ESCRÍBEME
EL MAR
No sé si me duele más el corazón o la espalda,
no sé si se
me
parte el alma o son los huesos, después de pasar todo el
día
cavando trincheras es normal tener el cuerpo baldado,
después
de dos años de guerra civil es lógico tener un tanto
desubicada
la razón.
Y
qué decir de los cambios de temperatura tan extremos,
del
siniestro frío soportado en la batalla de Teruel desde diciembre
hasta
febrero al sofocante calor de agosto que venimos
padeciendo
en la zona centro.
Y
aquí me hallo, igual que todos mis compatriotas, inmerso
en
una contienda que parece se va eternizar, cavando trincheras
desde
poco después de amanecer hasta poco antes del ocaso. Por
hoy,
la jornada ha terminado para el regimiento de zapadores,
ahora
los componentes de mi reducido destacamento nos dirigimos
al
Juncarejo, un colegio de Valdemoro convertido en hospital,
que
nos sirve de alojamiento, donde, además del merecido
descanso,
tengo unos momentos para escribir, y para disfrutar
de
la presencia de algunos niños que han quedado allí por hallarse
heridos
o enfermos, en espera de ser desalojados a la zona
de
Levante cuando sus males y nuestra guerra lo permitan.
Apenas
bajo del camión, sin apenas tiempo de soltar el fusil
y
la munición, me asalta, como todas las tardes, la misma niña.
Tendrá
doce, tal vez trece, quizá once años, no lo sé precisar,
me
aguarda para llevarme a ver el mar.
—Vamos,
Miguel —me dice mientras desliza su mano
tibia
en mi ruda mano de excavador de zanjas—, vamos a ver
el
mar.
Después
de todo el día con el pico y la pala bajo un sol de
justicia,
no es que me apetezca demasiado dar un largo paseo,
hasta
llegar a los restos de la ermita de Santiago y allí sentarnos
junto
al arroyo de la Cañada
para hablar del mar. Sin embargo,
no
me puedo negar, ¿cómo negar una pequeña distracción, tal
vez
su único juego, a una niña que tiene que soportar una guerra
y
que aguarda todo el día anhelando ese instante de asueto?
Por
el camino me cuenta que ha ayudado a las enfermeras a
efectuar
alguna cura a los heridos menos graves y que también
ha
recitado, de memoria y con gran éxito, algunos de
mis
poemas, a los enfermos. Ella ya está recuperada de sus heridas,
o
al menos ya está hecho todo cuando se puede hacer,
pues
arrastra secuelas que perdurarán toda su vida. En el próximo
convoy
que parta hacia zonas menos afectadas por el
conflicto
bélico se marchará y nunca más volveré a verla. Jamás
volveré
a ver el mar junto a su inocencia infantil.
—Recítame
lo que has escrito hoy —dice con una sonrisa.
—Pero
si no he tenido tiempo, mi niña, hoy no he podido,
todavía,
escribir nada de nada.
—Estoy
segura de que algo tienes en la cabeza, algunos
versos
te han estado rondando, lo sé, tú siempre piensas en
poemas.
—Bueno
—no me queda más remedio que asentir pues
además
tiene razón, no lo he escrito, pero algunos versos rondan
mi
cabeza—, no está terminado, a ver qué te parece, lo
he
pensado mientras me acordaba de ti.
—Seguro
que es bonito, venga, Miguel recita ese nuevo
poema.
—Son
solo seis versos, ya te digo que no está terminado,
dice
así:
Cerca del agua te quiero llevar
porque tu arrullo trascienda del mar.
Cerca del agua te quiero tener
porque te aliente su vívido ser.
Cerca del agua te quiero sentir
porque la espuma te enseñe a reír.
—Es
precioso, Miguel, lo tienes que terminar antes de dormir
y
mañana me lo tienes que recitar hasta que yo lo
aprenda.
Llegamos
a la pequeña cima que se alza entre los dos arroyos,
me
siento a la sombra de un olivo, una ligera brisa hace
agradable
la puesta de sol.
...
Mira, Miguel, qué bonito está hoy el mar, desde aquí
puedo
oír las olas, rompen con fuerza contra la arena, y rechina
arañándola
mientras la arrastra hacia las profundidades,
y
se retira, y de nuevo el susurro del agua avanza
convirtiéndose
en rumor y en estruendo al tropezarse otra
vez
con la playa, y así una vez y otra, una ola y otra. Miguel,
¿acaso
tú no las oyes?
—Claro
que las oigo, es imposible no escuchar la fuerza
de
ese oleaje incesante.
—Mira,
Miguel, qué bien huele hoy el mar, desde aquí
percibo
su aroma, huele a sal, a pescado fresco, a agua en libertad,
a
espuma viva y a cresta de ola coronada por las barcas.
Miguel,
¿acaso tú no hueles el mar?
—Sí,
lo huelo, cómo no respirar esos aromas que la suave
brisa
marina nos acerca y nos regala, pues claro que puedo
olerlo.
—Mira,
Miguel, qué bonito es el mar, desde aquí se disfruta
ese
color azul y verde y blanco, el reflejo del sol que se
va
a esconder ya en él le da ese tono magenta, la gran bola de
fuego
se va a zambullir en las aguas que apagarán su fuerza
hasta
mañana. ¿Sientes los últimos rayos del sol en tu mejilla
derecha?
—Sí,
a pesar de la guerra, el sol sigue saliendo por el Este
y
se pone por el Oeste. A la grandeza del sol y a la sinceridad
del
mar, la crueldad de la guerra no les afecta, este es un mar
de
vida, un océano de inocencia, un mar lleno de puertos de
esperanza
y de nuevos amaneceres.
—Pero
ven, Miguel, no te quedes ahí sentado, vamos a
acercarnos
más, mucho más, hasta poder rozar esa arena fina
y
cálida que tanto brilla.
Nos
tumbamos en la arena para que el mar nos alcanzara,
aguardamos
allí donde moría su oleaje escapando de su caricia
en
el último suspiro, reímos y olvidamos todo lo que no
fuera
alegría, lo que no fuera mar. Y vimos, y vivimos el mar
hasta
la hora de regresar.
Y
en el camino de vuelta hacia el colegio situado al sur del
pueblo
me obligó a prometer que mañana regresaríamos a
ver
el mar. Aferró fuerte mi mano, como si la ilusión se convirtiera
en
miedo y me dijo.
—Dame
fuerte tu mano, Miguel, que «mis ojos sin tus ojos
no
son ojos».
En
efecto aquella muchacha precisaba de mis ojos para regresar,
ella
no tenía.
La
explosión de una mina se los robó, entre otras lesiones,
le
había causado ceguera total y permanente. No había podido
ver
el mar, y no solo por su ceguera, también porque el
término
municipal de Valdemoro se encuentra a seiscientos
kilómetros
de cualquier playa. Lo que ella guardaba en sus
ojos,
en sus oídos, en su nariz y en su corazón era el recuerdo
del
mar, la necesidad de un océano de inocencia y libertad.
Llegó
antes el día en que mi regimiento terminó el trabajo
y
emprendió la marcha que aquel en que los niños del colegio
del
Juncarejo debían partir hacia tierras más seguras, al despedirme
de
mi querida niña ciega ella pronunció frases que
nunca
se borraron de mi mente.
—Miguel,
tú que eres poeta, escríbeme el mar. Escríbeme
el
mar todos los días para que yo lo aprenda y lo pueda recitar
todas
las noches.
—Veo
el mar en tus ojos, chiquilla.
—Lleva
siempre los ojos bien abiertos, Miguel, hazlo por
mí,
todo lo que ocurra, todo lo que veas, me lo tienes que escribir,
me
lo tienes que contar, nunca cierres los ojos, llévalos
siempre
bien abiertos aunque te ardan, que nadie apague tus
versos
ni cierre tus ojos.
Nos
fuimos con la guerra a otra parte, alzó su mano y me
dijo
adiós hasta que el camión se perdió en el bosque, me despidió
como
si de verdad hubiera podido verme, como si yo
fuera
parte de su mar.
Y
guardé por mucho tiempo su imagen en el recuerdo y
sus
frases en el alma y le hice caso, siempre mantuve los ojos
abiertos
aunque en ocasiones me quemaban y siempre escribí
los
sentimientos que me producía cuanto veía. Allí mismo,
sin
llegar a salir de los muros que cerraban la finca del colegio
me
surgieron tres versos que me faltaban para acabar un soneto
que
titulé «Ojos, no son ojos».
—Los olores persigo de tu viento / y la olvidada imagen de
tu
huella / que en ti principia, amor, y en mí termina, recité
mientras
los
escribía.
Yo
entonces no lo sabía, ¡qué dulce es la ignorancia! Y sin
embargo,
me restaba poco tiempo de vida a pesar de mi juventud.
Y
dirán después aquellos que supervivan, que al morir
fueron
incapaces de cerrar mis ojos, tal empeño tendré yo en
mantenerlos
abiertos que ni la muerte conseguirá entornar mis
párpados.
No obstante, lo que nunca dirán aquellos que me
conocieron,
me vieron y me sobrevivieron, porque nadie
sabrá
nunca mi secreto, es que unos momentos antes de producirse
mi
fallecimiento, en el preciso instante que las fuerzas
comiencen
a fallarme y tiemble el lápiz en mi mano, una
bruma
suave me traerá una voz y oiré un poema que habla
del
mar, de la libertad y de la inocencia.
La
última niebla me traerá la voz dulce de mi chiquilla que
sin
tener ojos veía el mar.
La
postrera bruma de la vida me traerá la melodiosa voz
de
mi chiquilla ciega recitando su mar.
REGRESO AL NICHO 1009
La niebla corta la oscuridad como un cuchillo y oculta a la luna que supongo
y, deseo llena; la noche se puebla de bruma y en ella tiemblan voces; imagino
espectros, siento presencia y… me nace el miedo.
Adoleceré
de falta de originalidad y diré que lo intuía, estas sensaciones confirman mis
temores, fundamentan mis sospechas, esta noche es especial en este lugar y,
para mí, será tétrica y larga.
El
valor no es una de mis virtudes, no obstante acepté este puesto de trabajo, en
el cementerio, por pura necesidad de supervivencia. Había agotado la prestación
por desempleo, mis ahorros se habían esfumado, no me podía permitir decir que
no a una oferta laboral sea cual fuere y, por lo tanto dije sí. Y no todos los
días me arrepiento, pero algunas noches sí.
Y
esta noche de luna llena tamizada de niebla, va a ser una de esas ocasiones en
las cuales maldiga mi decisión, lo sé. Hace lustros que sucede y este año no va
a ser una excepción, al contrario, precisamente este año, sucederá con más
razón.
En
otras ocasiones he oído susurros, rumores; he sentido presencias, he
presenciado presentimientos; he visto sombras deslizarse evanescentes,
misteriosas; y, por si todos esos sobresaltos no fueran suficientes, cada
treinta de octubre, sucede esto. Pura magia incomprensible o inexplicable que
empieza con una mirada, unos ojos oscuros y muy abiertos que, ávidos de luz, me
miran por un instante.
Pero
vayamos despacio y en orden cronológico, contaré primero lo acontecido ayer y
luego, si hay ocasión, lo que suceda hoy según vaya ocurriendo.
Ayer
el día comenzó lloviendo. Una tormenta gris e infernal, con viento de ráfagas
fuertes y gélidas. Septiembre había sido soleado y cálido, en cambio en octubre
todo cambió; todo, no solamente el tiempo, y yo sabía que aquellos cambios eran
un mal presagio, un funesto augurio…
Aquel
nuevo día no me gustaba y menos aun me atraía su noche. Los truenos no cesaban,
parecían enfadados y no permitían la aparición del habitual y necesario
silencio nocturno. Y eran truenos de esos desgarradores que interrumpen el
descanso si has tenido la fortuna de haber conciliado el sueño, truenos
hórridos de los que arrastran miedos consigo y ya no te permiten dormir si te
sorprenden despierto.
Las
gotas de lluvia castigaban el mármol de las tumbas sin descanso. No sé cómo
alguna vez llegué a pensar que era grato y relajante ese ruido estridente. De
repente cesó el temporal, como si una parte de mis oraciones hubieran sido
escuchadas y las peticiones formuladas en ellas, concedidas. Sin embargo, una
tiniebla amenazadora y tan silenciosa que se podía escuchar su sonido,
resultando este tan horrísono y estrepitoso como el de la furia de la tormenta,
sucedió al chaparrón.
El
frío de la noche y la humedad persistente golpeaban en mi rostro manteniéndome
despejado, el miedo me mantenía alerta, atento a cualquier sonido, a cualquier…
mirada. En el cementerio apenas se vislumbraban sombras y de vez en cuando, con
ayuda de los rayos, la intermitente blancura violenta de las lápidas impactando
contra el fondo negro se las tinieblas.
Y
entonces lo vi.
No
era un fantasma esa figura oscura que ayer surgió entre las tinieblas dándome
un buen susto, era mi predecesor en el puesto, un vigilante ya jubilado, aquél
que había resistido tanto tiempo de misterios e incertidumbres en el cementerio
de Orihuela, que ahora, ya apartado del servicio, apenas podía dejar de
visitarlo a diario. Tal era la atracción que ejercía el camposanto.
No
me produjo demasiado pavor su presencia, lo había visto en otras ocasiones y
supe enseguida que era él, que esta vez no era un espectro ni un engendro, que
se trataba, al menos por el momento, de alguien humano y vivo.
En
cuanto puso el pie dentro del cementerio fui tras él, lo seguí, aunque bien
sabía yo el lugar al que se dirigía. Al nicho 1009. Se detuvo en una zona casi
en penumbra, allí donde la luz de las farolas del paseo nunca se atreven a
entrar, frente a un nicho sin flores que ya nadie visita porque está vacío. El
famélico esqueleto que sucedió al famélico cuerpo que lo habitaba, fue
trasladado hace tiempo, en 1987 si no recuerdo mal, a otro panteón donde reposa
en la actualidad junto a su esposa y su hijo.
_
Miguel ya no está ahí y tú lo sabes mejor que nadie- dije sin saludo previo.
_ Sí
lo sé, pero aquí estuvo mucho tiempo, casi tanto como yo he estado cuidando de
este recinto sagrado.
_ Y
¿qué te trae hoy por aquí y a estas horas intempestivas?
_
Mañana es su cumpleaños, ¿lo sabes, verdad? Su centenario para más detalle.
_ Sí
lo sé, es una fecha marcada en rojo en mi calendario.
_ No
temas, lleva años sucediendo, son sus amigos, vienen a saludarle, pasan un rato
con él, lo felicitan según su propia ambigua tradición y, tal como parecen, se
vuelven a marchar. No te pasará nada malo.
_
Quizá, pero sigue sin gustarme, no consigo acostumbrarme.
_
Este año será especial.
_ Lo
dices por que se trata del centenario de su nacimiento.
_
Sí, pero hay algo más- me dijo tendiéndome un recorte de un periódico y
poniéndolo al alcance de mi mirada. Solo leí el titular, no había luz
suficiente para desenmarañar las pequeñas letras negras del resto del artículo
que se apelotonaban confusas en la oscuridad, no obstante, con lo que vi fue
suficiente para comprender de qué se trataba.
“
En
breve aparecerán dos poesías inéditas de Miguel Hernández”.
_ A
estas alturas nuevos poemas, ¿crees que es cierto o es un titular más de la
prensa sensacionalista con motivo del centenario?- no respondió pero por la
forma en que me miró supe que sí. Creía que era cierto. Lo sabía.
Estuvo
mucho tiempo en silencio, mirando fijamente al nicho 1009, movía sus labios
pero no emitía sonido alguno, pensé que rezaba, luego, de repente, comenzó a recitar
un poema.
_
“Sí se me acaba la vida
y
de mí no sabes más
busca
en la tierra de España
que
cruzado a sus terrones
en
ella me encontrarás…”
_ Es
uno de los poemas nuevos ¿verdad? Los tienes tú.
_
Sí, es un romance, se titula: “Si se me acaba la vida”, el otro es una silva
asonantada, su título: “El retorno”.
_ Si
me permites la pregunta, ¿cómo han caído en tus manos?
_
Eran de mi padre, compartió literatura y trincheras con Miguel, fueron
compañeros del mismo bando durante la guerra, estuvieron juntos todo el año
1937, el poeta le regaló dos poemas escritos de su puño y letra cuando se
despidieron y sus vidas se separaron. Mi padre me los entregó poco antes de
morir, poco antes de volver a ser compañero de Miguel aquí, en el cementerio,
estos dos poemas eran su tesoro más querido, ¡están tan deterioradas las dos
cuartillas de tanto manosearlas y leerlas que casi se les cae la tinta!
_
¿Estás completamente seguro de que son obra de Miguel Hernández?
_
Totalmente seguro, además de tener el testimonio de mi padre, con lo cual ya
sería suficiente garantía, he visto y estudiado sus características literarias,
están plagados de referencias a su tierra amada, de ecos amorosos y
sentimientos de dolor, de palabras de sangre y de gritos de muerte. Tienen
todas las características de la escritura de Miguel.
_
¿Conservas entonces los originales con la letra del poeta?
_
Los conservaba hasta hace un par de días, ahora no sé dónde están, aunque lo
sospecho. Por estas fechas siempre me sucede lo mismo, desaparecen
misteriosamente, no los encuentro donde los dejé, se evaporan abandonando en
lugar donde los guardo, no hay caja fuerte ni combinación que consiga
retenerlos. Vuelan. Después, al día siguiente de su cumpleaños, vengo a
buscarlos aquí, al cementerio. Siempre los hallo al pie del nicho 1009.
Siempre. Si mañana no pudiera venir yo, ¿quieres tú buscarlos pro mí y
guardarlos hasta que yo regrese?
_
Sí, los buscaré y si los encuentro los guardaré, pero ¿por qué razón no podrás
venir tú, como siempre, a por ellos?
_ No
lo sé, es un presentimiento, una más de mis locuras. Desde que decidí publicar
los poemas tengo una extraña sensación, como si no estuviera obrando bien, como
si fuera a arrojar luz a una sombra secreta que no me pertenece y cuyo
propietario prefiere mantener en la arcana penumbra de la inexistencia.
_ Si
en verdad hay dos obras inéditas de Miguel Hernández la humanidad debe
conocerlas, no se pueden mantener en secreto, no se deben ocultar a la historia
de la literatura y menos ahora, en plena celebración del centenario del
nacimiento del poeta. No son tuyas, ni de tu padre, ni siquiera de Miguel, son
patrimonio de la humanidad.
_
Sí, piensas igual que yo, pero tal vez “ellos” no piensen lo mismo, mañana
obtendremos la respuesta.
Ya
había amanecido cuando llegué a casa calado hasta los huesos y con frío en
cuerpo y alma. La ducha consiguió hacerme entrar en calor pero también
desvelarme, di mil vueltas en la cama y ante mi inquietud creciente y el
nerviosismo que me impedía dormir, opté por levantarme.
Pasé
el día sumergido en el aturdimiento del insomne, creyéndome observado por unos
ojos oscuros permanentemente abiertos, leyendo poemas de Miguel, buscando
anécdotas de su vida…
No
lo mataron, ni siquiera tuvieron ese detalle que hubiera acortado su padecimiento,
lo dejaron morir en soledad, lo dejaron apagarse poco a poco, consumiéndose en
el dolor y la angustia de su celda. Quizá por eso murió con los ojos abiertos,
para no perderse nada de las miserias humanas, para que en sus pupilas, viera
quien lo amortajaba, el reflejo de la injusticia cometida, para que sus ojos
oscuros, en búsqueda permanente de la luz, me miraran cada año desde el
silencio de su niebla.
Y
aquí estoy de nuevo, en mi puesto, sumergido en la oscuridad de la noche en el
cementerio, hundido en el miedo; ya siento los ojos abiertos clavados en mi
cuerpo, ya oigo susurros, percibo carreras veloces en los pasillos vacíos del
camposanto, siento como se aproximan. Es ya medianoche, es ya treinta de
octubre y no podían faltar a su cita.
No
son fantasmas los que salen de la niebla, es la propia bruma la que nace de sus
lamas yertas. Son los mismos de siempre, sus amigo; son poetas y escritores,
todos ellos, como Miguel, ya fallecidos hace tiempo. Puedo verlos con mis ojos
asustados a la luz de la poca luna que atraviesa su niebla, ahí están: Juan
Ramón Jiménez, Neruda, León Felipe, Lorca, Vicente Aleixandre, Luis, Emilio,
Manolo, Alberti, Arturo, Pedro, Juan, Antonio Machado; levitan murmurando sus
poemas, avanzando entre la niebla que les nace a cada paso, se detienen a los
pies de una sepultura. La de siempre.
De
nuevo huele a azahar esta tierra yerta, de nuevo recitan versos sobre la tumba
donde yace Miguel y, despierta la mirada incesante del “hombre que acecha”
mientras yo tiemblo y “el rayo no cesa”. Parece de nuevo que el Miguel
amigo ha llamado a los poetas como hizo en vida y ellos, esta vez
sí, han acudido a su llamada.
Y
parece que ya desaparecen, difuminados en su niebla, se apartan de la tumba y
yo me acerco a ella. Sobre el túmulo de Miguel han escrito las manos
descarnadas de sus amigos un fragmento de uno de sus poemas:
“Callo
después de muerto.
Hablas
después de viva.
Pobres
conversaciones
desusadas
por dichas,
nos
llevan a lo mejor
de
la muerte y la vida.”
Al
final, justo encima de sus nombres, otra frase: Feliz centenario Miguel.
Se
ha trasladado el rumor de sus versos a otro lugar apartado, al sitio que bien
conozco; ahora toda la comitiva de aparecidos, arrodillados junto al nicho
1009, recitan un poema:
_
“No salgas al camino del retorno
que
el que esperas ha muerto.
Esconde
tus sonrisas y tus flores
y
sigue con la rueca de tu ensueño”.
Es
su amigo más cercano, Vicente Aleixandre, quien entona con mayor fervor los
últimos versos del poema:
_
“Soy viajero
de
un camino de horror
que
sella el labio, ciega los ojos
y
me abrasa el pecho”.
Se
levantan, se despiden, desaparecen. Sopla el “viento del pueblo” persiguiendo
aromas dulces sin calvarios, arrastrando ausencias en la niebla. En la bruma
desaparecen y ésta desaparece con ellos, como si fantasmas y nebulosa una sola
cosa fueran.
Siento
la mirada ardiente de unos ojos grandes y densos en mis manos, tengo una
promesa por cumplir: de “nacido en mala luna” paso a sentirme “perito en luna
llena” y, a su luz, que sí se atreve a iluminar el nicho 1009, busco dos
cuartillas escritas a mano. No tardo en encontrarlas, al pie del gélido mármol
que oculta la concavidad donde durante muchos años reposó el cuerpo de su
autor, las han dejado.
Dos
cuartillas, ambas escritas por las dos caras, repletas de sus letras dolorosas
y de su literatura ensangrentada. Cada una de ellas contiene un poema y un
pedacito de su alma: “Si se me acaba la vida” y “El regreso” rezan los títulos
de cada una de ellas en su inicio.
Se
le acabó la vida a Miguel demasiado pronto y no pudo regresar.
Ya
no hay niebla, ni fantasmas. Solo silencio, luna llena y letras inéditas en
azul melancolía, cubren la tumba del poeta.
* Nota del autor: El fragmento
escrito en negrita es una adaptación del inicio de otro relato, el titulado
“Croac” cuyo autor es Javier Valls Borja.
SÍNDROME DE ESTOCOLMO
No pude evitar
mirar de soslayo la verja que rodeaba la casa, no pude ni quise evitar volver
mi rostro, contemplar el anverso de la puerta, de la valla… de mi vida. No pude
evitar la tentación de observar el paisaje desde el otro mundo y contemplar el
lado desconocido.
Sentí vértigo, miedo,
nostalgia…amor.
Vértigo repentino por mi recién
estrenada libertad, tan soñada, tan lejana y de repente… hallada. Vértigo,
pánico a precipitarme dejando atrás una larga experiencia agobiante y no
obstante enriquecedora, traumática y sin embargo tan…segura.
Miedo a lo desconocido, a la
resurrección de mi pesadilla, a la vida, a no encontrar ahí afuera lo que nunca
me faltaba allí adentro.
Nostalgia de un amor, imposible desde
el mismo instante en que nació hasta el momento en el cual murió.
Porque doy por cierto su
desaparición definitiva, después del disparo no volvió a moverse, después del
portazo nada se escuchó, solo mis pasos atolondrados por la escalera, por la
gravilla del jardín, por el césped recién regado con la escarcha de mi
definitiva e irreversible ausencia. Al volver la vista atrás no puedo evitar
una lágrima, el dolor de la despedida, supongo.
Sé como se llama esta enfermiza necesidad mía, pero lucho contra ella y
gano la batalla final.
Corro hacia la libertad exterior, estoy segura, además de Miguel, ahí
afuera, tienen que existir más poetas, debe recitarse más poesía.
Quince años atrás.
La contemplo
como siempre, ella paseando por la arena, yo oculto entre la gente. Me embriaga
su juventud insolente, su desvergonzado movimiento de caderas al caminar. Me
cautiva el paraíso interminable de sus piernas tostadas por el sol. Envidio a
la brisa que impune acaricia su perfil mientras pienso y me pregunto, ¿cómo
será su piel bajo su escueto bikini?, morena en discreta oscuridad difuminada o
blanca en pureza y gélida nieve.
Mis ojos están clavados en esas
curvas perfectas cuyo tacto sueño, mis secretos anhelos pronto serán cumplidos,
pronto se harán realidad porque he decidido que será hoy. He reunido el valor
suficiente, tengo todo preparado, la casa, el coche, las cuerdas, la mordaza,
el cloroformo. Cuando llegue a esa cala solitaria y recóndita donde le gusta
nadar al atardecer, me acercaré y… empezará nuestro poema.
Otra vez el
pervertido de todas las tardes- murmura la joven contrariada antes de lanzarse
al agua-, ¿no tendrá nada mejor para hacer que seguirme y espiarme?
Se zambulle en las frías aguas de su
playa, nadie va a conseguir amargar su momento de descanso. Nada con buen
ritmo, con brazadas firmes, coordinadas. Después, a cierta distancia ya de la
arena, se deja llevar por las olas, se tumba de espaldas, abre brazos y piernas
dejando caer la cabeza atrás. ¡Qué deleite no hacer nada! Flotar, respirar,
dejarse mecer por las cerúleas aguas del mar mientras los últimos rayos del sol
le regalan su más confortable caricia.
Cuando el sol ya se oculta en el
horizonte emprende el retorno, sus brazadas ahora son lentas, no tiene prisa,
no quiere salir de su mundo, no quiere regresar y, sin embargo, todo lo que
tiene un comienzo debe también acabar.
Sale del agua, se dirige hacia su
ropa. ¡Vaya! El espía hoy no se ha conformado con observar desde su atalaya en
las lejanas rocas junto a la carretera, ha decidido acercarse hacia donde ella
suele ubicarse.
- ¿Hoy has pagado butaca de
privilegio?- le reprocha con altivez.
- ¿Cómo te llamas?- pregunta el
extraño sin responder.
- A ti que te importa cómo me llame
o me deje de llamar, lo que debes hacer es dejar de seguirme y de espiarme,
eres un mirón pervertido, un viejo verde.
- Perdona, no te seguiré más, no era
mi intención molestarte, sólo quiero saber tu nombre, yo… a mí puedes llamarme
Miguel.
- ¡Pues vete a la porra Miguel, vete
lo más pronto posible y quédate para siempre allí!
- Bueno no importa, desde hoy te
llamarás Josefina.
Es lo último que oye, el desconocido
avanza hacia ella y tapa con una tela su boca, su nariz, sus ojos… su
existencia. Un olor agradable y no obstante demasiado penetrante se instala con
rapidez en su cerebro, sus sentidos quedan embotados por el sabor azucarado y
picante, se marea, pierde el sentido.
Al despertar se intuye atada, la
cabeza le da vueltas, en la garganta tiene un picor insoportable pero una venda
que amordaza y aprieta sus labios no le permite toser. Está sentada, mira a su
alrededor desconcertada y aprecia, solo, una tenue oscuridad difuminando la
habitación. De repente una silueta se mueve, se acerca y una voz le habla con
melosa parsimonia. Debe ser Miguel.
- ¿Ya te has despertado? Empezaba a
pensar que me había excedido con el cloroformo, hubiera sido un desastre. Pero
no ha sido así, afortunadamente estás aquí, por fin.
Se mueve nerviosa, incómoda, mira
las cuerdas que aferran y dañan su piel con la áspera robustez de las maromas.
- Tranquila, no te haré daño, pronto
te liberaré de las ataduras y la mordaza, podrás moverte a tu antojo, pero
primero quiero que escuches y conozcas tu situación.
Hace un esfuerzo por gritar, sin
embargo su chillido muere sin llegar a nacer, se estampa contra el cruel bozal
quedando en leve gruñido ahogado dentro de la habitación.
- Este es tu nuevo hogar. No me
refiero a esta habitación sino a toda la casa. Puedes hacer en ella lo que te
plazca, es tuya. Cuando yo esté, podrás también salir a la finca exterior,
cuando esté ausente solo podrás moverte por el interior de la casa, nunca nadie
se ha acercado a este paraje pero, para evitar problemas y curiosos. Al
principio te resultará difícil adaptarte pero con el tiempo... aprenderás a
amarme.
Palideció por el terror, estaba
secuestrada por un loco que pretendía, encima, que se enamorara de él. Le vino
a la mente una escena de película de Almodovar, Átame. Recordó que sí, que al
final Victoria Vera se enamoraba de Banderas...
- Recitaremos juntos poemas de
Miguel Hernández, pasearemos por la espléndida e inmensa finca que rodea este
viejo y recóndito caserón, nadie nos molestara ni nos interrumpirá, estaremos
solos, tú, yo, la poesía... Josefina, Miguel y sus versos... Hoy te recitaré
uno antes de desatarte y a partir de mañana leeremos los dos, nos escucharemos
el uno al otro y el amor surgirá entre versos.
Ya no se molestó en tratar de
luchar, ni de gritar, estaba loco, había que seguirle la corriente y en cuanto
fuera posible... escapar.
- Se titula: “Vals de los enamorados y unidos hasta siempre”- la miró
para cerciorarse de su atención y comenzó a recitar.
- No salieron jamás
del vergel del abrazo.
Y ante el rojo rosal
de los besos rodaron.
Huracanes quisieron
con rencor separarlos.
Y las hachas tajantes
y los rígidos rayos.
Aumentaron la tierra
de las pálidas manos.
Precipicios midieron,
por el viento impulsados
entre bocas deshechas...
¿De verdad aquel demente pensaba que
le podían gustar esos versos? ¿En serio confiaba en que ella se enamorara de
él?
- Recorrieron naufragios,
cada vez más profundos
en sus cuerpos, en sus brazos.
Perseguidos, hundidos
por un gran desamparo
de recuerdos y lunas,
de noviembres y marzos...
Y sin embargo el poema era precioso, lleno de fuerza y de ternura, en
otra circunstancia quizá... pero atada a una silla, amordazada, secuestrada...
- Aventados se vieron
como polvo liviano:
aventados se vieron,
pero siempre abrazados.
Terminó la lectura, cerró el libro, se aproximó a la joven y su cercanía
la hizo estremecerse de temor. Comenzó a desatarla.
- No temas, jamás te haré daño, eres Josefina y yo soy Miguel ¿no lo
comprendes? Ahora eres tú toda mi vida.
Definitivamente estaba loco, pero la
estaba desatando. Retiró todas las cuerdas y ella pudo levantarse entre
temblores inciertos.
- Aguarda, voy a quitarte esa
mordaza, trataré de no hacerte daño.
Lo intentó pero no lo consiguió, le
causó dolor, le arrancó la piel o al menos a ella así se lo pareció y, no pudo
evitar un pequeño grito de sufrimiento.
- Lo siento Josefina, ya no volverá a suceder.
Estuvo apunto de desgañitarse pidiendo socorro, le pasó fugazmente por la
cabeza la idea de golpear a aquel individuo y tratar de huir, sin embargo no
podía ser tan sencillo como eso, lo tendría todo planificado al detalle. No
hizo nada, lo dejó hablar, le siguió la corriente, era un demente, un
secuestrador, un criminal, pero parecía tranquilo y sin intención de causarle
daño.
- Acompáñame por favor, te enseñaré la casa, en la cocina tienes comida,
en la biblioteca los libros de Miguel. Te indicaré cual es tu habitación, en
ella encontrarás ropa de tu talla. Yo me marcharé pronto, así podrás descansar.
Trataba de resultar amable a pesar de ser un delincuente, tenía que
esperar, aguardar con paciencia, con calma, en cuanto se marchara empezaría a
estudiar la forma de escapar, huir esa misma noche.
Y aunque se fue el carcelero no pudo escapar de la celda. La puerta
cerrada y sólida, los cristales de las ventanas imposibles de romper, ni un
ruido entraba de fuera ni tampoco sonido alguno podía del caserón salir. Se
arrojó en la cama, en la oscuridad de la alcoba que le habían adjudicado y
durmió por agotamiento y desesperación.
No recordaba cuando fue la primera vez que recito poemas junto a su
captor, no guardaba en su memoria el primer roce, ni el primer beso, ni cuando
el odio se torno amor. No recordaba y el tiempo pasaba y, cual pájaro cantor,
se fue acomodando a su dueño y a su jaula. Recitaba al atardecer con tono
atiplado de ruiseñor cautivo.
-
Pintada, no vacía
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
Quince años de presidio voluntario y feliz hasta hoy. Amaneció gris el
día triste, los tímidos rayos de sol que burlaban la vigilancia de las nubes,
dotaban a la vieja alacena de un brillo siniestro. No, no era la alacena, era
un metal sobre ella. Se acercó al brillo que se le antojó un soplo de vida en
espiral y hacia el exterior. Un relámpago cegó su amor y eclipso todos los
versos y besos recitados.
- ¡Una pistola! ¿Por qué tiene Miguel UNA pistola?
Aguardó en el salón como todos los días la llegada deL amante, recitaron
poemas y hablaron, como todos los días, de la vida y obra del poeta oriolano.
Como todos los días, se amaron con ternura, con pasión, con literatura...
El frío acero despertó su tacto y sus instintos de libertad, dormía
Miguel como siempre, respirando pausadamente con la sonrisa tierna del último
verso dibujada en los labios. Apuntó, cerró lo ojos, no quería ver su sangre.
El horrísono estruendo del disparo rebotó por la habitación, zuñían sus oídos,
temblaba su alma... se apresuró hacia la puerta, Miguel, inmóvil, había dejado
de sonreír. Hurgó en los bolsillos de su traje cuidadosamente doblado sobre el
bargueño, cayeron al suelo las llaves y su ruido quedó amortiguado por la
última reverberación del disparo. Salió despacio, de puntillas, para no
despertarle del sueño eterno. Un portazo a su espalda le indicó el fin de una
vida y el principio de su libertad... ¿libertad?
Y no pude evitar mirar de soslayo al amor perdido, no quise evitar
despedirme del anverso de la vida.
Abandoné mi jaula.
El mundo me daba vueltas, nostalgias de un amor, futuro sin versos,
vértigo, dudas... mi crimen fue matar al ruiseñor cantor para resucitar al
jilguero mudo. Asesinato de un amor, imposible, desde el mismo instante en que
nació hasta el momento, éste, en el cual murió.
Y ahora me pregunto... ¿dónde están los poetas?