahora ya se han calmado.

Transcurrieron calurosos los días y tensas las noches. Pasó la Virgen de la Paloma, y llegó Santa Rosa de Lima, fecha de la onomástica y aniversario del nacimiento de Rosa, todo ello por causa de la antigua tradición de bautizar a los hijos con el nombre del santo del día en que nacieron.

Aquel día, estaba escrito, sería feliz para ambos. Cogieron el día libre en sus respectivos trabajos y se dispusieron a pasarlo juntos, celebrándolo sin grandes alardes pero unidos. El mejor regalo recibido por la chica, llegó hacia las diez de la noche, justo cuando pensaba que ya los había abierto todos.

Estaban en casa después de la cena, charlaban entre risas y copas de champán. Álvaro, bromeaba respecto al signo del zodíaco de su compañera.

_ ¿A qué hora naciste?

_ A las ocho de la tarde.

_ Entonces eres virgo por cuatro horas. La constelación de virgo empieza a las trece horas cincuenta y un minutos del día 23 de agosto. Según la teoría deberías ser intuitiva, creativa, perfeccionista, son características de los nacidos bajo el signo de virgo. Pero en realidad debes de tener un carácter conflictivo, porque reunirás caracteres del signo de leo también, no en vano has nacido en la frontera entre la quinta y la sexta constelación.

_ No creas que a mí me llama mucho la atención el tema del zodíaco, ni el rollo ese de los horóscopos.

_ A mí sí me gusta, cuando me pronostican algo bueno creo en ello a pies juntillas, en cambio, si se trata de algo malo, no me lo creo, además ser supersticioso trae mala suerte.

_ Por cierto, tú ¿qué signo eres?

_ Bueno eso es una larga historia- dijo Álvaro dándose importancia-, te haré un resumen para no aburrirte: Mi madre, en el año 1968, fue muy buena, se portó muy bien y así los Reyes Magos de Oriente le trajeron un buen regalo, el mejor premio que ella podía soñar. Yo. Nací el día seis de enero, así pues soy capricornio.

_ Y ¿ cómo compaginan una virgo casi leo y un capricornio?

_ No lo sé, ni me interesa conocerlo. Sé que tú y yo congeniamos y nos llevaremos siempre bien, porque eres la chica más maravillosa del mundo.

_ Gracias, eso merece un sorbito de cava.

Alzaron las copas, chocaron los finos cristales derramándose unas gotas del líquido ámbar, bebieron con los brazos entrelazados, después, cuando el amargo sabor de las burbujas jugueteaba en el paladar, desenlazaron los brazos y entrelazaron los labios.

Tras el beso separaron sus rostros, quedaron a escasos centímetros, mirándose fijamente, Álvaro dijo:

_ Te quiero Rosa, me he enamorado de ti- Rosa, sonriendo complacida contestó:

_ Ese es el mejor regalo de cumpleaños que podías hacerme.

Álvaro se dejó seducir por la felicidad, sólo al final del día su memoria lo traicionó. Era 23 de agosto, fecha cruel, hoy se cumplían nueve años del dramático accidente.

Reverberaba en sus oídos un rock suave elegante y sensual, el sabor de la sangre mojaba su garganta, el dolor por los amigos perdidos rompía su alma.

Se levantó y se fue al baño, no quería que Rosa le viera llorar.

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