martes, 31 de diciembre de 2013
Dos vidas
En la nochevieja del año 1999, durante mi jornada laboral, escribí este relato que forma parte de mi libro Recuerdos de lluvia y Cierzo.
Para todos los que han trabajado esta noche mágica.
En el relato hay menos ficción de lo que parece a simple vista.
Se titula...
DOS VIDAS
LLueve. Es el último día del año, Nochevieja, y llueve.
Esta circunstancia meteorológica es debida sin lugar a dudas
a un error de la naturaleza. ¡Craso error!, lo tradicionalmente
correcto, lo románticamente perfecto, lo típicamente navideño
es la nieve y no la lluvia.
En fecha tan señalada he estudiado mientras mi familia
descansaba, ahora, recogidos los libros, estoy disponiendo lo
necesario para iniciar mi jornada laboral. Sí, han leído bien,
preparándome para mi jornada laboral, en vez de elaborando
aperitivos, cocinando un guiso exquisito con la receta secreta
de la abuela, o contando las uvas como sería lo tradicionalmente
perfecto, románticamente correcto y apropiadamente
navideño.
Compruebo por enésima vez si llevo en mi mochila la
cena, agrego al equipaje los apuntes, por si tengo ganas de
repasar lo estudiado esta tarde, y con hastío, me cercioro del
perfecto estado del uniforme. Soy vigilante de seguridad,
¡maldita profesión! Obliga a muchos trabajadores a abandonar
a sus seres queridos en fechas tan entrañables.
Estos días recuerdo mi ingreso en el sector, algo temporal,
mientras aprobaba las oposiciones, un año, dos a lo
sumo, tres como colmo de mala suerte. Pero el campo dejó
de ser orégano y fue tornándose légamo, arenas movedizas
succionándome contumaces, cuanto más me esforzaba en escapar
de la absorción, más me arrastraban y me hundían.
Me decidí por esta profesión por perentoria necesidad económica
y porque me permitía estudiar. Opositaba a los cuerpos
y fuerzas de seguridad del Estado. Trabajaba de noche,
iba a clase por la tarde y dormía por la mañana. Los días libres
entrenaba para las pruebas físicas. Era una vida dura,
pero la sobrellevábamos, éramos jóvenes.
Hablo en plural y no es por error, sino por Raquel, mi
mujer, que también opositaba y sufría además las consecuencias
de mis extraños horarios. La situación se tornó más complicada
aún cuando nació el niño. El tiempo que el recién
nacido demandaba, lo restábamos al descanso y a los estudios.
Afortunadamente el bebé vino con un pan debajo del
brazo, y Raquel aprobó las oposiciones de Magisterio.
La situación no era igual de propicia para mí, si no suspendía
el examen teórico, era el físico, y si no, la entrevista o
el reconocimiento médico. El punto culminante de mi eterna
mala suerte llegó en una de las convocatorias de acceso a la
Guardia Civil.
¡Aprobé! El día de ingreso en la academia me notificaron
que tenía antecedentes penales, derivados de mi profesión,
no me crean un delincuente peligroso o un proscrito de la justicia.
Quedaba excluido de las pruebas, aquella situación me
impedía el acceso al cuerpo hasta que no prescribieran los antecedentes
penales, y por aquel entonces yo ya habría cumplido
los treinta y un años, edad máxima para acceder a la
Institución.
Así comenzó un largo navegar a la deriva por diferentes
oposiciones con adversos resultados: Agentes judiciales, celadores,
auxiliar de correos... Hoy me dedico principal y casi exclusivamente
a las de justicia, han pasado doce años opositando
y diez trabajando en la seguridad privada, sector al cual solo
quería dedicar dos o tres años de mi vida. En varios de los años
transcurridos he tenido servicio las noches de Nochebuena,
Nochevieja, Año Nuevo, Reyes. Hoy, por cuarta vez en mi
vida, despediré el año trabajando, de nuevo tendré la mala
suerte de tomar las uvas de la suerte en mi trabajo, y serias
dudas me asaltan sobre si es mala o buena mi suerte, pues ocasiones
hubo en las cuales escuché las doce campanadas bajo la
triste sombra del desempleo y fue peor experiencia.
Me asomo a la ventana, lluvia persistente al otro lado del
cristal produciendo barro en las calles y el lodo de la depresión
en mi corazón. Si por lo menos nevara, la nieve con su
manto blanco inmaculado daría un tinte mágico, luminoso,
un ápice de esperanza.
Ha llegado la hora, me despido, compungido pero disimulando
mis sentimientos, de mi mujer y mi hijo.
—Hasta el año que viene —digo esbozando una sonrisa
forzada.
Ya en la calle vuelvo inexorablemente la vista atrás, dos
rostros sonríen en la ventana, el niño aplasta su naricita contra
el húmedo cristal, agitan ambos sus manos como despedida,
yo también levanto la mano y murmuro un adiós
ahogado por la lluvia, perdido en el viento. El tráfico es
denso, pesado, hay muchos vehículos en la carretera y el temporal
dificulta la conducción. Se percibe euforia y prisa en el
ambiente, algunos conductores han bebido ya demasiado. El
trayecto es un riesgo inherente al trabajo esta noche, un riesgo
no retribuido con plus de peligrosidad. Cruzo los semáforos
con precaución superlativa aunque estén en verde, cerciorándome
de que es respetado el color encarnado por quienes circulan
en otras direcciones. Esta vez, sin que sirva de precedente,
me siento aliviado de llegar al trabajo. También por una vez
y ¡ojala sirva de precedente!, encuentro aparcamiento cerca,
detrás del edificio donde hoy me toca turno, apenas deberé
caminar unos metros bajo la pertinaz lluvia acompañada
ahora de un frío viento del norte que traspasa hasta los tuétanos.
El compañero a quien debo relevar me espera como al
santo advenimiento, es lógico, está deseando marcharse para
cenar con su familia y ya considera suficiente mala fortuna
venir mañana, día de Año Nuevo, a las siete de la mañana.
Tras un breve saludo me comunica las novedades y se cambia
de ropa con inusitada rapidez.
—Compañero, feliz salida y entrada, pasa la noche lo
mejor posible, es una orden.
—Gracias —contesto escuetamente intentando en vano
bosquejar una sonrisa.
—No pareces muy animado, ¿te ocurre algo?
—No, nada grave, estoy un poco alicaído; hasta hoy nunca
me había afectado tanto trabajar en Navidad, Nochebuena o
Nochevieja, pero este año, la verdad, me ha deprimido, será
la edad que no perdona, o la mala racha que atravieso y no
termina de terminar, no sé, quizá sea la maldita lluvia que
me vuelve loco, pero no temas, se me pasará enseguida.
—Ya sabes, es cuestión de mentalizarse, piensa en esta
noche como una más, una noche como tantas otras noches de
servicio.
—Sí lo sé, venga márchate, no pierdas más tiempo, y sobre
todo no hagas esperar a tu familia, a buen seguro están ya
reunidos alrededor de la mesa.
Me quedo solo, las primeras horas transcurren rápidas, hay
trabajo pendiente y no existe tiempo para pensar. Es a la hora
de la cena, conforme se aproxima el mágico momento de la
medianoche, cuando la nostalgia me invade. Falta media hora
para la llegada del nuevo año, maldigo, con un vocabulario
soez que ignoraba conocer, a la gente que transita por la calle
en lugar de permanecer en casa en agradable y familiar velada.
Intento distraerme. Comienzo a dibujar dígitos, calculo el
salario correspondiente al servicio de esta noche especial. El
resultado es patético, me deprimo más todavía, ¿esto a cambio
de doce horas de trabajo nocturno en Fin de Año? Vienen
a mi memoria las palabras de un compañero, en una ocasión
me dijo: «En estas fechas solo trabajan los vigilantes y las
prostitutas, somos los trabajadores más desgraciados y peor
remunerados». Intento de nuevo distraerme, ahora trato de
animarme recordando profesionales obligados a prestar servicio
en esta notable fecha: médicos, bomberos, policías, militares,
camareros... la lista es larga, ya se sabe, mal de muchos
consuelo de tontos. Mas yo no hallo consuelo, para mí, mal
de muchos es una epidemia, no un alivio. Estos otros trabajadores
tienen, aparte de un mejor consuelo económico, la
presencia de otros compañeros, lo cual hace más llevadero y
ameno su servicio, en cambio un vigilante está solo, solo con
su neurastenia, a solas con la lluvia y su inherente bahorrina.
Ya suenan los cuatro cuartos, a continuación, lacónicas,
doce campanadas, y, ya llegó, ¡feliz año nuevo! Alzo mi vaso
de plástico y brindo en soledad deseando felicidad y próspero
año a las paredes grises deficientemente iluminadas por
una vetusta bombilla.
Llueve en mi corazón. Y suena el teléfono. Familiares,
amigos y compañeros derraman una lluvia de felicitaciones
deseándome que lo pase lo mejor posible: «Feliz año, chaval,
mentalízate, se trata de una noche más, un servicio como
otro cualquiera».
Eso dicen todos, como si fuera sencillo convencerte de la
normalidad de una noche en la cual todo el mundo te llama
y te recuerda el carácter especial de aquella. Aún así agradezco
de corazón las llamadas, añoro otras que no se produjeron,
mis jefes, pobres homúnculos ahítos de inepcia,
demasiado encumbrados en su pedestal, no se acordaron del
intonso peón de brega. Gracias a cuantos de mí se acordaron,
pero por favor ¡BASTA YA! Dejo el teléfono descolgado, no
quiero hablar con nadie más. ¡BASTA YA!
De repente, sin pensarlo, en un acto reflejo y no exento de
ira, desenfundo el revolver del 38 especial de 4 pulgadas
marca Llama, apoyo el frío metal sobre mi frente con un par...
de corazones, y la sangre golpeándome con furia las sienes.
DECEPCIÓN.
Esperaba un sentimiento de excitación, o de poder, o un
sudor gélido recorriendo mi espalda y estremeciendo mi
cuerpo, o un lacerante pánico obligándome a tirar el arma,
temblando, rompiendo a llorar amargamente desconsolado,
abatido... Nada de eso ha sucedido, ni siquiera tengo miedo,
solo me siento ridículo, y no sé si es por el sentimiento que
no se ha producido o decepcionado de mí mismo. Mi dedo
índice comienza a presionar el disparador, muy despacito,
gustándose, recreándome en la suerte. Ya estoy viendo los titulares
de todos los periódicos, ya puedo leer sus frases sensacionalistas:
«Vigilante de seguridad se suicida durante la
prestación de su servicio en la noche de Fin de Año, se pega
un tiro con su revolver reglamentario y se salta la tapa de los
sesos...». Estas y otras palabras del mismo estilo aumentarán
la mala prensa que ya tenemos en nuestra profesión. Ya
puedo percibir los ecos de las protestas de nuestros detractores:
«¡Retirada de armas, no son profesionales!», eso dirán,
¡cuán fácil es hacer leña del árbol caído!
Más allá están los otros, también puedo verlos, los hipócritas.
Veo a mi jefe entre ellos, ese que no se acordó de felicitarme
en esta noche entrañable ni de darme su apoyo,
ahí está, en lugar prominente, recordando a todos lo buen
muchacho que yo era. Él, incapaz de soportarme en vida,
me adula ahora sin remilgos y con voz quebrada. Siento
náuseas.
Pulso con firmeza el disparador hasta el final, el martillo
retrocede, el tambor gira, se aproxima la detonación, el martillo
golpea el percutor y... ¡CLIK! Algo ha fallado. ¿Qué ha
fallado? Un tímido ¡clik!, en lugar de un estruendoso ¡BANG!,
¿por qué?
Abro el cilindro, reviso el revolver con urgencia febril y
descubro el error. Sonrío. No recordaba mi vieja costumbre,
al entrar de servicio quito el primer cartucho de la munición
del cilindro, dejando vacío el primer espacio del cargador, por
eso no salió el disparo. Adquirí la costumbre el primer día de
trabajo, cuando vi efectuar la operación al jefe de equipo del
peligroso y conflictivo centro donde me destinaron de novato.
La empresa se regía por el lema: los novatos, al sitio más
arriesgado, aprenderán de golpe y a golpes. Aquel jefe de
equipo de antaño, ahora amigo inseparable, me explicó:
—Yo siempre quito la primera bala, así en caso de que te
quitara el arma algún delincuente, sabes que el primer disparo
no va a salir, eso te proporciona unos segundos para reaccionar
y sorprender al agresor abalanzándote sobre él.
Hoy, aquella ancestral costumbre, me ha dado una segunda
oportunidad, estoy vivo aún, si doy marcha atrás aquel
antiguo compañero me habrá salvado la vida. Me juro a mí
mismo que si vivo se lo diré algún día. Me resulta macabro y
divertido a la vez pensar que necesitaré más valor para contar
a mi amigo esta situación que para pegarme un tiro.
La yema de mi dedo índice vuelve a resbalar por el disparador,
mi cerebro le ha ordenado máxima lentitud, saborear
cada milésima de segundo, permitiendo a mi mente vagar
libre por sus últimos designios, sabiendo que en esta ocasión
hay seis cartuchos en el revolver, ya no habrá más fallos, en
esta ocasión se producirá la detonación.
Siempre me pregunté a quién se dedica el postrero pensamiento
cuando sabes que se trata del último, ¿quién viene a
tu memoria en ese instante intermedio entre la vida y la
muerte? Hace un momento he obtenido la respuesta, mi respuesta.
Cuando el martillo golpeaba el percutor sin remisión,
el recuerdo de mi padre apareció en mi subconsciente.
Mi padre murió hace siete años, y lo hizo sin que yo le
dijera cuanto lo quería. Él lo sabía, seguro, pero yo no se lo dije.
Pulso el cañón más fuerte, con rabia, apretándolo contra
mi piel y causándome dolor, pronto me reuniré con él y subsanaré
el error, pronto te lo diré papá. Yo fui quien te dijo que
te habían operado de un tumor en el esófago y no de una hernia,
como te dijeron al entrar en el quirófano. Yo te comuniqué
el fallecimiento, durante tu larga convalecencia, de aquel
amigo a quien tú tanto apreciabas, yo, que tantas cosas difíciles
de decir fui capaz de decirte, no me acordé, o no supe, o
no me atreví, o no consideré necesario pronunciar lo más importante,
que te quería, que aún te quiero aunque no estés.
Pronto te lo diré.
Es curioso, la cantidad de imágenes y pensamientos capaces
de surcar la mente en tan poco tiempo. Ahora estoy presenciando
mi entierro, ¡cuánta gente!, demasiada gente, me
pregunto, ¿cuántos de ellos sienten sinceramente mi muerte?,
¿cuántos lo sienten por mí y no por ellos?, ¿cuántos amigos
de verdad tengo que me quieran? Voy pasando revista a los
asistentes y me respondo a la pregunta.
Algunos de mis compañeros de trabajo sí lo sienten de
veras, algunos, no todos; aquella chica de aquel servicio
donde tantas y tantas horas pasábamos juntos que acabó
siendo de la familia; aquella secretaria que me dedicó su
sonrisa un día; esa otra a quien sonreí yo; ese señor que
todas las mañanas al fichar, me contaba un chiste malo y yo
reía por obligación, por educación, por respeto a las canas;
aquel otro a quien llegó la jubilación antes que los catorce
en la quiniela y siempre me preguntaba por mi lotería primitiva;
la preciosa camarera que me sirve el café como a mí
me gusta; ese camarero con quien tantas veces acabé cerrando
el bar con exceso de copas gratuitas en nuestros hígados;
el chaval de mantenimiento que me arregló el coche
aliviando mi penuria económica; el paisano portador de recuerdos
y nostalgias del pueblo; esa chica cuyo nombre ignoro,
pero sigo involuntariamente con la mirada cada vez
que la veo pasar junto a mi garita... ¡demasiados amigos!,
tengo más amigos de lo que pensaba. Si decido finalmente
enfundar el revolver, prometo llamarles a todos e invitarles
a una copa por asistir a mi sepelio de corazón... solo si decido
enfundar de nuevo el revolver...
Hoy, por tercera vez en toda mi profesión, tengo el arma
en la mano. La primera vez tuve miedo, pánico a verme obligado
a disparar sobre alguien. Perseguíamos a dos atracadores,
secuestraron un taxi en el cual se daban a la fuga tras un
robo. Los detuvimos tras forzarles, a punta de pistola, a abandonar
el vehículo.
La segunda vez tuve más miedo aún, interceptando una
furgoneta llena de materiales robados, ocupada por cuatro
delincuentes dispuestos a todo, y en todo incluyo dispuestos
a atropellarme. Mis manos temblaban aferradas a la empuñadura
del revolver mientras veía en sus miradas la
sombra de la duda. Tenían dos opciones, acelerar para arrollarme,
arriesgándose a recibir el impacto de mis hipotéticos
disparos, o salir manos en alto, como yo ordenaba reiteradamente
de la forma más enérgica y contundente que mi
voz era capaz de modular. Debieron verme muy seguro o
muy nervioso, pues optaron por salir brazos en alto, uno de
ellos, sabiendo que poco tiempo pasaría encerrado, masculló
ya esposado cuando la policía se lo llevaba: «Ya te pillaré
en otro sitio y te rajaré».
Hoy, ahora, es la tercera vez, y no tengo miedo. De sentirme
ridículo he pasado a sentirme solo extraño, y sigue lloviendo
en este insufrible Madrid.
Llueve.
No tengo miedo a morir, pero creo que debo vivir, tengo
demasiadas cuentas pendientes y estoy obligado a saldarlas,
tengo demasiados amigos a quienes no puedo defraudar,
tengo una familia estupenda por la cual merece la pena seguir
luchando en este valle de lágrimas. ¿Qué harían sin mí?
Pienso en mi hijo y decido vivir.
Una vez, en tiempo pretérito y remoto, la espada dijo al
caballero: «No me saques sin razón, ni me guardes sin
honor». Yo, esta noche, Nochevieja de lluvia, viento, frío y
depresión, tengo la impresión de haber desenfundado sin
razón y enfundado sin honor pero con valor, con el valor necesario
para afrontar la vida, sus problemas y alegrías.
Esperaré pacientemente a las siete de la mañana, la hora de
mi relevo. Repasaré las diligencias para distraerme y tal vez
haga unos tests psicotécnicos. Empezaré a ilusionarme con la
pronta visita de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente,
esa noche la tengo libre y disfrutaré viendo como el niño abre
nervioso y emocionado sus regalos. Aguardaré a que deje de
llover, aguardaré a que las tinieblas se disipen de la ciudad.
Frío. Un escalofrío estremece mi cuerpo. Unos golpes en
la puerta me devuelven súbitamente a la realidad. Flotan, en
mi mente confusa y aturdida, formando parte de una grotesca
danza demoníaca, el procedimiento abreviado, el Tribunal
Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Fiscal
General del Estado y cuantos abogados fiscales forman parte
de la Junta de Fiscales de Sala. Son necesarios algunos segundos
para darme cuenta de que mi relevo ha llegado y aporrea
la puerta con nerviosismo. Abro la puerta, su cara de alarma
se difumina y suspira aliviado.
—¡Qué susto!, ayer te dejé tan deprimido, no abrías la
puerta, temí lo peor.
Mi risa inicial desemboca en una estruendosa carcajada, y
esta contagia a mi compañero, ambos tenemos lágrimas en
los ojos por causa de la risa, nos fundimos en un sincero
abrazo, la primera risa y el primer abrazo del año.
—Feliz año nuevo —nos deseamos de todo corazón, fundidos
en un abrazo—. Y gracias por estar en mi entierro —le
digo cuando se ha ido al vestuario y no puede oírme.
No recuerdo cuándo ha cesado la lluvia, pero afortunadamente
ha cesado. No recuerdo cuándo ha comenzado a dolerme
la cabeza, ¿será por la ingestión de cava en vaso de
plástico o por los psicotécnicos? Tengo ganas de marcharme,
llegar a casa, besar a Raquel y al niño y sumergirme en las cálidas
sábanas, descansar. Comunico las novedades del servicio
a mi compañero y tras un breve diálogo plagado de arquetípicas
frases navideñas y palabras de cortesía, nos despedimos.
El aire gélido de la mañana azota mi rostro, un golpe metálico
a mi espalda indica que la puerta ha sido cerrada. El
frío transmite una placentera sensación de libertad, camino
despacio en dirección a donde tengo estacionado el vehículo,
trato de degustar la calma y permito al relente del amanecer
despertar mis sentidos. Busco en los bolsillos.
—¿Dónde he puesto la maldita llave?, siempre me sucede
lo mismo, ¡ah, por fin!, aquí está, sería gracioso comenzar el
año perdiendo las llaves del coche.
Al doblar la esquina, mis ojos enrojecidos y cansados por la
falta de descanso chocan con un objeto voluminoso, se trata de
una caja de cartón humedecido por el agua de los inevitables
charcos. La cesta se halla pegada a la pared del edificio en la
zona trasera, me asusto, pienso en lo peor, no he observado
nada a través de las cámaras, la caja no estaba ahí ayer, ni en
el transcurso de la noche tampoco. Desconfío, me imagino la
peor circunstancia posible. Me han colocado una bomba en
algún descuido o durante el relevo.
Inspeccionó la caja sin tocarla. La observación no desvela
nada, ninguna información, decido estudiarla mejor y esto
implica mayor riesgo. Introduzco dos dedos bajo los laterales
con extrema precaución, pulso firme y una elevada dosis de
miedo que, ahora sí, flota a mi alrededor. Como he decidido
vivir, ahora sí tengo miedo a morir.
Tenía la esperanza de que no fuera demasiado pesada, entonces
podría tratarse de desperdicios navideños, basura tirada
descuidadamente, mas no es así, tiene un peso considerable y
decido no tocarla más para no correr riesgos innecesarios. Me
dirijo al interior del edificio con rapidez, me abandonan de repente
tanto el sueño como el dolor de cabeza, es curioso como
despeja la percepción del peligro. Comunicaré el hallazgo a mi
compañero y llamaremos a la policía.
Un llanto ahogado interrumpe mi carrera frenándome en
seco, un lamento desesperado sale de la caja, parece el maullido
de un gato o el lastimero aullido de un cachorrillo de
perro. Respiro reconfortado, regreso hacia el cajón dispuesto
a abrirlo, no hay peligro, se trata, a buen seguro, de algún animal
de compañía abandonado por no entrar en los planes vacacionales
del animal de su dueño. Destapo el arcón y
entonces el terror regresa a mi mente, la sorpresa es inmensa.
Un bebé, un niño recién nacido se desgañita a llorar con
sus últimas fuerzas envuelto en una toalla con restos de sangre
y líquido amniótico. Desnudito, como ha llegado al
mundo, lo han abandonado, ¡hijos de...! El cordón umbilical
rodea su trémulo cuerpecito. Azul, amoratado, aterido de
frío, aprieta los párpados arrugando sus estriadas facciones
y cierra las manos agitándolas tímidamente, torpemente,
como intentando golpear a la noche, tundir a la madre que le
ha abandonado a su recién nacida suerte.
—¿Quién puede haberte hecho esto, quién puede ser
capaz de algo así?.
No hay tiempo para preguntas, ahora no, la rapidez de
reacción puede ser, es, definitiva. Cojo al niño en brazos, intento
transmitirle un poco de calor con mi aliento y mi proximidad,
corro atropelladamente hacia el interior del recinto.
Golpeo con violentas patadas la puerta, el compañero abre
aturdido por mi urgencia, probablemente cree que me he
vuelto loco, y en parte es así. La palidez de su semblante anonadado
se agrava al ver un extraño paquete en mis manos y
se transforma en un tono purpúreo al oír el llanto.
—¿Ocurre algo malo?, ¿qué traes ahí?
—Es un bebé abandonado, llama a la policía, rápido, está
helado el pobrecito.
Improviso con dos sillas una parihuela, lo acuesto en ella y
lo acerco al radiador, su lamento es ahora más enérgico, sabe
que le llega ayuda, lo intuye y me reprocha el haber tardado
tanto. La centralita de la policía está colapsada, no en balde es
año nuevo, hay accidentes, intoxicaciones etílicas, agresiones,
incluso un imbécil paseando desnudo por Gran Vía sembrando
el pánico o la risa y cogiendo una pulmonía. Por fin
atienden la llamada, gracias al cielo, comprueban el aviso dos
veces cerciorándose de que no es una broma, y yo me pregunto:
«¿Habrá alguien capaz de jugar con algo así?». Deseo
que la respuesta correcta sea negativa y no haya irresponsables
dedicándose a macabras bromas, pero nunca se sabe en este
mundo de locos que hemos creado, en los tiempos extraños
que vivimos. Dan prioridad a nuestra llamada, el nudista esperará
y continuará exhibiéndose por la ciudad, cuando esté
postrado en cama con una neumonía de caballo, recapacitará.
Una sirena lejana se mezcla con el preocupante llanto de
la criatura al tiempo que va dejando de parecer lejana. Los
agentes quedan tan impresionados como yo.
—A este niño debemos trasladarlo de inmediato al hospital.
Lo cogen desmañadamente con la impericia de los solteros,
me piden, con unos modales que parecen no admitir negativa
que les acompañe. Así lo hago sin vacilaciones,
surcamos la ciudad a vertiginosa velocidad a bordo del coche
patrulla, indiferentes al color de los semáforos, ajenos a todo
excepto a salvar la pequeña vida de un ser diminuto, cuyo
cuerpecito helado y hambriento viaja en los brazos del funcionario
en el asiento de atrás.
La angustia se adivina en nuestros tensos rostros, la ansiedad
se puede palpar, respiración contenida, silencio, tan solo
el llanto desolado del pequeño y el sollozo urgente de la sirena
abriéndonos paso en el amanecer, son audibles. Se adivina
el miedo, miedo a no llegar a tiempo, miedo a un
accidente, no por la posibilidad de sufrir heridas propias, sino
por la imposibilidad de ayudar al bebé.
Fue un breve viaje aunque se me antojó eterno. La entrada
en la zona de urgencias del hospital, espectacular escena de
película americana, el coche patrulla derrapando en el húmedo
asfalto, los frenos desprendiendo humo, las ruedas chirriando
estrepitosamente hasta la total detención del
vehículo. Agradecí abrir la puerta y salir a pesar del olor a
quemado, unos señores vestidos de blanco, que conocían
nuestra llegada, nos esperan y se llevan al niño a la velocidad
del rayo, luego, en la sala de espera de urgencias, el intervalo
eterno y angustioso, la incertidumbre, la impotencia terrible
de no poder ayudar y deber conformarse con no molestar.
Pasan lentos los segundos, los minutos no terminan de transcurrir.
No hay término medio, hasta este momento todo
transcurrió a velocidad de vértigo, ahora con lentitud exasperante,
el tiempo se vuelve viscoso y no corre, resbala
como el lodo. Una vida en juego y tres hombres sentados
de brazos cruzados, rezando, sin poder, sin saber colaborar.
Se abren las puertas, sale el médico, nos abalanzamos sobre
él casi derribándole, como padres novatos e histéricos ávidos
de noticias.
¡Fuera de peligro!, lo ha dicho el doctor, fuera de peligro,
gritos de júbilo de los policías alborozados, los tres nos fundimos
en un espontáneo abrazo, unas lágrimas hacen acto de
presencia, deben de ser mías pues tengo la visión borrosa.
Después de la explosión de alegría, el galeno vuelve a tomar
la palabra.
—Se encuentra bien, ha estado al borde de la congelación y
no ha ingerido alimento desde su nacimiento, ha ingresado en
estado de total inanición. Ha habido que practicarle un lavado
de estómago pues había ingerido líquido amniótico antes del
parto, también hemos aspirado los pulmones y se le ha administrado
una primera toma de alimento, veremos cómo reacciona,
ahora está dormido. En reglas generales se encuentra
bien, pero deberá permanecer un tiempo en observación».
Los agentes de policía se marchan, para ellos continúa el
servicio, quizá su prioridad sea encontrar a los padres del
bebé abandonado o les ordenen detener al nudista de la Gran
Vía, no dicen su destino cuando estrechan mi mano y se despiden.
Solicito al equipo médico la posibilidad de visitar al
pequeño. Acceden. Tras unos trámites formales y burocráticos
cuya finalidad desconozco y cuya utilidad pongo en
duda, consigo verlo.
Está en la incubadora, me deprime un poco verlo a través
de un cristal y rodeado de cables. Duerme, parece tranquilo,
ha recuperado un color rosado más propio de un bebé que el
morado que teñía su piel cuando lo encontré. De improviso
y por un fugaz instante, un breve efluvio ronda mi mente.
La idea de la adopción. Comento la posibilidad utópica al
personal médico, me remiten a un asistente social, quien muy
amable me informa.
Haberle encontrado y salvado la vida no me proporciona
privilegio ni preferencia alguna, ningún derecho sobre el
niño. Acepto de mala gana, para qué nos vamos a engañar,
no comparto, pero acepto. Me pregunto si tendré acaso derecho
de asesinar a los padres irresponsables que lo abandonaron.
No, me dicen que tampoco, entonces incurriría en delito,
¡vaya con la Ley!, siempre protegiendo al delincuente. El
único privilegio que tengo es visitarle cuando quiera sin importar
horario y elegir su nombre si lo deseo.
Me despido del equipo médico, en el registro decido su
nombre, se llamará como mi padre, Mariano. Salgo a la calle,
tímidos rayitos de sol pugnan por imponerse al crudo invierno,
cansancio y alegría me hacen flotar en una atmósfera
irreal, estoy viajando en una nube, veo el mundo a través de
un cristal de múltiples colores preciosos e inauditos.
El frío me transporta a la realidad, me obliga a regresar a
la vida diaria. En primer lugar debo ir a recoger mi coche y
sería conveniente llamar a casa, seguro que Raquel está preocupada
por mi tardanza. También debería dormir un poco,
esta noche tengo servicio otra vez, una vez más. La vida sigue
igual o por lo menos, muy similar a como era antes.
«Un vigilante encuentra a un niño recién nacido abandonado,
al salir de servicio el día de año nuevo y le salva de
morir congelado». Conduciendo camino de casa escucho la
noticia en la radio, buena prensa en esta ocasión, lo siento por
nuestros detractores, esos hubieran preferido el otro desenlace,
el vertido escatológico, el tiro en la sien, en mi sien.
Hay una gran diferencia entre la situación actual y la imaginada
en mi depresión la pasada noche. Una sonrisa se instala
en mis labios, estoy agotado, pero tengo una corazonada,
un buen presentimiento; intuyo la larga duración de la sonrisa
en mi rostro, mi mala racha va a concluir, lo sé, esa es mi
impresión.
Si no hubiese quitado la primera bala del revolver yo estaría
muerto, Mariano seguramente estaría muerto, tirado,
congelado dentro de un féretro de cartón fétido y húmedo.
En cambio los dos seguimos vivos. Tengo la impresión de
haber entrado con buen pie en este nuevo año, tengo la agradable
sensación de vivir y haber iniciado el año salvando dos
vidas. ¿Existe modo mejor de comenzar una época?
La lluvia ha cesado y me ha regalado una ablución que ha
extirpado mi depresión, seguiré preparando las oposiciones
con gran esfuerzo, seguiré desarrollando mi modesto trabajo
de paupérrimo sueldo, sin embargo algo ha cambiado, puedo
sentirlo en mi interior, algún giro vertiginoso han experimentado
al unísono dos vidas.
Ya es primavera, el tiempo transcurre inexorable, ajeno a
las circunstancias particulares de los millones de seres del planeta,
cuyas vidas imperceptibles se suceden en la infinita magnitud
del universo. Cinco meses han pasado ya desde aquella
noche inolvidable, nochevieja, última noche del año, que bien
pudo ser la última de nuestras vidas. Hoy, llenos de primavera
nuestros destinos, es momento de recordar y agradecer.
En la lejana aventura de esa noche, me encontré con la colaboración
y profesionalidad de varios empleados de distintas
administraciones públicas: policías, celadores, enfermeras,
médicos, asistentes sociales, auxiliares administrativos; personas,
en definitiva, que un día fueron opositores y tuvieron
mis mismos problemas, idénticas aspiraciones dudas e inquietudes.
¿Quién sabe si no habremos coincidido en alguna
convocatoria y luchado por la misma plaza? Quiero dar las
gracias a todos ellos, desde el momento en el cual decidieron
opositar, comenzaron a salvar la vida de Mariano.
Y gracias a ti también, pequeño Mariano, no solamente
ahuyentaste mi depresión, además trajiste un pan debajo de
ese trémulo brazito tuyo, amoratado y débil. La buena fortuna
que hasta entonces me había vuelto la espalda con estólida
contumacia ahora me sonreía. Me presenté a las oposiciones
de correos por inercia, por costumbre, sin ilusión de aprobar.
Pagué la tasa de derechos de examen por ser primeros de mes
y tener el sueldo recién cobrado, presenté la instancia convencido
de suspender, no estaba preparado, pocas horas dediqué
al estudio, no quería descuidar las de Justicia, mi
primer objetivo, mi sueño, mi ilusión, y no disponía de
tiempo, no podía robar tiempo al tiempo. El día del examen
surgió un servicio especial, un refuerzo en mi centro de trabajo,
y para no variar me tocó realizarlo a mí. Desistí de presentarme
al ejercicio. No obstante el destino ya había tejido
el entramado y urdido la sucesión de circunstancias, de coincidencias,
la concatenación de situaciones favorables necesarias
para que la flauta, por casualidad, sonara.
Y sonó.
Ya estaba vestido, la mochila preparada, el uniforme planchado,
todo dispuesto para ir al trabajo, entonces sonó, sonó
el timbre estridente del teléfono, sonó la flauta por casualidad.
Respondí a la llamada, era el inspector de guardia. Se
había suspendido el refuerzo, los sindicatos alcanzaron un
acuerdo con la empresa, la huelga se desconvocaba, no era
necesaria mi presencia, tenía el día libre. Iba ponerme de
nuevo el pijama aún tibio y regresar a la dulce caricia de las
sábanas, cogería el sueño sin problemas, pero Raquel tendió
su mano hacia mí dándome un bolígrafo desde el refugio del
cobertor y dijo:
—Vete al examen, has pagado y estás despierto, coge el
coche y prueba suerte.
Obedecí a regañadientes por no discutir con ella, la afluencia
masiva de opositores al lugar de la prueba provocó un
monumental atasco, aparcar era misión imposible, casi no
llego a tiempo. Por suerte mi apellido empieza por «U» y soy
siempre de los últimos de la lista, si mi padre llega a apellidarse
«Abad» en vez de «Utrillas», no hubiera entrado a la
realización del ejercicio, pero ahora la fortuna era mi aliada.
No me puse nervioso, en absoluto, mi relajación era total
por primera vez en un examen. Quien nada sabe, nada puede
perder y nada teme. Nada temía, en efecto, y así, sin temor, comencé
a leer las preguntas. ¡Inaudito! Comprendía de inmediato,
sin segundas lecturas y las respuestas fluían de mi
memoria al papel con rapidez y claridad. Finalicé el examen
de los primeros, yo, que entre mis características cuento con la
exasperante lentitud, y siempre suena el timbre y sigo escribiendo,
en esta ocasión finalicé y faltaban quince minutos aún
para la expiración del tiempo marcado por el tribunal. Tenía
algunas respuestas en blanco, pocas, pero había, y las sorteé,
contesté al azar arriesgándome a restar puntuación, pero ¡qué
me van a restar, de donde no hay no se puede sacar!
No me molesté en repasar las contestaciones a pesar de
que había tiempo para ello, firmé, me levanté y me fui. Sin
esperanza ninguna. Desastre seguro, batalla perdida.
No me preocupé ni de ir a mirar la lista de aprobados,
¿para qué?, y no obstante, un amigo me llamó felicitándome,
estaba entre los elegidos, aprobado, tuve suerte, la flauta
había sonado por casualidad. Había aprobado, era funcionario
de correos.
Mi nota no me permitió, como era lógico, elegir destino;
pero incluso esa circunstancia fue producto de mi buena estrella.
Obtuve en propiedad una plaza en un pueblecito ínfimo,
en la Sierra de Albarracín, en la provincia de Teruel,
allá donde se da la vuelta el viento, donde nadie quería ir. Mi
esposa ha conseguido, sin ningún tipo de problema, el traslado
al mismo pueblo, por idéntico motivo nadie quiere ir tan
lejos de todo, fuera del mundo, casi incomunicados. Así pues,
ella es la maestra y yo el cartero. A la escuela acuden niños
de otros pueblos y aldeas cercanas, aquellos mismos pueblos
y aldeas a los cuales yo debo desplazarme diariamente a repartir
la correspondencia.
Tenemos un pedacito de tierra que, a base de terquedad,
hemos aprendido a cultivar y con mucho trabajo y esfuerzo,
hemos convertido, de esquilmado carrascal plagado de
abrojos, en fértil huerto del que proceden parte de los alimentos
que consumimos. Nos hemos liberado del estrés, del
agobio de la gran ciudad, y del largo y duro camino de las
oposiciones.
El niño crece en un ambiente sano y agradable, lejos de la
polución y de la delincuencia, lejos de padres irresponsables
y asesinos que abandonan a sus hijos recién nacidos, lejos de
la masificación de las aulas; su madre es también su profesora,
este pueblo es un paraíso para él, es el edén para nosotros.
A menudo me acuerdo de Mariano. Vamos a visitarle algunos
fines de semana, ya pesa nueve kilos, cuando me ve
me sonríe con timidez. Estoy seguro, sabe quien soy, sabe que
yo lo encontré. Me atrevería incluso a afirmar que se parece
a mí. Hay un matrimonio joven interesado en la adopción, ya
han iniciado los trámites, parece estar todo encarrilado. Serán
unos buenos padres, lo sé, son agradables, personas cultas,
educadas, ambos son funcionarios de un ministerio, eso implica
tiempo libre, todas las tardes enteras para dedicar al pequeño.
Todo parece resuelto de forma satisfactoria, y
resultaba tan complejo, tan enrevesado e imposible hace unos
meses. La vida es así.
DOS VIDAS. Estuvieron próximas a extinguirse con la llegada
de un nuevo año, pero remontaron el vuelo justo a
tiempo, sus horizontes continúan abiertos, llenos de esperanza.
Yo, por mi parte, sueño con un lejano día, cuando ya jubilados,
entrados en años y aduncos, cuando Raquel y yo pasemos
nuestra vejez solos en este pequeño pueblo, y todos
los atardeceres nos sentemos en el quicio de la puerta, al
fresco relente de la sierra; será entonces cuando la silueta de
dos jóvenes aparecerá, desdifuminándose poco a poco, por
el polvoriento atajo de la carretera. Fundidos en un abrazo
de hermanos, nuestro hijo y Mariano vendrán a visitarnos.
Nuestras vidas han cambiado, ahora somos felices, buscamos
setas entre los barrujos al atardecer, hemos luchado,
hemos atravesado malos momentos, yo sobre todo, pero por
fin hemos encontrado el paraíso, sin embargo eso es otra historia
y por lo tanto debe ser contada con todo detalle en otra
ocasión.
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