martes, 5 de julio de 2011

Capítulo XIX: Potro, toca y garrucha


Si un vengativo dios había enviado todos los fuegos del infierno sobre
quienes tan solo habían atentado contra sus propios cuerpos, ¿qué
castigo reservaba para quien, como él, había acabado por capricho con
la vida de tantos desgraciados cuyo único pecado digno de ser tenido
en cuenta era el de haber amado en exceso a un dios de carne y hueso?

Alberto Vazquez Figueroa. “El rey leproso”


CAPÍTULO XIX
Potro, toca y garrucha

(11-11-1625)


Podía ser letal.
La tortura de la Inquisición podía llegar a matar, Fernán y su esposa
lo sabían e iban a pasar largas horas en un edificio siniestro del cual tal
vez no salieran jamás. Su vida ahora corría peligro, el triste blanco y
negro y gris en que se había hundido su existencia pronto se teñiría de
rojo, del escarlata del dolor, del coral del fuego, del bermejo del sufrimiento.
El Inquisidor General en persona, acompañado de los seis miembros
de su consejo, inició el interrogatorio, ¿tan graves eran sus delitos? Las
piernas flaqueaban a la par que la entereza, el valor se tambaleaba al
mismo tiempo que sus oportunidades. Y así, la voz siniestra de uno de
los jueces de la suprema tronó en el salón.
– Fernán Vaez e Isabel Núñez Alonso, se os acusa de graves delitos
contra la cruz y la fe verdadera, habéis participado en ritos heréticos
propios de otras religiones y en vejaciones a Dios nuestro señor ¿os
declaráis culpables o inocentes?
– Inocentes excelencia-. Acertó a decir Fernán henchido de pavor-.
Quien os haya informado de semejante despropósito ha incurrido en
error lamentable.
– Entonces negáis haber azotado, maltratado e insultado la imagen
de Cristo en la cruz que preside vuestra mercería.
– Nosotros no hacemos tales cosas señor, adoramos la cruz como
vos y abrazamos la fe cristiana.
– Y ¿pretendéis que os creamos?
– Pretendemos decir la verdad y que nos sea oída.
– Entonces, ¿no confesáis vuestra culpa y os reafirmáis en vuestra
pretendida inocencia?
– Así es, somos a todas luces inocentes.
El juez de la suprema cruzó la mirada con el Inquisidor General y
éste hizo un asentimiento con ojos, barbilla y testa, tras esa leve señal
se levantó de su escabel sin pronunciar palabra y abandonó la habita-

ción seguido por cinco jueces entre los cuales se hallaba el Obispo de
Madrid, el otro, el que había llevado la voz cantante en el breve interrogatorio
permaneció allí, en pie, serio y amenazante. Cuatro familiares
de la inquisición condujeron a Isabel a una celda y otros tantos llevaron
a Fernán a una oscura sala de interrogatorios, a la temida cámara
del tormento.
El juez de la suprema, los cuatro familiares de la inquisición y el verdugo
eran su siniestra compañía. El verdugo procedió a desnudarlo dejando
sólo tapadas sus vergüenzas tal como ordenaba el procedimiento,
después los familiares de la inquisición lo tumbaron en el potro y
mientras el torturador preparaba las cuerdas y poleas el juez de la suprema
preguntó:
– ¿Vais a decir verdad y confesar vuestra culpa así como a informar
del nombre de vuestros colaboradores en los ritos prohibidos o por el
contrario nos obligareis a daros tormento?
– Ya he dicho verdad, tened piedad de mí que soy inocente y nada
puedo confesar a vuestra excelencia.
El verdugo rodeó su cuerpo con la cuerda apretando bien en pecho
y estómago, luego sujetó sus brazos y piernas por varios puntos a
mancuerdas que terminaban en poleas. Ciñó el verdugo con fuerza las
correas y la presión en pecho y vientre cortó por un momento su respiración.
Aquel instante, pórtico del dolor y del miedo lo aprovechó el inquisidor
para interrogar de nuevo:
– ¿Os confesáis culpable de herejía y práctica de ritos prohibidos?
– Soy inocente excelencia, os lo juro, por favor creedme.
– Por no haber confesado verdad se os aplicará tormento y sabed
que si murieseis o quedarais mutilado no sería culpa del Santo Oficio
sino de vuestra terquedad en mentir-, hizo una leve pausa para luego
ordenar con tono enérgico-, dad una vuelta.
El verdugo ejecutó la orden y la cuerda empezó a morder la piel del
reo al tiempo que se oprimían más pecho y abdomen. Sabía el torturador
que una vez comenzado el castigo la precipitación y la prisa eran
malas consejeras, una vez atado el acusado al potro el procedimiento
determinaba un plazo máximo de una hora y cuarto de tortura y ese
tiempo debía de saberse administrar, las vueltas de las poleas debían
ser lentas, muy lentas, para que de ese modo la maroma rompiera la
piel, rasgara la carne y quebrara venas y tendones. También había un
orden que al verdugo le gustaba seguir por su capacidad de proferir
daño y quebrar voluntades, la primera vuelta en el muslo de una pierna,
la segunda en el de la pierna opuesta, la tercera y cuarta en los
brazos para luego continuar con las espinillas. A cada vuelta de polea le
sucedía una pregunta del inquisidor y si la respuesta no era la esperada
se ordenaba otra vuelta; y así un giro tras otro el dolor que cualquier
detenido experimentaba era insoportable. Las muñecas y los
hombros de Fernán estaban a punto de dislocarse, el pecho y el estómago
no soportaban más presión y ardían al borde mismo de la explosión,
le resultaba difícil respirar y cuando lo hacía las cuerdas apretaban
con más saña.

Ocho vueltas de cuerda en el potro fueron necesarias para conducirle
a un abismo de dolor y terror y una vez cruzado éste llegó la confesión.
Fernán admitió ser culpable de herejía y de practicar el ritual de
la fiesta de los azotes, a la novena vuelta de polea dio cuatro nombres
de otros participantes en el ritual y practicantes de la religión judía, a
la décima facilitó las direcciones donde se podía encontrar a los delatados
anteriormente y una lista completa de herejías en las cuales todos
participaban en mayor o menor medida.
El inquisidor, llegado ese punto, ordenó al verdugo aflojar cuatro
vueltas de cuerda y así se liberó del dolor en sus muslos y espinillas
mas no así del que más lo atormentaba en sus manos y hombros que
amenazaban con salirse de su sitio para siempre. El ligero alivio que el
juez de la suprema procuró al torturado no menguó el torrente de confesiones,
pues como todos sabían, una vez abierto el grifo era difícil cerrar
su caudal y como quiera que las declaraciones continuaban no era
aconsejable insistir en el tormento para mantener al preso con unas
mínimas garantías físicas.
Tras el interrogatorio el reo fue conducido a la celda que le habían
asignado. Allí donde se suponía debía descansar, se sintió destrozado,
tanto por el intenso dolor físico que no menguaba aun después del tormento,
como por el remordimiento que le causaba su delación. Cansado
y derrotado cayó Fernán Vaez en un rincón de la mazmorra, ahora
sólo quedaba aguardar, esperar el desenlace, la muerte que a buen seguro
pronto llegaría, y entre tanto torturarse a sí mismo ignorando,
aunque intuyendo, los sufrimientos que su confesión acarrearía a sus
amigos, familiares y seres queridos.
Al amanecer del día siguiente fue conducida a la cámara del tormento
Isabel Núñez Alonso, los jueces de la suprema querían obtener
también su confesión y así confirmar lo declarado por su esposo, con
dos testimonios iguales la culpabilidad de los acusados no dejaría lugar
a dudas.
La mujer sabía donde iba y sin embargo se mantuvo serena. Al entrar
en las tinieblas de la cámara de tortura y ver los instrumentos de
tormento el miedo hizo que se le erizara el vello, sin mediar palabra los
familiares de la inquisición que la acompañaban le arrancaron sus ropas
dejando sólo ocultas sus zonas más íntimas según era la norma de
la Inquisición. El verdugo que ayer obtuviera la confesión de su esposo
la amarró al potro y dispuso cuerdas y poleas. El juez de la inquisición
se instaló muy cerca de su rostro para intimidar al mismo tiempo que
interrogaba.
– Se os acusa de practicar rituales prohibidos y perversos, de maltratar
la santa cruz de palabra y acto y de incurrir en herejía y apostasía.
Si no confesáis y decís verdad nos obligareis a infringiros tormento,
así pues ¿confesáis vuestra culpa?
La mujer no respondió de inmediato, pensó que si la interrogaban a
ella era sólo por un motivo, no habían conseguido arrancar confesión a
su esposo y por tanto se propuso aguantar lo que fuera que le esperara
sin decir palabra.

– Soy inocente, toda mi familia somos inocentes mercaderes, honrados
trabajadores y observadores de la santa fe católica.
– Mentís, por tanto nos obligáis a daros tormento a pesar nuestro y
si murieseis o fueseis lisiada no sería culpable el Santo Oficio sino
vuestra obstinación en no decir lo cierto-, hizo una pequeña pausa
dando tiempo a la prisionera a que recapacitara y confesara y como el
silencio reinaba en la sala prosiguió-, verdugo, dad una vuelta.
Cada vuelta de polea tensaba una cuerda que rompía su cuerpo y
ella profería un alarido salvaje, las lágrimas se le saltaban mientras el
juez de la suprema formulaba la misma pregunta, ella proclamaba su
inocencia e ignorancia o simplemente callaba, el inquisidor, sin inmutarse,
ordenaba otra vuelta.
Doce vueltas de cuerda y tan sólo habían obtenido llanto y gritos de
dolor. Llevaban casi una hora castigando a la mujer, en poco más de un
cuarto de hora, según mandaba el procedimiento, debía terminar la sesión
de tortura. Entonces fue cuando la paciencia del juez de la suprema
empezó a escasear y ordenó que sin soltar las cuerdas se le aplicase
la tortura de la toca. Le introdujeron hasta la garganta un paño de
lino a modo de embudo y vertieron una jarra de agua entera a través
de aquél.
Creyó ahogarse, si no por el agua que entraba a borbotones y que
no podía tragar, por el mismo paño que llegaba casi hasta sus pulmones
o por su propio vómito; los terribles espasmos que le provocaban
las nauseas conseguían que dolieran todavía más las heridas provocadas
por las cuerdas en su cuerpo; los hombros parecían a punto de ser
arrancados del tronco, y, todo ese padecimiento finalizaría con sólo una
confesión, pero no habló, no les dio aquella satisfacción, estaba segura
de que su marido había pasado por los mismos sacrificios que ella sin
decir nada y ella no podía fallarle. Cinco jarras de agua enteras había
resistido cuando el médico interrumpió el tormento.
– Ha transcurrido hora y media, debemos dar por finalizada la sesión
según manda el procedimiento.
El juez de la inquisición contrariado por la resistencia de la prisionera
ordenó al verdugo.
– Liberadla del potro, vamos a someterla a la garrucha, no tardará
en hablar.
– ¡Señor no es posible lo que pretendéis!- Exclamó el médico horrorizado-,
ha pasado el tiempo establecido, la prisionera está casi inconsciente,
aplicarle ahora el tormento de la garrucha sería matarla o lisiarla,
quizá obligarla a declararse culpable sin llegar a serlo por evitar
dolor. Además el procedimiento...
– Al diablo con el procedimiento-, estalló el inquisidor cortando de
raíz el razonamiento del galeno-, os ordeno soltar a la presa y reanimarla,
una vez recobre la consciencia se le aplicará la garrucha.
El verdugo liberó a la mujer de los correajes y se sintió momentáneamente
impresionado, pocos, muy pocos resistían más allá de la octava
vuelta de cuerda y aquella mujer había soportado una docena,
crispada de dolor, llorando, aullando, chillando pero sin soltar una palabra,
o era inocente, cosa que no parecía probable tras la declaración de

Fernán, o era fuerte como el hierro. Él era un profesional de la tortura
con experiencia, era un maestro en el arte de estimular memorias y
acelerar palabras, incluso en ocasiones percibió que sus víctimas confesaban
por librarse del suplicio sin ser culpables. Un verdugo profesional
no debía sentir simpatía por aquellos pobres desgraciados, sin embargo
aquella mujer conmovió su ánimo, le causaba admiración personal
todo preso que conseguía superar la décima vuelta de polea en el
potro, tres jarras de agua en la toca y todo al que se le aplicaba, aunque
sólo fuera una vez, el inhumano castigo de la garrucha, el peor tormento
de los tres permitidos por el procedimiento, aquella mujer superó
con creces sus tres máximas y de inmediato comenzó a admirarla,
hasta empezaba a parecerle hermosa.
– Está consciente-, afirmó serio el médico-, pero sabed que desapruebo
lo que vais a hacer, puede morir o quedar quebrada de por vida.
– Su vida no será muy larga-, adujo el inquisidor desoyendo las palabras
del galeno y luego ordenó al verdugo seguir adelante.
Tenía ambas muñecas atadas a una cuerda y ésta pasaba por una
argolla del techo, el verdugo tensó la cuerda y empezó a elevarla tratando
en esta ocasión de no causar más daño del estrictamente necesario.
– Poned los pesos en los tobillos-, ordenó el juez de la suprema a
quien no pasaba desapercibido el tratamiento ligero del torturador a la
prisionera.
Había pretendido el verdugo librarla al menos del dolor en las piernas,
de evitarle la carga adicional de las pesas atada a su cuerpo colgado
en el vació, sin embargo el inquisidor no quería ninguna concesión,
al contrario, obtendría la confesión a toda costa o la mujer no viviría
para contarlo. Obedeció el verdugo a quien no quedaba otra opción,
lo único que pudo hacer fue subirla un tanto más deprisa de lo
habitual para evitarle un sufrimiento mayor y más prolongado. Una vez
arriba del todo casi rozando el techo con sus dedos el inquisidor formuló
su pregunta tantas veces repetida.
– No digáis nada-, pensó el verdugo y sin embargo guardó silencio.
– Confesad por el amor de Dios-, pensó el médico y no obstante
tampoco habló.
– Aguantaré lo que sea por mi esposo-, pensó Isabel y también
guardó silencio.
El silencio en aquella ocasión profetizaba más dolor, mayor sufrimiento,
prolongado castigo, al no hallar respuesta el interrogador ordenó:
– Dejadla caer.
– ¡No lo hagáis!-, intervino el galeno-, romperéis sus brazos dislocareis
sus hombros, sus tobillos.
– Haced lo que ordeno-. Dijo mirando fijamente al verdugo y éste
no tuvo más remedio que obedecer.
La caída fue vertiginosa, terrible aunque corta, cuando iba a llegar
al final un tirón brusco de la cuerda evitó que chocara contra el suelo.
El dolor que sintió Isabel la condujo al borde del desmayo, le pareció

que le habían arrancado los brazos y piernas y ya no dolía el cuerpo,
sólo la cabeza que pesaba y dolía como si se la estrujaran.
– ¿Vais a confesar ya vuestras culpas?-, interrogó una voz muy cerca
de su rostro, tanto que los labios del inquisidor rozaron su piel provocándole
una nueva nausea.
Abrió los ojos y las lágrimas le permitieron apenas a Isabel ver como
aquel hombre la miraba con intenso odio.
– Soy inocente-, murmuró haciendo acopio de todas su fuerzas.
– Subidla otra vez-, ordenó el juez.
– No voy a consentirlo-, estalló el médico y volviéndose hacia los familiares
de la inquisición presentes en el tormento que horrorizados
asistían al espectáculo, trató de conseguir su ayuda-, señores, estamos
aquí para obtener justicia no para ser injustos, debemos respetar el
procedimiento del Santo Oficio, se está martirizando a la prisionera infringiendo
todas las normas de nuestro santo tribunal, incluso cabe la
posibilidad de que la mujer sea inocente, yo no he visto a nadie resistir
tanto y por algo será.
– Aquí yo soy la autoridad-, dijo serio y grave el juez-, yo digo lo
que se debe hacer y ordeno que se suba a la prisionera otra vez.
– Pues yo no participaré en esta atrocidad y pondré en conocimiento
del Inquisidor General y del resto de jueces de la suprema vuestra
incorrecta actuación-. Si un vengativo dios había enviado todos los fuegos
del infierno sobre quienes tan solo habían atentado contra sus propios
cuerpos, ¿qué castigo reservaba para él? pensaba mientras salía
de la escena.
Cuando el médico salió de la cámara del tormento la mujer de nuevo
fue izada, desde las alturas oyó Isabel de nuevo la letanía interrogativa
del juez. Una vez más nada respondió a la acusación formulada
y ante la ausencia de confesión el interrogador ordenó:
– Dejadla caer.
La mujer apenas se percató de la caída sin embargo el dolor en tobillos,
rodillas y cadera fue algo que jamás había sentido ni imaginado,
el hombro derecho se descoyuntó saliendo de su sitio quizá para siempre
pero ni ese sufrimiento superó al daño percibido en sus piernas
cuando las pesas tiraron de ellas hacia abajo. De nuevo el inquisidor
acercó amenazante su boca al rostro demacrado, podía rozar su odio,
oler su fétido aliento y sufrió otra nausea.
– Voy a ordenar que os suban de nuevo pero antes os leeré la confesión
que le arrancamos ayer a vuestro esposo.
Aquella fue la peor de las torturas, el inquisidor leyó un pergamino,
dio nombres, direcciones, describió rituales... y entonces tuvo la certeza,
la horrible confirmación de que su sufrimiento había sido baldío.
Fernán había hablado, sólo aquel detalle la desmoronó, dolía el alma
tanto o más que el cuerpo, entre sollozos y ayes crispados confesó para
terminar con la tortura, para mantenerse con vida el tiempo suficiente
de poder reprochar a su marido no haber aguantado tanto como
ella.
Las consecuencias de la declaración de Fernán y de su esposa que
confirmó todos los datos facilitados por el hombre pero ni uno más, no

se hicieron esperar. Al atardecer una comitiva de guardias bajo las órdenes
directas de su capitán y un buen puñado de familiares de la inquisición
dirigidos por uno de los jueces de la suprema, recorrieron diferentes
barriadas de la ciudad efectuando detenciones. Al crepúsculo
había una docena de detenidos acompañando en las mazmorras al matrimonio
de la mercería.
El médico denunció ante el Obispo de Madrid y primer juez de la Inquisición
la irregular e irresponsable actuación del juez interrogador de
Isabel, mas como el resultado de la pesquisa fue el perseguido no se
castigó su desliz ni la infracción al procedimiento sino que se olvidó por
completo.
El verdugo ayudó a conducir a Isabel a su celda y una vez allí trató
de aliviar el dolor que él mismo había provocado. La cuidó de tal modo
y con tal mimo como nunca prisionero alguno había sido cuidado por
verdugo. Cuando hubo de marcharse susurró en su oído:
– Habéis sido muy valiente, ahora debéis seguir siéndolo y no perdáis
la esperanza.
– Para mí la suerte ya está echada, acabaré en la hoguera sin remedio,
mas si queréis ayudarme salvad a mis hijos, no permitáis que pasen
lo que he pasado yo.
La mujer aceptaba su destino con resignación pero no quería bajo
ningún concepto que su progenie fuera participe del mismo. El verdugo
sentía admiración por ella, era culpable de herejía, era judía y no obstante
su valor y capacidad de sufrimiento fue enorme y merecía, aunque
sólo fuera, una pequeña recompensa. Así pues el verdugo recorrió
todas las mazmorras del palacio de la Inquisición y comprobó que ninguno
de los tres hijos del matrimonio judío estaba preso, aunque corrían
grave riesgo de ser detenidos si no huían pronto.
– Isabel-, llamó el verdugo en un susurro a la puerta de su celda.
Se incorporó la mujer ligeramente, entreabrió los ojos sin llegar a
salir de la somnolencia que el dolor le causaba.
– Vuestros hijos no han sido apresados mas deben huir pues corren
peligro, cuando salga iré a vuestra casa para advertirles.
– Nunca os abrirán la puerta-. Dijo Isabel levantándose y arrastrándose
despacio hasta la cancela-. Dadme papel, cálamo y tinta, si no
ven mi contraseña manuscrita de mi puño y letra no os creerán.
Isabel garabateo unas palabras y una contraseña en el papiro que le
facilitó su verdugo, el mensaje era claro, huid a toda prisa, salid de la
ciudad y poned a salvo a los niños.
Instantes después un hombre embozado bajo su sombrero y dentro
de su capa se deslizó con grandes precauciones en la noche madrileña,
llegó a la calle de las Infantas y golpeó la puerta con suavidad en tres
ocasiones, tras la llamada casi inaudible introdujo el manuscrito de
Isabel bajo la puerta de la mercería, una vez cumplido su objetivo miró
furtivamente a ambos lados de la calle, no había nadie, no se veía
un alma por ningún rincón. Cruzó la calle sintiéndose a salvo y satisfecho
por el deber cumplido y se encaminó hacia la calle de San Miguel
para recuperar el trayecto hacia su casa. Sin embargo tres sombras le
salieron al paso apareciendo de improviso en la oscuridad de la noche.

El verdugo echó mano de su espada aunque no desenvainó por
completo el arma de su funda. Benito Jiménez Pérez, antiguo soldado
al servicio de su majestad y ahora verdugo de la corte no recordaba
bien cuando fue la última vez que sintió miedo pero a fe que en ese
instante lo sintió.
Tres hombres le cortaban el camino, estaban muy cerca de él lo cual
impedía una huida con garantía de éxito; habían permanecido ocultos
hasta que él llegó a su altura lo cual hacía presumible una celada y su
quietud y su silencio eran tan terribles y de malos augurios como la
misma calma de un camposanto. Lo único ligeramente esperanzador
de aquella incómoda situación era el detalle de que aquellas tres sombras
no portaban, aún, sus armas en la mano. Benito Jiménez echó
atrás su capa y alzó el ala de su sombrero, con estos dos gestos realizados
por su mano siniestra pues la diestra no soltaba el tacto de la toledana,
permitió que sus oponentes vieran su hierro y también su rostro.
En otras riñas y pendencias sus adversarios, al ver que se enfrentaban
al verdugo de la inquisición y de la cárcel de la corte, sintieron
miedo y rehusaron el duelo sin luchar, Benito tenía la esperanza de que
al descubrir su identidad las tres sombras desistieran de sus intenciones
y huyeran permitiéndole seguir su camino, mas no fue así.
– Benito Jiménez, a fe que no hubiera yo apostado por encontrarme
con el verdugo en la casa del ahorcado-, dijo con sorna una voz que le
resultó familiar-, ¿qué hacéis vos en la calle Infantas a estas horas en
que las personas juiciosas evitan salir de casa?
– No tengo que dar explicaciones a nadie y menos a quien oculto y
embozado aguarda a pacíficos transeúntes-. Se envalentonó el verdugo
tirando un poco más de la tizona.
– Daréis cumplida respuesta pues al Capitán de la Guardia de Madrid-.
Respondió el otro revelando su identidad-. ¿Qué hacíais parado
en la puerta de la casa de los judíos?
– Sois vos capitán, menos mal, que susto me habéis dado-, adujo el
verdugo tratando de parecer aún más aliviado de lo que en realidad estaba
y dejando caer su arma dentro de la funda-, pensaba que me las
tenía que ver con tres rufianes que venían a robarme o algo peor.
– ¿Qué hacíais vos en casa de los judíos?-, insistió el capitán en su
pregunta sin mostrase dispuesto a desviarse de sus asuntos.
– Nada capitán, me disponía a evacuar aguas menores pero he visto
una cruz en el dosel y me he arrepentido de mi impulso, ya sabéis el
viejo dicho, donde hay cruces no se mea.
– Y ¿ahora que os ha ocurrido?, ¿os ha pasado la necesidad?
– ¡Por cierto sí! Tal susto me habéis proporcionado que a decir verdad
se me ha pasado toda urgencia, y a todo esto, ¿qué hacéis vos
aquí espiando la casa vacía de unos detenidos por la inquisición?
– ¿Vacía, quién ha dicho que esté vacía?
– No lo ha dicho nadie, lo supongo yo pues es de normal y lógico
creer que si los dueños de la mansión han sido detenidos los familiares
que hayan quedado libres, si los hay, habrán huido.
– Estamos aquí para impedir que nadie entre ni salga de esa casa y
así se hará hasta mañana que a buen seguro el Santo Oficio dará ins-

trucciones de entrar por la fuerza y detener a quienes se hallen dentro.
– Os apuesto unas jarras de buen vino a que no encontráis dentro ni
un alma.
– Eso ya se verá, por el momento os informo que también tengo orden
de notificar al Tribunal de la Inquisición de cuantas personas hayan
merodeado por los alrededores de la mercería y vuestro nombre, Benito
Jiménez, constará en el informe.
– Todos esos asuntos vuestros a mí en nada me atañen, cumplid vos
con vuestra misión que yo por hoy ya cumplí con la mía y me voy a casa
a descansar que mañana a buen seguro el día será largo.
Estaba en lo cierto el verdugo, el día de mañana sería largo pero
también lo iba a ser la noche de hoy que todavía no había tocado a su
fin.
Se llegó a la calle del Príncipe donde vivía en una casa de malicia, se
vistió con su mejor coleto bajo la ropilla y llenó su faltriquera con dos
bolsas bien llenas de monedas; no era aquella la hora mas apropiada
para reclutar huestes, sin embargo él sabía donde hallar al menos dos
tizonas de alquiler a las cuales no les importaba jugarse el pellejo por
unas monedas. Alcanzó amparado por las sombras la iglesia de San Pedro
el Viejo, donde si sus cálculos eran exactos, hallaría acogidos a sagrado
y ocultos de la justicia a dos ganapanes.
No le miraron de buen grado algunos de los presentes que lo reconocieron,
el verdugo de la corte paseando entre maleantes buscados y
perseguidos por la justicia, parecía desafiar a su buena estrella, de no
haberse hallado en un templo tal vez hubiera tenido necesidad de defender
su vida a capa y espada pues no en vano allí estaban algunos de
los que tarde o temprano acabarían siendo sus clientes. Finalmente alcanzó
a ver a quienes buscaba, dos antiguos soldados venidos a menos
que tenían el alquiler de sus espadas como único modo de vida y por
tanto siempre huían de la ley. Sus cálculos habían sido correctos.
– Bernardino, Lucas, gracias al cielo que os encuentro, os necesito
para un asunto urgente.
– Estás loco Benito, ¿cómo vienes a buscarnos a estas horas y a este
sitio? A fe que debe ser urgente el asunto para que entres aquí tú
solo y te pasees entre maleantes que poco o nada te aprecian.
– Ya os lo he dicho Bernardino, os necesito de veras.
– ¿Nos necesitas a nosotros o a nuestras toledanas?- Interrogó Lucas
con algo de sorna.
– Vais juntos a todas partes ¿no es así? Pues entonces preciso de
vuestras personas provistas de vuestras armas y por si pensabais que
era de favor de lo que os hablaba coged estas bolsas de monedas, por
las molestias que se os ocasione.
– Explícanos en que consiste el lance-. Adujo Bernardino a quien
una buena paga hacia olvidar casi todo lo demás.
– Consiste en jugarse la vida Bernardino, como siempre, y no hay
más tiempo que perder en diálogos, os explicaré todo por el camino, ya
llegamos tarde.

Tuvieron que esquivar una ronda rutinaria de guardias que subían
por la calle de Toledo hacia la plaza Mayor, mas no fue obstáculo para
sus pretensiones y llegaron sin tropiezos; fueron tan deprisa que entre
la explicación y el trayecto realizado a buen paso llegaron a la altura
del convento de las arrecogidas prácticamente sin resuello. Una vez
parados en una esquina discreta y oscura Benito percibió que tras la
explicación sus compañeros estaban algo remisos a emprender la
aventura que les había propuesto.
– El plan es el siguiente-, insistió-, bajareis uno por cada lado de la
calle, por la izquierda irás tú Bernardino, deslizarás un billete que yo te
entregaré bajo la puerta de la mercería, golpearás tres veces la puerta
y continuarás camino hasta que los guardias os salgan al paso. Cuando
esto ocurra seguiréis separados y tratareis de despistarles de su vigilancia
con vuestra conversación, entre tanto yo me aproximaré hasta
la casa, trataré de que me abran y entraré en el zaguán. Cuando lo creáis
necesario desenvaináis las armas y provocáis la reyerta, el ruido de
aceros al chocar será la señal, entonces yo saldré con los niños y huiremos
en dirección opuesta a vuestra posición. Deberéis tratar de no
herir ni ser heridos en la lucha, demoradla todo el tiempo que podáis y
luego huid.
Bernardino asintió sin convicción y de mal talante, por el contrario
Lucas negó dos veces con la testa antes de hablar.
– No lo veo claro-, dijo rascándose el mentón-, jugarme la vida para
salvar la de unos judíos, no me place este lance.
– No se trata de salvar a unos judíos Lucas, se trata de salvar niños
cuya única culpa ha sido nacer en el seno de una familia judía.
– La verdad Benito-, intervino Bernardino en esta ocasión-, no esperaba
yo que tu urgencia fuera para este tipo de asunto, además ten
en cuenta que nos las tendremos con la guardia de Madrid y si algo se
tuerce también nos veremos las caras con la Inquisición.
– Creía que por una buena bolsa erais capaces de cualquier cosa, de
otro modo no os habría buscado.
– Somos capaces de cualquier aventura por dinero, sí. No tenemos ideales
ni patronos ni banderas, no obstante este lance conlleva mucho riesgo
y por añadidura es para salvar a unos herejes-. Añadió Lucas remiso.
– ¿Herejes decís? Son niños, ¿qué sabrán ellos de teología?
– Por ahora he esquivado a la Inquisición y disfruto estando libre de
esa carga.
– ¿Acaso disfrutareis también viendo a esos tres niños socarrándose
en la hoguera? Os estoy pidiendo que me salvéis a mí de tener que
embadurnarles con manteca de cerdo todo el cuerpo para que ardan
mejor, os pido que me evitéis tener que encender la pira que achicharre
sus vidas-, como viera el verdugo que los otros dos dudaban insistió-,
bastante fuerza y coraje deberé reunir para quemar a su madre
que tan valiente aceptó y soportó la tortura, si estuviera en mi mano
también la libraría a ella, no me gusta ver arder a mujeres indefensas
aunque el sacrificio se realice en nombre de Dios y mucho menos si demuestran
un valor mil veces superior al de muchos cristianos viejos.

– Contad conmigo-, dijo Bernardino enardecido por las razones del
verdugo-, la bolsa llena que me habéis dado y ayudaros a vos a liberar
vuestra carga merecen asumir el riesgo del lance.
– Si todo sale bien nos veremos mañana en la iglesia de San Pedro
el viejo al anochecer y os será entregada otra bolsa tan repleta como
esa-. Añadió Benito para que el aliciente económico decantara definitivamente
la balanza a su favor.
– Dos bolsas cambian el asunto-. Dijo Lucas con las dudas ya disipadas
por completo-. Por ese dinero me da igual que en esa casa more
el mismo demonio.
– Pues no perdamos tiempo, Bernardino tu irás por la izquierda como
ya te he dicho, toma, éste es el mensaje que harás pasar bajo la
puerta-, le entregó un papel doblado por la mitad-, después darás tres
golpes en la madera, sólo tres o desconfiarán de la carta. Lucas, tú bajarás
por la derecha, id siempre embozados y bien ocultos los rostros,
si os reconocen tendréis que matar a los guardias y eso lo empeoraría
todo.
No hubo dudas, estrecharon los tres sus manos diestras y empezaron
a caminar por la calle Infantas dispuestos a jugarse la vida en otra
partida.
– Suerte compañeros-, se despidió el verdugo.
Comenzó la aventura según lo previsto, Bernardino y Lucas habían
cubierto sus rostros con pañuelos oscuros y calado el sombrero hasta
las cejas, aún así sujetaban sus capas muy arriba ocultando con celo
su identidad, apenas sus ojos se distinguían y no se apreciaba el color
en la oscuridad de la noche. Lucas caminó por la diestra, despacio, tomando
grandes precauciones y escrutando el vacío; Bernardino por la
siniestra caminó más raudo, introdujo el billete por la ranura del postigo
del comercio judío, golpeó en tres ocasiones la vieja madera y el silencio
se rompió en mil pedazos a pesar de lo discreto de su llamada.
Continuaron caminando ahora con mayor precaución y ya aguardando
a que los guardias les cortaran el paso.
Entre tanto alguien dentro de la mercería leyó un mensaje:
Confiad en mí, os traje esta misma noche una misiva de Isabel, debéis
huir de inmediato, el Capitán de la Guardia vigila la casa y mañana
seréis detenidos. Tengo intención de provocar una reyerta con los
guardias que os acechan, dos compañeros míos los despistarán y
mientras luchan os sacaré de la casa y huiremos entre tanto nuestros
amigos nos protegen en la retirada. Cuando llame a vuestra puerta
tres veces abrid y os ayudaré como mejor pueda.
Benito había estudiado las calles con tanto detenimiento que los
ojos se secaban por falta de parpadeos, no detectó movimiento alguno
en la penumbra, con un poco de suerte, no había más guardias custodiando
la vivienda que los tres ya conocidos. Oyó voces y supo, aunque
sin verlo, que la ronda de guardias había interceptado a sus compinches.
Caminó entonces raudo aunque sigiloso camuflándose en la noche
y golpeó tres veces la puerta sin estridencias. Le abrieron y entró
aunque de inmediato el incómodo filo de una espada apuntó a su garganta.

– ¿Quién sois vos?- Interrogó una voz de alguien que no era un niño.
– No hay tiempo de presentaciones-, dijo sintiendo el pinchazo del
arma en su piel-, hay que salvar a los chicos, preparadlos para cuando
llegue la oportunidad pues sólo habrá una y debemos aprovecharla.
– ¿Cómo sé que no es una trampa?
– No lo sabréis, pero no tenéis otra opción que confiar en mí o
aguardar a que os detengan los guardias que están apostados ahí
afuera.
– ¿Por qué nos ayudáis?
– ¡No hay tiempo de conversación!, preparad a los niños y cuando
yo os diga saldremos de la casa.
– ¡Alto ahí! ¿Quién va?- El capitán de la Guardia apareció de súbito
y tras él dos soldados, como fuera que había dos hombres y se situaban
uno a cada lado de la calle el Capitán permaneció en medio y fueron
sus acólitos quienes se enfrentaron a las dos sombras que acechaban
la casa.
– ¿Quién sois y qué hacéis en la calle a estas horas?
– A fe que no es delito todavía caminar por la calle-, dijo con voz
muy alta y altanera Bernardino desde la siniestra-, de modo que no tenéis
porque interceptar nuestro paso.
– ¿Qué hacíais junto a la mercería judía? Os hemos visto allí y oído
llamar a la puerta.
– Nada hacía, pero aunque sí hiciese no tendría que dar cuenta a
nadie de mis asuntos.
– Yo sí tengo que rendir cuenta al Santo Oficio de cuantos transeúntes
por aquí merodeen esta noche, así pues decidme, ¿quién sois?
– No tengo nombre que interese a la Suprema ni al Capitán de la
Guardia de Madrid, así pues dejadnos seguir en nuestro camino y
nuestros asuntos.
– Dad vuestro nombre a la guardia y proseguiréis camino, sino lo
hacéis seréis tratados como fugitivos de la justicia.
Bernardino desenvainó la espada y enrolló la capa en su mano desarmada
para prevenir con ella estocadas. El Capitán vio defraudado
que a pesar de perder el embozo de la prenda el desconocido seguía
siendo desconocido pues su rostro permanecía oculto tras un paño negro;
adivinó que aquello no iba a tener solución fácil y ordenó a sus
hombres empuñar las espadas. Ya brillaba la luna reflejada en los cinco
aceros cuando el jefe del destacamento volvió a hacerse oír lleno de
rabia.
– ¿Osáis amenazar a la guardia con vuestras toledanas? Alzar armas
contra la justicia sí es delito, deponed vuestra insolente actitud-,
dijo firme en un último y vano intento.
– Dejadnos paso, somos gente de bien que nada tememos de justicia
humana ni divina-. Dijo Bernardino desafiante.
– Envainad las armas y dad vuestros nombres-. Respondió el Capitán
avanzando ya hacia Bernardino quien para no verse acorralado entre
los dos guaridas y la pared de las casas atacó sin más diálogo al
guardia que tenía de frente y más cerca.

El ataque de Bernardino fue respondido por el atacado con cierta
habilidad, sin embargo lo más notable del choque fue que produjo un
efecto dominó pues al otro lado Lucas que había permanecido quieto y
expectante también cruzó aceros con su oponente. Bernardino consiguió
con su inesperada maniobra salir del embotellamiento al que quería
someterle el Capitán, ahora los guardias estaban en el centro de la
calle y los dos camaradas con las espaldas pegadas a las paredes tenían
ambos lados de la calle libres para escapar en cualquiera de las direcciones.
– Choque de hierros, es la señal-, informó el verdugo al judío que
todavía desconfiado le observaba con la cimitarra en la mano-, vámonos,
saldremos hacia arriba, correremos deprisa pero en silencio, en la
calle de Fuencarral iremos a la derecha, si en algún instante nos tenemos
que separar, vos cuidareis del pequeño y yo me haré cargo de los
dos más mayores.
Abrió con cautela, dio un rápido vistazo experto a ambos lados de la
calle y ordenó salir a todos, él fue el último en abandonar la casa. Corrieron
deprisa y sin escándalo, oyeron jaleo de voces y de pelea a su
espalda pero no perdieron tiempo volviendo la vista atrás. Por la calle
de Fuencarral corrieron desesperados con la intención de alcanzar la
calle de San Mateus y llegar a la puerta de Santa Bárbara para abandonar
Madrid. Benito creyó oír pasos tras sus pasos, alguien les seguía,
no era un grupo numeroso, por el sonido una sola persona. Al final de
la calle cuando el eco de las pisadas perseguidoras ya se acercaba peligrosamente
tomó la decisión que trataba de demorar.
– Debemos separarnos, nos siguen muy de cerca-, informó sin dejar
de correr-, vos y el pequeño tomad por la izquierda, nosotros iremos
a la diestra, intentad llegar a la puerta de Santa Bárbara o a la de
Fuencarral y salir de la ciudad, nosotros intentaremos llegar a la puerta
de Alcalá. Se separaron, apenas habían recorrido una docena de
metros amparados por la oscuridad cuando escuchó a su espalda una
vozarrona familiar.
– ¡Alto al Capitán de la Guardia de Madrid!
Después de la advertencia, casi sin tiempo intermedio, un fogonazo
iluminó parcialmente la noche del viejo Madrid y una bala peligrosa pero
ineficaz rebotó en algún lugar a la altura de sus hombros.
– ¡A mí la ronda de guardia!
Oyó vocear al Capitán y se le antojo algo más lejano, quizá había
decidido seguir al judío adulto y al muchacho y tras ellos había enviado
a alguna patrulla, en cualquier caso no dejó de correr ni miró atrás, delante
de él los chicos se movían deprisa a pesar de su edad o gracias a
ella. Giraron a la derecha en la confluencia de la calle del Barquillo.
– Esperad un momento-, ordenó a sus jóvenes compañeros y se detuvo
a escuchar. Pronto percibió ruido de pisadas apresuradas y hierros
en movimiento, supo que al menos dos hombres los acosaban.
– Vamos, nos persiguen, iremos por aquí.
En realidad no sabía hacia donde ir. Su primera intención fue dirigirse
hacia la puerta de Alcalá para salir de la ciudad y una vez en el bosque
ocultar a los chicos, sin embargo ahora esa opción era arriesgada,

con una ronda de guardias tras ellos, si dejaban de callejear y salían a
campo abierto serían presa fácil, acabarían por alcanzarles y en la lucha
no podía contar con los zagales. Mientras corría trataba de oír a
sus perseguidores y saber a que distancia estaban y también intentaba
trazar un plan, un itinerario de fuga.
De repente, muy cerca de donde ellos estaban, una puerta se abrió
y una sombra enorme se proyectó entre las sombras, un hombre corpulento
apareció de improviso en su camino, era tarde para eludirlo así
que Benito se adelantó a los chicos y desenfundó su espada. El recién
llegado a la escena imitó el gesto y también tiró de tizona y ambos
quedaron perplejos cuando sin casi desearlo cruzaron sus aceros.
Momentos antes, justo en el instante en que Benito salió de la mercería
judía el Capitán de la Guardia peleaba contra Bernardino y aprovechaba
que eran dos espadachines contra uno para continuar vigilando
la puerta de la casa sin desatender la lucha y así pudo apreciar como
se abría el postigo custodiado y como unas siluetas silenciosas y
raudas se escapaban.
– ¡Maldita sea! Se escapan, los judíos se nos escabullen-, alertó a
sus soldados.
Comenzó el Capitán a poner más empeño en la lid para terminar rápido
y perseguir a los fugitivos, ya se empleaba bien a fondo contra
Bernardino, quien a su vez, al ver que el soldado pretendía emprender
la persecución, con una hábil finta y alguna maniobra no exenta de
riesgo, ganó el lado elevado de la calle para proteger la retirada de sus
compinches.
Al otro lado de la calle a Lucas no le iba mal el lance, con mano firme
y experta se mantenía a salvo de los ataques de su enemigo sin demasiado
esfuerzo, su rival tomaba muchas precauciones y él, que no
quería herir y menos ser herido, tampoco hacía locuras ni cometía
errores. Cumplía su objetivo a la perfección, evitar sangre y dilatar al
máximo la pelea; en una mirada furtiva al otro lado vio que Bernardino
sí pasaba apuros y empezaba a sufrir agobios.
Se hallaba su camarada en inferioridad numérica y además y para
colmo de males ahora el Capitán estaba espoleado por la rabia y la urgencia
de la huida de su presa, y así atacaba con fuerza y lo que era
peor, con astucia y pericia. Tuvo Bernardino que contrarrestar con toda
su maña tres hábiles estocadas atacantes del Capitán y enseguida
desbaratar otra del soldado que tenía enfrente. Aquella sucesión de
ataques y contra ataques lo descolocó y al siguiente llegó tarde, no pudo
evitar un furioso mandoble que el Capitán le mandó de plano a la altura
de la cintura y aunque saltó atrás y a un lado hasta chocar contra
la pared con su hombro para esquivarlo, sintió como el acero mordía su
piel traspasando el baluarte del coleto, de no haber sido por la protección
de éste podía haberse dado por muerto tras aquella cuchillada, sin
embargo de este modo sólo sería una herida leve cuyo dolor y perdida
de sangre menguaban sus fuerzas.
El Capitán se dio cuenta de los apuros del valentón y decidió abandonar
ya la reyerta pensando que su compañero podría rematar la fae-

na, así pues salió raudo tras quienes habían huido calle arriba. Bernardino
no tuvo opción de detenerlo, ni tan siquiera de estorbar su acción,
demasiado hacía con mantenerse a salvo de las estocadas de un enemigo
crecido ante la vista de la sangre rival, que llovían por doquier.
– Estoy herido, esto se pone feo-, gritó Bernardino a Lucas-, además
ya hemos hecho bastante.
– Pues aligerando que es gerundio-. Dijo Lucas, podía haber resistido
sin apuros más tiempo pero estaba deseando poner pies en polvorosa.
Bernardino paró un ataque desmesurado de su rival por encima de
su pecho y aprovechó el excesivo ímpetu del contrario para lanzarle la
capa a la cara y cegarle por un momento. Aquel ardid poco ortodoxo
pero eficaz, le dio una ventaja mínima por unos segundos. A punto estuvo
de aprovechar ese momento de superioridad metiendo un palmo
de acero en el estómago del contrincante, sin embargo no lo hizo, recordó
que no debían herir a los guardias para evitar agravar su delito y
se limitó a darle un empellón para tirarle por tierra y tener vía libre para
la huida. Esa decisión fue la que lo mató.
Lucas vio como Bernardino derribaba al rival y empezaba a correr
calle abajo, entonces él no se anduvo por los cerros de Úbeda, sacó
una daga del cinto al tiempo que el guardia le lanzaba una estocada a
media altura, con las horquillas que había en los laterales de la daga
dispuestos a tal fin, Lucas paró el golpe y trabó la espada del oponente
y sin pensarlo dos veces hundió la toledana en el corazón del guardia
que se percató de su leve error demasiado tarde. Lucas, libre ya del
acecho de su rival corrió calle abajo tras la estela de su amigo a quien
la herida del abdomen obligaba a ir más despacio. El soldado a quien
Bernardino había derribado, entre tanto se incorporó y recuperado del
susto proporcionado por su enemigo se dirigió a su compañero que yacía
tumbado cuan largo fue en el suelo; como fuera que lo adivinó ya
sin vida no perdió tiempo en intentar asistirle, sacó una pistola de su
cinturón y apuntó a quienes huían con ánimo de revancha.
El pistoletazo lo oyeron ambos pero sólo Bernardino sintió el impacto
en su espalda que pareció partirse en dos. Lucas intentó ayudarle
mas no hubo nada que hacer, su amigo ya había abandonado este
mundo de forma definitiva; alzó la vista, vio al soldado que corría hacia
él con la cimitarra en la mano, emprendió la huida sin demora, sin
embargo, a los pocos pasos de la carrera se detuvo, armó su diestra de
espada, la siniestra de daga y aguardó la llegada de su perseguidor.
Había decidido vengar la muerte de su camarada, mas el otro, su enemigo,
había decidido otro tanto con la misma rabia e idéntica determinación.

No hay comentarios: